SOMETHING MUST BE CREATED*
Llego a Belfast en sombras. Es medianoche, el taxista se detiene frente al hotel y me ayuda con la maleta sin quejarse por la lluvia que lo empapa, y sin dejar de hablar:
—Qué mala bienvenida le está dando la ciudad, lo siento mucho —me dice.— Hubiera venido en verano, este verano hizo mucho calor: ¡tuvimos veinticuatro grados!
Le sonrío al viejo conductor. Veinticuatro grados en verano, el verano más caliente que este hombre ha conocido en su ciudad. En el apartamento la calefacción está puesta y me sirvo un earl grey. Desde mi ventana del último piso puedo ver los reflejos de las luces sobre el asfalto y adivino el rostro blanco del Albert Clock, pero nada más. Hay países donde el sol es una riqueza de la que nadie se da cuenta. En mi primera noche la lluvia no se detiene. A la mañana siguiente las nubes negras siguen borrando el río Lagan. En el desayuno, Colette, una colega, se burla de mí con ese humor ácido que es muy de la capital de Irlanda del Norte: “El viejo se equivoca: esta helada bienvenida es lo único que te mereces”. Terminamos de comer y Colette me cuenta que regresó a Belfast para cuidar de su padre: “El hogar es un olor”, me dice.
Pasado el mediodía me vuelvo a encontrar con Colette, esta vez en el café ESTD para tomar una sopa espesa. Después de comer abandonamos las vitrinas empañadas para caminar bajo la lluvia hasta el Black Box, el teatro que está sobre la Hill Street. La Hill Street es la calle antigua de la ciudad: su piso está cubierto de adoquines y queda cerca de la universidad de Ulster y del edificio del Telegraph, el periódico de Belfast que fundaron en 1870. Junto al periódico está una de las más importantes bibliotecas de la ciudad, la Belfast Central Library que también nació a finales del siglo XIX. En la Hill Street queda un local construido en 1680, el edificio más viejo de la capital de Irlanda del Norte, y hay muchos bares y restaurantes, y muy cerca está la iglesia de Saint Anne, el Museo de Arte Contemporáneo y una callecita con un par de centros culturales: uno para músicos y otro con talleres infantiles. Cuando he salido del centro, en la ruta hacia la Queen’s University he visto dos iglesias convertidas en espacios artísticos, y aunque nunca pregunté, tengo la sensación que esta ciudad de 585.000 habitantes tiene más puntos de encuentro para las artes que otras ciudades más grandes.
En la puerta del teatro, Colette me presenta al propietario que nos acompaña a conocer el edificio. El dueño del Black Box es un hombre que ronda los cuarenta y cinco años, muy blanco, rubio y claramente irlandés, pero no alto. Por las películas y las pasarelas se tiene la impresión de que toda la gente rubia es alta, como si todos fueran grandes vikingos o gringos sobrealimentados, pero en Irlanda la gente tiene medidas parecidas a las de la población de muchos países latinoamericanos. En la caja negra del Black Box encontramos una reunión de personas con cabellos blancos. Me gustan sus voces: el acento irlandés de la gente mayor crea un inglés rumoroso que suena a olas en el mar y a viento en la montaña. En la sala del Black Box hay dos grandes pantallas: en una se proyecta una vieja foto de un muro en sombras frente al cual pasa una señora con su bolsa de compras. En la pared se lee un grafiti de grandes letras blancas que dice “IRA”. En la otra pantalla se ve a una mujer de unos sesentaicinco años, también canosa y gruesa, que habla en vivo a través de una videoconferencia. La mujer tiene ojos tristes, y hace un pequeño gesto con sus manos para dejar un espacio entre las palmas mientras le dice al auditorio: “Between the anger and forgiveness something must be created”.
“Entre la rabia y el perdón algo se debe crear”. Esa es la frase con la que me recibe Belfast, una capital que, como Medellín y muchas otras ciudades colombianas, pasó por décadas sombrías en las que las calles olían a pólvora. En Colombia el referendo para apoyar el tratado de paz con las FARC acaba de ser derrotado. Cuando Colette me pregunta cómo es posible que un país vote en contra de un tratado de paz, le respondo que yo tampoco lo comprendo, que todavía estoy pasmado, y le digo:
—Entiendo el dolor y las ganas de venganza: han sido más de cincuenta años con crímenes de lado y lado, pero hay otras razones para el No: algunas personas que votaron contra el tratado también lo hicieron contra la libertad religiosa y la diversidad sexual.
