UN ENCUENTRO*
Soy otro flâneur que camina sin rumbo por Camagüey, San Antonio o La Habana. Soy un azotacalles que odia a los turistas y se aburre en los museos. En La Habana, una caminata me lleva hasta la Catedral. Doy una vuelta y termino por sentarme en las escalinatas. Cae la tarde y desde el atrio de la iglesia veo pasar la gente: americanos de los tres continentes, blancos de Oceanía y Europa, cubanos atrapados en el rebusque:
–¿Quiere comer? –pregunta una negrita delgada.
–¡Amigo, lo llevo a un paladar! –grita un niño.
–Tengo Cohiba, ron Habana… –susurra un mestizo moreno.
Me parece ver a alguien conocido entre unos australianos. Considero la posibilidad de hablarle pero desisto: ¿para qué molestar? También soy latino y van a pensar que soy otro cubano bisnero. Los cubanos del desespero se pegan como gentiles sanguijuelas y bajo ninguna excusa se quieren soltar. En la entrada de la Catedral, un grupo de turistas pasa a conocer la iglesia y tras ellos aparece Camilo, el argentino que lleva veinticinco años exiliado en Austria. Lo conocí en el aeropuerto y durante el vuelo me comentó sobre el curso que pensaba tomar y sobre lo que luego quería hacer en La Habana:
–Esas mulatas –me dijo–, no hay nada como las mulatas. Ellas sí saben para qué lo tienen.
Tras lo cual peló sus dientes. Camilo es moreno y algo aindiado, tiene casi cincuenta años. La segunda vez que lo encontré fue en Colón, donde ni él ni yo –turistas al fin y al cabo– teníamos nada que hacer. Camilo salía de uno de los edificios. Le dio alegría verme, pero lo que le saltó a la cara parecía más un espasmo que una sonrisa. Me abrazó y con un guiño y su aliento a ron me dijo:
–Vos sos de los míos, ¿verdad? Esos europeos no saben lo que es vivir. Qué asco de rubias, qué asco…
Vi que empezábamos a llamar la atención de los cubanos y que dos niños detenían su juego.
–Sí –le respondí y traté de desprenderme de él.
–¿Cuántas llevás? –me dijo con su carita cansada.
Dudé un momento en responderle.
–No tantas como vos, seguro…
–¡No tantas como yo! No tantas –celebró–, eso sí está bueno. Si vos sos más joven que yo… Y yo ya llevo ocho, ¡ocho! Ni siquiera en mi primer mes en Austria me fue tan bien… y eso que me fue bien, vos sabés cómo es la cosa con los latinos…
Yo ya había decidido zafarme de Camilo y salir a alguna de las calles transitadas, tal vez ir hacia el Capitolio.
–No tantas… ¡Esperate! –me detuvo–. No nos vamos, te voy a presentar a una mulata… tiene una hermana también, o una prima, no sé, esperate.
Aquella vez, con una excusa u otra, logré despedirme de Camilo. Ahora está frente a mí, pero como yo estoy sentado en un escalón, tratando de ser invisible y él me da la espalda, puedo escucharlo sin que me vea. Está hablando con un tipo que acompaña a una morena:
–Así que eras boxeador… mirá vos, que bueno –dice en su castellano argentino y no deja de mirar a la mujer.
–Sí, pero eso no paga, además tuve un accidente y el médico dijo que era mejor que me retirara.
–Mirá vos…
–Es mi hermana –la presenta al fin el boxeador–, acabó de llegar de la Sierra, es una muchacha muy buena.
–Mucho gusto, Camilo González.
No escucho el nombre de la morena, pero le puedo ver bien el ombligo y los pliegues de carne que lo rodean.
–Es una buena muchacha, Camilo. La estoy sacando para que conozca un poco y empiece a madurar.
–Pero ya está crecidita…
–Si conociera a nuestros padres… ¿verdad? –pregunta a la mujer. Ella asiente y se pone a mirarme–. Es una gente muy seria y muy correcta en todo.
La muchacha no es fea. Muy cubana: una mestiza con mucha sangre negra. Al ex boxeador le faltan dos dientes, pero usa unos tenis que en Cuba deben costar el salario de tres neurólogos.
–Pues entonces, nos podemos ver esta noche en el hotel –propone Camilo–, si no podés ir no hay problema: yo me hago cargo de ella para que se la pase bien.
El trío se pone de acuerdo en la hora y se marcha. Yo me alegro de que se hayan alejado y me quedo con la mirada de la mulata en la cabeza: con su mirada provocativa.
