Buenos Aires: La señorita Ádamo lo espera en recepción

LA SEÑORITA ÁDAMO LO ESPERA EN RECEPCIÓN

Busco a Buenos Aires tras una ventana húmeda. Buenos Aires es la sala blanca donde empieza Caminito. Buenos Aires, conventillo y nostalgia. Buenos Aires, la imagen borrosa que trato de encontrar tras el cristal de los taxis, de las oficinas y los restaurantes.

Hace frío. La semana más fría del año, anuncia la radio del remís al salir del aeropuerto. Una semana en Buenos Aires. ¿Dónde está? Las autopistas son sólo autopistas, nada más que concreto y asfalto. Podría ser mi atormentada Alemania o mi Francia de los libros. Empieza la lluvia que durará siete días y el frío que se mete por todos lados. Empiezan las reuniones: desayuno de trabajo, sesiones técnicas, almuerzo de trabajo, sesiones técnicas hasta tarde, comida de trabajo. No hay nadie. ¿Dónde está Buenos Aires? Buenos Aires son las manchas del pedazo de tapete frente a mí: 17. Buenos Aires es la pared gris, la cortina que oscurece la sala para las exposiciones.

Paso el día con porteños: gente de la Secretaría de Educación y de Salud. Hombres y mujeres juiciosos que trabajan en las más pequeñas oficinas de los palacios estatales. Ojos para las pantallas, dedos para las teclas, rodillas para Dios. Me miran todo el tiempo con el respeto que impone mi tarjeta y yo los veo con una compasión a la que pongo cariño. ¿Qué más podría darles? No hay nadie a quien desear, sólo borrones. Discuten entre ellos todo el tiempo. ¿Qué significan dos nuevos números en el código? ¿Cómo puedo tener tinta para la impresora si el Secretario no sabe que existo? Llueve, no deja de llover.

Durante las sesiones les explico lo que pasa en otros países y presento (yo también) mis estadísticas en barras coloridas. Otro mundo es posible. Otro mundo que construiremos con dibujitos y cifras precisas, sí. Hay una mujer que se sienta a solas en una esquina: es Piedad, una de las más combativas del grupo. Ella está sorda. Sorda desde siempre, desde chica. Habla con esfuerzo y si gira los ojos se pierde del debate. Piedad siempre parece estar peleando, pero no siempre pelea: a veces quiere decir una dulzura, pero su lengua encadenada golpea el paladar y el aire sale gruñendo. Le sonrío: Lo puedo sentir, Piedad, no lo entiendo pero me llega dentro. Quiero tomar su mano, me contengo: No es tu culpa, haces lo mejor que puedes y no sólo para ti es importante tu trabajo, aunque sólo tú lo sepas. Piedad me sonríe. Buenos Aires es el dolor digno de los que no quieren callar.

Pasan los días y la lluvia se precipita por las alcantarillas. Podría ser Europa: bellas mujeres blancas que se alejan, edificios neoclásicos, un gran teatro de opera. Es América: niños en las esquinas limpiando parabrisas, cartoneros, madres de la Plaza de mayo. ¿Cómo se llaman en otros países las madres que nunca podrán sepultar a sus hijos?

He hecho citas para todas mis comidas. Buenos Aires también son medialunas, bifé chorizo, Malbec de Navarro Correas y los delicados restaurantes de Puerto Madero. Buenos Aires es el insomnio de La Recoleta que marcha junto a los que duermen para siempre. En cada comida dejo atrás a mis funcionarios tristes y me reúno con sus jefes, con el gobierno, con la gente para la que trabajan sin saberlo.

“Puerto Madero era un montón de nidos de ratas”, dice uno de mis compañeros de mesa, “pero los hoteles y los financistas empezaron a comprar y ya ve: ahora tenemos uno de los sitios más costosos y atractivos de la ciudad”. Es verdad. Mientras sirven nuestros platos con sus pequeñas porciones de alimentos y salsas que lo cubren todo con sus encajes plásticos, puedo ver el antiguo puerto en la lluvia. Suena una campana, se irisa el agua bajo el viento. El Río de la Plata es gris y bello y avanza bajo las nuevas luces.

