Bogotá: Correr o marchar

Bogotá: Correr o marchar

CORRER O MARCHAR*

Al final de la tarde, en la 72 con Séptima estoy en una reunión en el piso 17º. La entrada del edificio tiene cámaras y las recepcionistas piden la cédula y toman la huella del índice derecho, y cada vez que uno regresa piden de nuevo la cédula que confrontan con su base de datos y de nuevo pone uno el dedo en el sensor del torniquete, que reconoce el dedo y deja entrar el cuerpo. En el edificio hay empresas que especulan en la bolsa y embajadas de países pequeños o muy lejanos, hay dependencias de las Naciones Unidas y oficinas de los retoños de poderosas familias que han llegado hasta Bogotá a montar sus propios negocios o a continuar con los negocios de sus padres. En una de esas oficinas, la sala de juntas tiene paredes muy blancas, una larga mesa negra con conexiones para los computadores, pantalla y cámaras para las videoconferencias, y todo está en medio de grandes ventanas que dan a los cerros, con vista a los reflejos de los arreboles que revientan contra las torres de los bancos. La reunión avanza lentamente, se debaten las acciones de una estrategia de comunicaciones: “¿En el lanzamiento quién debe hablar además de la Ministra y la Primera Dama?”, “Muy poca gente va a reconocer a la esposa del Presidente y los televidentes van a ignorar la cuña”, “¿Podría la Primera Dama hacer el comercial con Shakira o con Juanes, o con algún vallenatero o algún futbolista?”

En la esquina de la Carrera Quinta con 72, espero un taxi. Voy a llegar tarde a mi conferencia. Los taxis pasan llenos. Antes de mí hay dos jóvenes negros. Cuando pasan los taxis vacíos, no les paran, y a mí me paran pero no me llevan: no voy hacia el Norte, voy al Norte del Sur, pero igual voy al Sur.

En la esquina de la Carrera Quinta con 72, a la hora en que debería estar entrando al auditorio de la universidad, cojo un bus, que baja hasta la 13, en medio del barrio Quinta Camacho, con sus antiguas mansiones de grandes jardines. El bus llega a la 13 y se suma a la corriente de busetas verdes y buses blancos y rojos, y taxis amarillos todos llenos y pitando. El humo de los escapes está por todos lados, y también la gente que cruza la calle por cualquier parte, gambeteando carros, caminando y corriendo. Oscurece. Lentamente avanza el bus junto a una multitud que se acumula, paciente y con carpetas, ante una puerta cerrada: hacen fila frente a una oficina del Banco Agrario. La buseta para, arranca, para y arranca. Un vendedor de galletas logra colarse sin pagar e inicia su discurso: voz lastimera, oferta de productos baratos y sabrosos, resumen de la crisis económica, amenaza velada y venta. El hombre baja. Una madre que nació en el campo pero que ha envejecido en la ciudad se sube al bus, sube con una hermosa muchacha que debe ser su hija, aunque la señora parezca su abuela. La mujer se sienta a mi lado: su pelo huele a jabón de lavar ropa y el de la adolescente huele a chicle. En un paradero, el conductor abre las puertas a un par de ancianos de tenis muy blancos. El viejo empieza a subir, pero el conductor ve el gran aviso que lleva el anciano y cierra la puerta, casi machucándole un pie. El anciano se queda junto al bus con la mujer de la mano y la cartulina agarrada por un par de dedos. Las puertas están cerradas y la buseta no puede avanzar en medio del trancón. Por la ventana, el viejo le hace señas al conductor: le dice que los deje subir, que no sea malo, que están “paila”. El viejo está acostumbrado a hablar por señas: su mano es eficiente en la tarea. La mujer espera en silencio al lado de su hombre, con los brazos colgando a lo largo del cuerpo y la mirada perdida: mirando las latas verdes, la mugre del bus, la ruina de las calles, mirando su pasado. Ninguno de los dos está molesto, ambos están tristes, muy tristes, aunque sus viejos tenis esten blancos, y su ropa este limpia y hoy no llueva en la ciudad.

Ya es de noche cuando llego corriendo al auditorio, en donde esperan casi todos mis alumnos, pero afuera se oyen las voces de la marcha: “¡Ay! ¡Ay! Las cosas que hay que ver: el pueblo da un paso pa´delante y el gobierno da un paso para atrás”, » ¡Yo no quiero ser un falso positivo pa´darle vacaciones a un tombo malparido!», y se escuchan los pitos de los autos que se acumulan por calles paralelas, y se oyen las motos y las sirenas de la policía. La conferencia se cancela, la Carrera Séptima está totalmente cerrada por la marcha. Los estudiantes y yo nos paramos en la puerta a ver pasar la manifestación de otros estudiantes. Nadie lleva capuchas. Algunos alumnos de mi grupo han participado en las marchas. Los debates en clase a veces son acalorados: el mundo tiene que cambiar y cambia muy lentamente, y a veces el cambio se convierte en leyes plagadas de micos y componendas que terminan por dejar que todo sea igual, que el cambio sea sólo para unos pocos. Nadie repite la frase de El Gatopardo, nadie ha leído a Lampedusa ni ha escuchado hablar de su novela, pero alguno debe estar teniendo la misma sospecha.

Un hombre con corbata nueva camina por la acera, en contravía de la multitud: “Yo siempre quise trabajar en finanzas”, le viene diciendo con orgullo a una mujer.

Los estudiantes de la marcha llevan pancartas que critican la nueva ley de educación, y la codicia de los bancos y la complicidad de los gobernantes. Hay muchachas con máscaras que representan el rostro de la Ministra de Educación o del Presidente. Muchos llevan antorchas, otros golpean sus tambores en ritmo de batucada. Alguno se sube al techo de un paradero de bus y lanza pólvora de colores: explosiones rojas y azules y verdes. Uno de mis estudiantes dice que en la Plaza de Bolívar habrá plantón y “besatón”, que de nuevo tendrán una protesta en la que habrá besos entre los estudiantes y se abrazará a la policía. Alguien quiere hacer un grafiti y lo rechiflan. “¿Qué es peor: pintar una pared o no poder expresarse?”, grita en respuesta. Uno de mis estudiantes lo apoya: “¿Dónde se ha visto una ciudad sin grafitis?”, y yo le respondo: “En Alemania, en el centro financiero de Fráncfort: no hay ni un grafiti en las paredes, pero en los callejones siempre hay algún tipo inyectándose heroína”.

*Por Julián David Correa.

Publicado en su libro «Veinte viajes», Ed. Sílaba, 2019.

Imagen: foto de la carrera 7a. de Bogotá,

tomada por  Julián David Correa

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