–¿Estás bien? –me pregunta de pronto un negro joven, con un libro bajo el brazo y una estatura de un metro noventa.
–Sí, gracias.
–¿Seguro? –pregunta de nuevo. Miro bien su rostro: parece uno de esos adolescentes desgarbados, guapos y zonzos, que deben refugiarse en un rincón durante las fiestas porque tienen vergüenza de sí mismos.
–Seguro, gracias –me levanto y empiezo a andar hacia la calle del Ministerio de Educación.
–Es que como te veía sentado ahí, desde hace rato, sin decir ni hacer nada, pensé que estabas enfermo.
–Esperaba a una gente que no llegó –mentí.
–Primero pensé que eras cubano, pero no, ¿verdad? ¿De dónde eres?
–De México.
–¿Y de qué ciudad?
–Del De efe, de la capital.
–¿Sí? No me habría dado cuenta si no es por el acento. Pareces un cubano.
–Todos en América nos parecemos, ¿no?
–Seguro –dijo, y miró mis botas de cuero café. Él llevaba unos tenis de tela que tenían más remiendos que costuras–.
De esas botas se hacen aquí –se apresuró a decir.
–Sí, las he visto –me apresuré a mentir.
–¿Y cuánto llevas acá?
–Un mes.
–Ah, entonces tú ya eres cubano, tú no eres un turista –yo sonreí–. Ya conocerás la Plaza de Armas, ¿verdad? Allá es donde trabajo: vendo libros y monedas –me dijo con una mirada de orgullo–. Ya voy a trabajar. Si vienes te puedo regalar un librito de Fidel o el diario del Che.
Yo lo miré de nuevo y con cuidado. Sus ojos eran profundamente negros y me sostenía la mirada.
–Gracias –le dije a pesar de todo–, pero yo también tengo que trabajar.
–Entonces te acompaño un poco en el camino. ¿De verdad estás de trabajo?
–Sí…
–Pero entonces tienes que venir mañana a la Plaza y te voy a dar el diario del Che.
Yo dudé un momento. Había algo en sus gestos que tenía una languidez incalificable, algo entre femenino, triste y hambriento.
–Claro que tienes que venir. Mira: te lo doy para que no lo olvides –y me ofreció, sacándolo de entre su libro y un envoltorio de papel, un billete de tres pesos: un papel bermellón, un billete tostado y perfecto.
–Es un billete del Che, los turistas pagan hasta cinco dólares por él, a ti te lo regalo.
No sabía cómo rehusarme:
–No, yo me acuerdo de ir mañana, déjalo. Lo puedes vender a alguien.
–No, es tuyo, te digo.
–No, eso es injusto –le repliqué y señalé a un grupo de italianos que salía de La Bodeguita del Medio–. Mira: puedes venderlo a esa gente. Yo te veo mañana.
Él me miró a los ojos y sonrió, guardó el billete de nuevo en su envoltorio de papel y en su libro, un objeto ajado y sucio, que seguramente también estaría a la venta: Paradiso de Lezama. Cuando nos cruzamos con el grupo, aprovechó la ocasión:
–Amico italiano –exclamó– dove città sei tu?
Yo seguí caminando y a unos metros me volví. Él agitó la mano y me gritó:
–¡Mañana!
Me marché. Lamenté mentirle, pero no me tentaba la idea de recibir regalos. Alejé las imágenes del muchacho y caminé como siempre, dejándome ir por lo que me resultaba atractivo: un grupo de niños jugando o un edificio que en la distancia prometía ser bello. Llegué hasta los almacenes del puerto y luego hasta la casa de Martí, a la que no entré. Un poco más adelante estaba la bella estación de trenes de donde la gente entraba y salía, como de cualquier estación del mundo. Aquí no se veían ropas demasiado nuevas ni había orden ni silencio, pero nada de eso era distinto de otras estaciones de tren en América. Vi a los muchachos que llegaban al ejército o a la fiesta de las Juventudes Comunistas, y a las viudas que con su atado y su maleta regresaban a Las Villas, a Sancti Spiritus o a cualquier otro pueblo. Cuando me vino el afán por un cigarrillo ya era de noche y había acabado con mis Populares, los cigarrillos cubanos que la gente puede pagar: tabaco negro sin filtro, cajetilla de papel periódico. Encontré a un viejo en la puerta de una casa.
–Señor, ¿sabe dónde puedo comprar cigarros? –le pregunté.
–Siga dos cuadras y en la esquina –me dijo sonriendo–, pero llévese éstos para el viaje.
Me ofreció dos Populares que yo me negué a aceptar en principio, pero como él insistía, encendimos uno para cada uno.