Colette me mira desconcertada, y yo también lo estoy, aunque los hechos muestran que mi respuesta es cierta.
—Eso suena muy Brexit —me dice.
Las guerras contemporáneas de Colombia, el “conflicto colombiano”, como se suele decir, es complejo e incluye media docena de banderas, no solo las del Estado y las FARC. Para hacer una lista rápida: en Colombia también asesinan los muchos delincuentes, los varios carteles de narcotraficantes, el ELN (otra guerrilla de izquierda) y los diferentes grupos paramilitares de derecha. Según el Centro de Monitoreo del Desplazamiento Interno, Colombia registró en 2016 un total de 7’246.000 desplazados y 340.000 refugiados, y eso apenas en las últimas décadas. Con tantos asesinos y despojadores de tierras, con tantas víctimas, son muchos los motivos para la rabia.
La historia de las FARC tampoco es suficiente para explicar el fracaso del referendo. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia se llevan la triste distinción de haber sido el grupo guerrillero más antiguo del continente americano, y aunque al momento de la firma del tratado de paz se definían como marxistas-leninistas, a diferencia de otras guerrillas no nacieron por la Guerra Fría: su raíz está en La Violencia de los años cincuentas, ese período de la historia colombiana en el que los liberales y los conservadores se masacraron en el campo, empujados por líderes políticos que al final transaron un gobierno por turnos que excluyó cualquier cambio. De esos años-sin-cuenta un par de fotografías muestran el cadáver del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán con la cabeza vendada en el hospital, y el cuerpo de su asesino desnudo, molido por la turba y arrastrado por las calles de Bogotá. Otras fotografías, muchas más, muestran a las víctimas anónimas en el campo: decenas de muertos, cabezas cortadas y empaladas, y cuerpos deformados por “corbatas”: cadáveres degollados a los que por la garganta se les sacaba la lengua para imitar una corbata. Los historiadores colombianos le dicen a ese período atroz “La Violencia”. La guerra es una sombra con muchos nombres. Los irlandeses llaman a su guerra civil The Troubles. Los Troubles duraron treinta años, pero tienen antecedentes que nacen con la fundación del Reino Unido: muchos irlandeses dicen que su isla es la primera de todas las colonias británicas. La guerra irlandesa ha sido una, como el mar, y como el mar tiene todos los tiempos y ha ido y venido con las olas: se inició en el año 1169 y tiene 850 años; empezó con la colonización británica de 1609, la Plantation of Ulster, y tiene 400; y nació durante la Primera Guerra Mundial con la Rebelión de Pascua y la brutal represión que la sofocó.
La historia de las relaciones entre Irlanda e Inglaterra está llena de enfrentamientos que buscaron o reprimieron la independencia de Irlanda. Los Troubles empezaron en 1968 y aunque nadie montó esculturas con cadáveres sobre el asfalto, las bombas y las batallas entre Huns y Taigs ensangrentaron las calles de Belfast. En una ciudad que en 1998 tenía menos de medio millón de habitantes, casi no había una familia que no llorara un muerto. En 1998 se firmó el tratado de paz, el “Acuerdo del Viernes Santo”, un tratado del que se dice que aún sigue en proceso: hay casas en las que todavía se ocultan armas y odios. Otra herencia de los Troubles es una serie de muros de varios metros de alto que continúan dividiendo los barrios protestantes de los católicos, los barrios unionistas de los separatistas. A esos muros se les llamaba oficialmente las Peace Lines, y están construidos con diferentes materiales y alturas y recorren varias decenas de kilómetros. Con los años, los muros se han venido cubriendo con grafitis que están incluidos en todos los paseos turísticos y que en muchos casos, cuando uno los mira de cerca, parecen nuevos.
En el año 2012, a raíz de las Olimpiadas en Londres, se desarrollaron las Olimpiadas Culturales, un grupo de iniciativas artísticas en la Gran Bretaña. Dentro de esas actividades tuvo lugar una invitación al artista colombiano Óscar Muñoz, que realizó una obra en la ciudad dividida. En 1994, este artista payanés que vive en Cali había realizado una instalación que mostraba a través de vidrio y fotografías aéreas lo fracturada y vulnerable que era Cali como capital del narcotráfico mundial. Ambulatorio Belfast, la obra realizada en Irlanda, está basada en los mismos materiales.