Se suceden las cenas: hablar, hablar y hablar. Otra botella, otro ornamento comestible. Hablar, hablar, hablar. Que sencillo es lo que buscan, que simple es el acuerdo que todos queremos. Tengo la tentación de desanudar nuestras corbatas italianas, de mirarlos a los ojos y decir que no hay motivo para complicarlo tanto, que debemos conocer a Piedad. Aprovechemos este tiempo y esta ciudad: Vamos por Piedad, les diría, vamos a buscarla y traigámosla a comer con nosotros. ¿Alguien conoce la sencilla oración que todos queremos oír? Sí, todos la conocen, pero continuamos todos con el rito, con nuestra catarata de anécdotas, nuestros seños fruncidos, nuestras excusas y cumplidos. Es necesario llegar a los postres. Es necesario que nadie admita nuestro acuerdo. ¿De qué hablaríamos entonces? No habría negociación. Tendríamos que levantarnos en medio de las entradas, dejar solos los caracoles y carpaccios y salir a la lluvia. No es posible. Nadie debe. Buenos Aires es una pantomima opulenta.

Cuando regreso al hotel, una noche tras otra, estoy solo. Por las calles pasan impermeables y paraguas y algunos envuelven mujeres. Son bonitas las mujeres de Buenos Aires: nietas de Europa, hijas de América. Son bellas sus piernas fuertes, sus manos aleteantes sobre las mesas, sus ojos claros o negros, sus ojos sobrevivientes. Miro por la ventana el Parque del Congreso, el Cine Gaumont, los árboles deshojados, el tiovivo muerto. Algunas de las sombras que se mueven ante los edificios deben ser mujeres. El baño blanco me devuelve mi imagen. Buenos Aires es un jardín grande donde camino a solas.

Despertar en Buenos Aires bajo la lluvia. Esta oscuro y seguirá oscuro mucho más tiempo. “La señorita Ádamo lo espera en recepción”, dice una voz en el teléfono. La señorita Ádamo. Desayuno de trabajo a las 7. Mi memoria brillante y japonesa parpadea desde el escritorio. No la escuché. Ella tendrá que esperar. Mientras me ducho (una lluvia más, un torrente más en Buenos Aires) pienso en las corbatas de seda, en Piedad, en Caminito que no lleva a ningún lado. “La señorita Ádamo lo espera en recepción”, dice una voz. ¿Me esperará? La señorita Ádamo. Cuantas promesas trae la palabra “Señorita” y cuanta perfección hay en ese sonido: “Ádamo”. Parece una piedra pulida, parece una gema ese nombre.

Termina la semana y la lluvia no cesa. La gente de las secretarías ahora plantea nuevos planes de trabajo, contactos con la prensa, acciones que los hagan visibles. Buenos Aires es La Crítica de cuello roto por las botas. Piedad ha encontrado un amigo de la Secretaría de Salud. El hombre pequeño y moreno, es uno de esos negros que Buenos Aires no reconoce. Este hombre habla con las manos: su hermana también está sorda. Redactamos las conclusiones técnicas y las políticas en compañía de unas empanadas. Me hacen un regalo: un pequeño mate con incrustaciones semejantes a la plata. No he podido beber mate en Buenos Aires, no va bien el rito conversador del mate con los tiempos precisos de quien no puede perder una palabra. Todos lo saben. Recién entonces descubro que me ponen compasión en las miradas, que siempre me han sonreído, que me alientan a seguir y que también ven triste mi suerte. Todas las manos agarran mis manos. Piedad besa mi mejilla: trazo rosa que descubro en el reflejo de una ventana. Buenos Aires es abrazo.

Las cuentas de los desayunos, almuerzos y comidas se acumulan. Se repiten las corbatas: Aquascutum, Boss, Versace. Líneas de colores en la seda, líneas de colores sobre la cena. Las palabras se acumulan, firmamos algunos acuerdos. Estrechamos firmemente las manos, besamos el aire junto a las mejillas de las damas. Una vez, otra vez y otra. Tal vez nada pase. Tal vez nunca nada pase. Hablar y hablar. Yo empaco mis cifras y mis barras coloridas en su caja de plata. Ya tendré que sacarlas en otra ciudad de nuevo. Ya tendré que repetirlo todo, aunque unas palabras no se repitan: “La señorita Ádamo lo espera en recepción”.

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*Por: Julián David Correa. Publicado en su libro

«Veinte viajes» Ed. Sílaba. Medellín, 2019.

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