Lucia Berlin: Manual para mujeres de la limpieza

Lucia Berlin: Manual para mujeres de la limpieza

No recuerdo qué pasó con mi “Manual para mujeres de la limpieza”, los cuentos de Lucia Berlin (EEUU, 1936–2004) que compré en un aeropuerto y empecé a leer en el avión. El libro es apasionante desde el comienzo: Lucia Berlin es observadora, escribe con ritmo y descubre la belleza en la tragedia y la tragedia en la belleza. El libro incluye un prólogo de Lyda Davis que empieza con una frase perfecta: “Las historias de Lucia Berlin son eléctricas, vibran y chisporrotean como unos cables pelados al tocarse”. No sé si la edición original de “Manual para mujeres de la limpieza” tenía ese prólogo (los cuentos se publicaron por primera vez en 1977, en Washington, y el título que compré es una traducción de Eugenia Vásquez publicada por Alfaguara), pero espero que lo haya incluido: el texto de Lyda Davis es un ensayo breve y contundente.

Con Lucia de la mano aterricé a medianoche en un pequeño aeropuerto donde me recogió una camioneta que me llevó por autopistas vacías hasta un hotel que es una pequeña versión de México: el lugar tiene una pirámide cerca a la playa, un pueblito con ventas de artesanías y joyas, y un canal con chalupas como las de Xochimilco, en el hotel también hay bares y restaurantes que funcionan las veinticuatro horas. Tras dejar mis cosas en la habitación, fui a un puesto de tacos a comer algo y a beber mezcal. En una de las mesas había un grupo de gringos jóvenes, de unos veinte años, todos recién bañados, borrachos y gritones. El libro estaba conmigo mientras esos hombres y mujeres de adolescencias prolongadas iban hasta el baño a vomitar.

Los cuentos de Lucia Berlin son casi autobiográficos, así se sienten y así lo afirma su hijo en uno de los textos que introducen el Manual. La foto de la solapa muestra a una mujer muy bella que me recuerda a Elizabeth Taylor, al verla pienso que esta escritora podría haber sido una modelo o una estrella de cine. Lucia pasó unos años de su infancia en Chile entre clubes excluyentes y los poderosos del país, pero la mayor parte de su vida transcurrió en Estados Unidos, siguiendo el destino que heredó de la familia materna: el alcoholismo, los pequeños trabajos y los hogares pasajeros. Lucia tuvo cuatro hijos y tres maridos, nunca dejó de escribir y murió de cáncer pulmonar en una época tranquila en la que había dejado el alcohol y era escritora visitante y profesora asociada en la Universidad de Colorado. Su obra la componen 77 cuentos.

En el hotel, el libro de Lucia Berlin me acompaña bien en las pausas de las conferencias y las reuniones de negocios. Leo a Lucia en los rincones y la llevo de la mano en los salones. También me acompaña en las estaciones de mezcal que inicio apenas termino el desayuno. A varios amigos les mando una foto de “Mi jockey”, una joyita de un par de páginas. Una amiga mexicana me responde que el cuento la hizo llorar. Las lágrimas son frecuentes con la lectura de estos cuentos, y es frecuente la certeza de que todas las vidas son frágiles y están llenas de pequeñas tragedias. “El mundo se detiene cuando alguien muere”, dice Lucia en un texto sobre su hermana, pero toda la prosa de Lucia Berlin logra que el mundo se detenga. Sus palabras le dan peso a la vida.

A medida que la agenda profesional va terminando, se hacen más frecuentes mis visitas al mar y a los pequeños bares que la administración sembró en los edificios, en las playas y al borde de la selva. La humedad hace que las hojas del libro estén más pesadas y un poco arrugadas. Casi todos mis colegas se marchan tras la última conferencia, sólo nos quedamos los que vinieron con sus familias o los que no tenemos una familia donde regresar.

Debo haber perdido el libro en alguna de mis pausas de mezcal. Lo volveré a comprar cuando regrese. Para descubrir la compañía de Lucia, el cuento “Inmanejable” es un ejemplo de maestría.

JDC.

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INMANEJABLE*

Por:

Lucia Berlin

En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. La mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber, le darían convulsiones o delirium trémens.

El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo. Sujetándose a la pared, temblando tanto que a duras penas podía mover los pies, consiguió llegar a la cocina. No quedaba vainilla. Extracto de limón. Le quemó la garganta y le dio una arcada; apretó los labios para volver a tragárselo. Preparó té, con mucha miel; lo tomó a pequeños sorbos en la oscuridad. A las seis, en dos horas, la licorería Uptown de Oakland le vendería un poco de vodka. En Berkeley tendría que esperar hasta las siete. Ay, Dios, ¿tenía dinero? Volvió sigilosamente a su habitación y miró en el bolso que había encima del escritorio. Su hijo Nick debía de haberse llevado su cartera y las llaves del coche. No podía entrar a buscarlas al cuarto de sus hijos sin despertarlos.

Había un dólar con treinta centavos en calderilla en el bote del escritorio. Revisó los bolsos del armario, los bolsillos del abrigo, un cajón de la cocina, hasta que reunió los cuatro dólares que aquel maldito paki cobraba por una petaca a esas horas. Los alcohólicos enfermos le pagaban. Aunque la mayoría compraban vino dulce, porque hacía efecto más rápido.