–Pero el cigarro no sabe bien sin ron –sentenció, y tras entrar a su casa, trajo un litro de ron en una botella de refresco–. Está bautizado, pero no importa.
No pude negarme. Nos servimos dos vasos y conversamos hasta que se reveló el fondo de la botella. Yo quise pagar parte del trago pero como fue imposible me despedí y me marché. De regreso a la Veintitrés, oía las conversaciones gritadas y escuchaba a los músicos que casi en cada cuadra tocaban algo o ensayaban. Había mucha gente en las calles, que ante los edificios desconchados encontraban besos, juegos y nuevas amistades.
En la esquina de Obispo y Aguacate alguien me llamó. Era el joven de la Catedral.
–¡Oye! ¿Qué haces aquí a esta hora?
–Caminaba –le respondí con un tono más cordial que en la tarde.
–Yo vivo a la vuelta. Ven a mi casa y te tomas un café.
Después de los rones y la caminata yo estaba de muy buen ánimo, así que me dejé llevar. Lo acompañé hasta su hogar, en lo alto de un antiguo hotel de canarios. Tras la puerta del último piso vivían unas ocho familias, cada una en una habitación. Los corredores eran anchos y los suelos blancos, pero había muy pocas bombillas encendidas. A pesar de la cantidad de gente casi no se escuchaban ruidos: no se oían las radios, ni rumores más altos que alguna voz femenina regañando a un niño. Llegamos a la habitación en donde el muchacho dormía con una tía y otros familiares. En el alto techo no había luz, la habitación solo estaba iluminada por la televisión que en verde y negro transmitía una telenovela brasileña. Nos saludamos, nos presentamos. Todos estábamos callados y nadie me ofrecía una silla.
–¿Conoce Mujeres de arena, la novela? –preguntó la tía tras un rato de silencio. La tía era una negra flaca, que parecía algo intimidada por mi presencia y porque no sabía si atenderme o dejar a su sobrino arreglárselas solo.
–Sí, claro, es una buena historia. Yo no he podido entender por qué todos le derrumban las mujeres de arena al tipo, si es tan buen escultor.
La señora sonrió. Todos estuvieron de acuerdo conmigo y sonrieron, en especial mi anfitrión que vio a la tía con una mirada de suficiencia. Me ofrecieron un asiento frente a la pantalla, una silla de la que tuvieron que sacar a un señor magro, que llevaba un overol rotoso y olor a gasolina.
–¿Quiere comer? –preguntó la tía.
–Él ya es cubano –dijo el joven.
–¿Usted de dónde viene?–me preguntó una muchacha que por las sombras no había visto.
Empecé a responderle a la joven pero no pude terminar. Me pusieron al frente un plato de frijoles blancos con arroz.
–Disculpe que no haya más que chícharos –se excusó la tía.
Todos me miraron.
–No importa –dije y empecé a comer lentamente, tratando de demostrar cuánto me gustaba su comida–. Está muy bueno.
–¿Quiere tomates? –preguntó la tía y me tendió un plato con tomates cortados y humedecidos en aceite de cocina.
En realidad los frijoles estaban muy buenos, pero yo me sentí culpable por el plato que me sirvieron y pensé en las películas de guerra, cuando los campesinos o los judíos ofrecen a los combatientes de la Resistencia cuatro rábanos picados: todo lo que les queda en la despensa. Ahuyenté esas imágenes y miré a la familia. Me dije que estaba exagerando. Todos veían la novela y estaban contentos. A la luz del televisor empecé a descubrirlos: el hombre magro y otro grueso que estaban sentados en el piso con una niña, una muchacha que sostenía a un pequeño de brazos, mi anfitrión que se quedó de pie en la puerta y la tía que estaba sentada en la cama, junto a un niño negro. Ella a ratos miraba las imágenes verdosas y a ratos me veía a mí. Terminé mi comida, agradecí y salí a fumar junto con el joven.
–Gracias, pero no tenían que invitarme –le dije.
–Está bien, no es nada. Le vendí el billete al italiano –dijo sonriendo–: compré el arroz y los chícharos, pero cuando vengas mañana te vamos a tener comida de verdad.
No quería volver al día siguiente pero tampoco deseaba discutir con él. Hablamos de otras cosas: de los turistas y de una española que le escribía de vez en cuando. Me contó que su esposa lo abandonó para irse a vivir con un canadiense. Mientras hablábamos, recorríamos el octavo piso viendo a la gente en sus cuartos: algunos bajo una luz escasa y otros en las sombras, como dentro de grandes madrigueras de mármol. Entré al baño: del tamaño de una de las habitaciones, aún tenía la tubería de una tina y los baldosines conservaban complejos decorados de colores.