Era una caminata larga. Tardaría tres cuartos de hora; tendría que volver corriendo a casa para llegar antes de que los chicos se despertaran. ¿Lo conseguiría? Apenas podía caminar de una habitación a la otra. Y reza para que no pase un coche patrulla. Ojalá tuviera un perro para sacarlo a pasear. Qué buena idea, se rio, le pediré a los vecinos que me presten el suyo. Claro. Ninguno de los vecinos le dirigía ya la palabra.

Consiguió mantener el equilibrio concentrándose en las grietas de la acera, contándolas: un, dos, tres… Agarrándose a los arbustos, los troncos de los árboles para darse impulso, como si escalara una montaña muy escarpada. Cruzar las calles era aterrador, parecían tan anchas, con sus luces parpadeantes: rojo, rojo, ámbar, ámbar. De vez en cuando pasaba una furgoneta de ATESTADOS, un taxi vacío. Un coche de policía a toda velocidad, sin luces. No la vieron. Un sudor frío le caía por la espalda, el fuerte castañeteo de sus dientes rompía la quietud de la mañana oscura.

Llegó jadeante y mareada a la licorería Uptwon de Shattuck Avenue. Todavía no estaba abierta. Siete hombres negros, todos viejos menos un chico joven, esperaban de pie junto a la puerta. El hindú estaba sentado al otro lado del escaparate, ajeno a ellos, tomando café con parsimonia. En la acera dos hombres compartían un frasco de jarabe NyQuil para la tos. Muerte azul, eso sí se podía comprar toda la noche.

Un viejo al que llamaban Champ sonrió al verla.

– ¿Qué pasa, mujer, te has puesto mala? ¿Tan mala que te duele hasta el pelo?

Ella asintió. Se sentía exactamente así; el pelo, los ojos, los huesos.

– Anda, toma- le ofreció Champ-, cómete alguna – estaba comiendo galletitas saladas, le dio un par-. Tienes que obligarte a comer algo.

– Eh, Champ, déjame unas pocas- le reclamó al chico.

La dejaron que comprara primero. Pidió vodka y soltó un montón de monedas en el mostrador.

– Está justo – dijo.

El hombre sonrió.

– Cuéntelo, hágame el favor.

– Venga ya. Mierda – protestó el chico mientras ella contaba las monedas con las manos temblando a más no poder. Se guardó la petaca en el bolso y salió a trompicones. En la calle se agarró a un poste de teléfono, sin atreverse a cruzar.

Champ estaba bebiendo de una botella de Night Train.

– ¿Eres demasiado señora para beber en la calle?

Ella negó con la cabeza.

– Me da miedo que se me caiga la botella.

– Ven – dijo él-. Abre la boca. Necesitas un trago o te quedarás por el camino.

Le arrimó la botella a los labios y le dio un poco de vino. Ella sintió cómo le corría por dentro, cálido.

– Gracias- dijo.

Cruzó por la calle deprisa y trotó desgarbadamente por las calles de vuelta a su casa, noventa, noventa y una, contando las grietas. Era todavía de noche cuando llegó a la puerta.

Recobró el aliento. Sin encender la luz, sirvió un poco de zumo de grosellas en un vaso y un tercio de la botella. Se sentó y bebió despacio, sintiendo cómo el alcohol la reconfortaba a medida que calaba en su cuerpo. Se echó a llorar, de alivio por no haber muerto. Se sirvió otro tercio de la botella con un poco de zumo, y entre trago y trago recostaba la cabeza en la mesa.

Después de la segunda copa se sentía mejor, y fue al lavadero y metió la colada en la lavadora. Se llevó la botella al cuarto de baño. Se duchó y se peinó, se puso ropa limpia. Diez minutos más. Comprobó que la puerta estaba cerrada, se sentó el váter y se terminó el vodka. Con esos últimos tragos no solo se puso a tono, sino que se sintió ligeramente ebria.

Pasó la colada de la lavadora a la secadora. Estaba batiendo el concentrado de naranja para preparar zumo cuando Joel entró en la cocina, restregándose los ojos.

– No tengo calcetines, ni camisa.

– Hola, cariño. Toma unos cereales. Cuando termines de desayunar y ducharte, la ropa estará seca – le sirvió un vaso de zumo, y otro a Nicholas, que estaba callado en silencio junto a la puerta.

– ¿Dónde demonios has conseguido licor? –la empujó al pasar y se sirvió cereales. Trece años. Era más alto que ella.

– ¿Podrías devolverme la cartera y las llaves del coche? -le preguntó.

– La cartera sí. Te daré las llaves cuando vea que estás bien.

– Estoy bien. Mañana volveré al trabajo.

– Ya no eres capaz de dejarlo sin ir al hospital, mamá.

– Me pondré bien. Por favor, no te preocupes. Tengo todo el día para recuperarme –fue a echar un vistazo a la ropa de la secadora-. Las camisas están secas –le dijo a Joel-. A los calcetines les falta diez minutos, más o menos.

– No puedo esperar. Me los pondré mojados.

Sus hijos se fueron a buscar los libros y las mochilas, se despidieron con un beso y se marcharon. Ella se quedó en la ventana y los vio bajar la calle hacia la parada del autobús. Esperó hasta que el autobús los recogió y desapareció por Telegrah Avenue. Entonces salió, fue directa a la licorería de la esquina. Ya había abierto.

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*Tomado de: «Manual para mujeres de la limpieza». Alfaguara ediciones, 173- 176. Traducción de Eugenia Vásquez Nacarino.

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