Era un bonito baño. Dentro del sanitario una cucaracha chapaleaba, intentando salvarse de la muerte aferrada a un jirón de periódico.
Cuando regresé a la pieza, habían empezado los festejos del cuatro de abril en la televisión. El librero propuso conseguir ron y yo bajé con el hombre grueso hasta un bar. Llevábamos dos botellas vacías y compré tres litros de un trago amarilloso y aguado al que todos llaman el ron bautizado. Llevé cigarrillos y un par de puros. En la habitación había un poco más de animación. Empezamos a beber y a hablar, yo disfrutaba del ron ligero y del tabaco fuerte.
–Para los espíritus –susurró alguien.
Hablamos de música cubana –que es mucho hablar–, de música colombiana y mexicana, de la Cuba que fue y de la que es. En la puerta, algunos vecinos se fueron agrupando y entre ellos había una mujer seria a quien todos se referían con cierto respeto, por lo cual deduje que cumplía algún papel en la organización del edificio. Mientras, también vi al joven librero observarme con atención y juguetear con los agujeros de sus tenis. De vez en cuando él interrumpió para participar y solo entonces noté que no tenía la costumbre de escuchar lo que se decía alrededor y que sus frases eran ignoradas por los demás. “Hace unos años los cubanos no podían recibir extranjeros”, dijo alguien, y yo pensé en las muchas otras frases que había escuchado: en Europa algunos admiran la isla pero a la mayoría no le importa, y en América unos odian y otros respetan a Cuba: “Dignidad de América Latina”, como suelen decir los grafitis, pero en los restaurantes para cubanos, mientras veía a todos almorzar en silencio unos espaguetis enrojecidos con algo que recordaba lejanamente a un tomate y a una lata, me pregunté cuánto puede durar la dignidad si se come todos los días así, mientras los europeos y canadienses, e incluso los hispanoamericanos, se pasean con privilegios que un salario en pesos cubanos no puede comprar.
Me marché cuando terminaron los festejos. Algo borracho, me hicieron prometer que volvería al día siguiente. El muchacho me acompañó hasta la puerta y aunque insistió en ir hasta mi casa, logré zafarme de él y me fui por Obispo. Al despedirnos estaba más silencioso que nunca y me alejé pensando en lo necesitado de afecto que parecía. Al mediodía siguiente, no me quedó más que regresar.
Era mi último día en Cuba. No tuve tiempo de desayunar. Estuve en la oficina de la aerolínea y confirmé mi reservación. Mientras esperaba, vi a una negra hermosa ronronearle a un italiano obeso. Él la abrazó y le dijo en un mal español:
–No te preocupes, los tiquetes están preparados y apenas lleguemos te llevo a conocer a mi madre.
Salí de la oficina con desgano, pensando que se me iba a hacer tarde para todo lo que faltaba por hacer y para el almuerzo con la familia del librero. En la puerta, ante el Malecón, me encontré de frente con Camilo.
–¿Así que también nos vamos juntos? –le dije por decir algo.
–Puede ser –murmuró.
Se veía mal: sucio, algo despeinado, se notaba que no había dormido. Yo recordé la mulata del boxeador y le pregunté por sus últimas aventuras. Contrario a lo que esperaba, la pregunta ni lo alegró ni lo hizo alardear. Me miró casi con rabia y me contó cómo la noche anterior convenció a una joven del campo que lo llevara hasta su casa, y ella ante la puerta le suplicó que no le dijera a nadie lo que iba a pasar. Él le juró silencio y tuvo que sobornar al encargado del edificio para que no le contara al hermano que ellos habían ido esa noche.
–El hermano es un boxeador –añadió–: un negro de dos metros que se supone estaba a cargo de cuidar la virginidad de la pendeja.
Camilo me contó que subieron hasta el apartamento, en un edificio ruinoso que parecía un hotel de prostitutas. Allí estaban empezando lo mejor, apenas desnudándose, cuando se abrió la puerta y entró el hermano hecho un demonio.
–Tuve que darle todo lo que traía para que no me pegara… qué idiota soy, qué idiota.
Yo lo lamenté.
–Con los trescientos que le di al tipo, más el soborno y lo que le gasté a la muchacha, ésos me sacaron más de quinientos dólares.
Tuve que dejar al argentino. Tomé un taxi hasta la Plaza de Armas para encontrar al librero. No tuve tiempo para ir a comer pero no podía faltar a lo prometido. En la bolsa llevaba algunos objetos de aseo y dos camisetas para regalarle a la familia. En la plaza, el joven se demoró en aparecer y cuando llegó parecía sorprendido por mi presencia. Tras el saludo, se ausentó un momento y regresó con el diario del Che.
–Este libro les encanta a los turistas –me dijo–. Pagan hasta veinte dólares por él.
Caminamos hacia su casa. Se veía aburrido pero yo tampoco estaba muy conversador, así que íbamos en silencio. En el apartamento encontramos a la tía viendo otra novela. Me saludó, con más reserva que la noche anterior y desapareció con el joven. Un niño quedó en la cama. Pasé un rato a solas con él. A la luz del día pude ver las paredes azulosas y las fotos de revistas en las paredes. Solo había una cama vieja, un mueble con cajones, un ropero y la mesa con sus sillas. El techo, en efecto, carecía de bombillo. Tenía hambre. Traté de leer un poco del libro. Pasaron los minutos. El muchacho entraba y salía. La joven de la noche anterior también entró y me preguntó algo. Hablamos un poco, pero no mucho más que antes. El librero entró, se sentó a mi lado y empezó a jugar con los agujeros de sus tenis.
–¿Cuándo te vas? –me preguntó de pronto, después de media hora.
–Mañana –le dije.
–Mañana puedes volver.
–No, no puedo, mañana me voy muy temprano –le respondí con irritación.
Siguió jugando con sus tenis un rato y preguntó de pronto:
–¿Cuánto valen unas botas así en tu país?
Yo dije una cifra que solo era una cuarta parte del precio pero que representaba más del ingreso mensual de un cubano. Al rato entró la tía que me vio hojeando el libro.
–Compraste el diario del Che –me dijo.
–No –respondí–, él me lo regaló.
–¿Y no te lo ha firmado? Qué tonto que es. Trae, yo te lo firmo.
La señora escribió con una caligrafía adornada, como de oficinista, el nombre de mi anfitrión, el propio y la dirección.
Después anotó la dedicatoria: “Corazón que sufre y calla, no se encuentra dondequiera. No hay corazón como el nuestro, que sufre y calla y te espera. Dedicado al amigo fiel”.
Miré a la tía que no sonrió y se quedó sentada, esperando. Agradecí y permanecimos en silencio por otro rato.
–¿Cuándo se va? –preguntó la tía.
–Mañana –respondí de nuevo.
–¿Y de dónde es que eres? –preguntó el librero.
Lo miré un momento.
–De México, de la capital.
–Qué bueno –dijo la tía–, no se olvide de nosotros.
Nos quedamos callados unos minutos. El muchacho siguió acariciando los agujeros de sus tenis. Pensé en la morena que estuvo con Camilo, y en las prostitutas de todos los lugares del mundo: necesitan el amor de un hombre pero también quieren salir de su miseria, un día se entregan a un tipo creyendo que él las sacará de todo, pero el tipo se marcha y les deja un regalo, luego ellas se cruzan con otro que hace lo mismo y, pronto, lo que era una necesidad de cariño se habrá convertido en una forma de sobrevivir.
–Ya tengo que irme –me puse de pie.
Todos se levantaron. Había pasado una hora.
–Tengo cosas que hacer –dije aún sin moverme–, mañana me voy… les he traído unos regalitos, muy poco.
Abrí la bolsa y les entregué los jabones, las pastas, las cuchillas de afeitar. La tía agradeció. Saqué solo una de las camisetas y se la di al joven. Él, por primera vez en ese día sonrió.
–Pero me la tienes que firmar –dijo, y yo me sorprendí–, y me tienes que anotar la dirección para que te escriba.
Anoté un nombre cualquiera en una costura de la camiseta, justo bajo la marquilla. La tía me tendió un papel amarillento en el que puse un nombre y una dirección. Nos despedimos. El muchacho me acompañó hacia la gran puerta del octavo piso. En el día, pude ver mejor el corredor: era amplio y bello, en los portales había columnas y en las ventanas vitrales, las escaleras eran de mármol. En la puerta de la calle, cuando iba a despedirme, él echó a andar junto a mí.
–¿A dónde vas? –le pregunté.
–Voy a la zapatería, a hacer arreglar los tenis.
Dejé al joven atrás, el cielo era azul y brillante. Caminé por La Habana Vieja, que es como un París junto al mar. Pocas ciudades son tan bellas.
*Por: Julián David Correa. Publicado en: Revista El Malpensante No. 104. Bogotá, 2010.
Y en su libro «Veinte viajes» Ed. Sílaba. Medellín, 2019.
Página en internet de la Revista El Malpensante
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