Sobre la obra de Muñoz dijo Peter Richards, el director de la Golden Thread Gallery, una de las organizaciones que lo invitó:
—A Óscar Muñoz lo conocí en el año 2004 en un viaje a Bogotá, y desde el comienzo me conquistó su trabajo: su obra hace tangible la sensación de fragilidad y desesperación de las personas que viven a la sombra de los conflictos. Cada una de sus propuestas es un resumen que examina el contexto, las experiencias y las emociones, a través de objetos que son bellos y que a la vez muestran empatía. Con Ambulatorio Belfast, por ejemplo, Óscar captura la esencia de imaginar una ciudad sin barreras.
Ambulatorio Belfast es una obra efímera. Óscar Muñoz plantó en el suelo de Belfast 130 grandes losas cubiertas por láminas de vidrio. Los módulos eran fotografías aéreas de la ciudad: fotos granulosas de tonos grises que en sus uniones carecían de continuidad: una avenida podía terminar en un baldío o al río Lagan lo podía cortar un barrio. El lote en el que se realizó la instalación estableció un encuentro entre la Flax Street y la Crumlin Road, creando una callejuela junto al muro de una fábrica victoriana, recuperando un paso que llevaba 30 años cerrado por la frontera “pacificadora”.
—¿Por qué hacer una obra como ésta? —le preguntaron a Ruth Graham, una de las organizadoras.
—Porque este trabajo confirma nuestra idea de que el arte puede cambiar la forma como la gente ve a sus comunidades. Yo pasé mucho tiempo junto a la instalación de Muñoz y escuché todo tipo de comentarios, y le puedo decir que este proyecto impulsa el debate acerca del arte, el pasado y todo tipo de barreras. Las galerías pueden ser silenciosas, como las librerías, pero con Ambulatorio Belfast hay diálogo.
Son muchos los encuentros entre Irlanda y Colombia: se sabe, por ejemplo, que en los años ochentas tres militantes del IRA viajaron a las selvas de Colombia a entrenar guerrilleros de las FARC; pero los combatientes subversivos y los carros bomba no son lo único que une a los dos pueblos, y eso Óscar Muñoz lo demuestra con su instalación. Muñoz trabaja con la memoria y el olvido: en Aliento, una de sus obras más dolorosas, presenta los rostros de desaparecidos sobre pequeños espejos de metal en los que esas caras robadas solo son visibles por el vapor del aliento. Los artistas de ambas tierras crecieron en medio de la sangre.
Todos tienen razones diferentes, pero todos son hijos de las sombras: el muro de Berlín que se construyó en 1961, el de Belfast que se inició en 1969, y el de Israel que se empezó a construir en el año 2002 en Cisjordania. En Belfast, como en cada ciudad de Colombia, como en muchas ciudades, las guerras levantan barreras y hacen de las ideas y de los edificios unas fortalezas preparadas para la muerte. La paranoia, la sensación constante de que la gente es mala y que algo malo está por ocurrir, es una construcción tan contundente como la Musgrave Police Station en Belfast, que es una pequeña fortaleza erizada de metal y cemento. Así sucede en Colombia donde hasta los pequeños centros de atención inmediata de la policía, los CAI de los barrios, han tenido paredes en concreto reforzado y vidrios blindados que opacan los viejos tarros sembrados con florecitas. El de Belfast también es un muro en parte físico y en parte espiritual. Alguna vez caminé frente a los grafitis, y me empapé lentamente mientras reconocía las historias que narraban las pinturas. Bajo la lluvia sabía lo que era vivir en el muro: yo también he conocido el temor de cruzar de un barrio a otro y de ser distinto a la mayoría, yo también he vivido con las voces que gritan que pensar diferente y decirlo es una falta de respeto. Conozco la mordaza, el duelo por los muertos, la rabia que se acumula en el silencio que te imponen los demás. Entre la rabia y el perdón algo se debe crear, es verdad.
Al día siguiente de la caminata por la Hill Street, trabajo en una oficina que tiene una amplia vista sobre el río Lagan. Desde la ventana, que es una pared completa, puedo ver el río que serpentea por la ciudad, y al que en algunos puntos atraviesan los puentes. Frente a un cielo gris y a una cinta gris que refleja las nubes oscuras, los colores los pone la imaginación: veo los botes que recorrieron el río en el pasado, y al Titanic y a otros barcos que construyó la Harland & Wolff. Entre esas imágenes, mi trabajo y la lluvia golpeteando contra el vidrio, el tiempo pasa muy rápido y es hora de volver con Colette al Black Box, a las oficinas del Outburst Queer Arts Festival.
Encuentro a Colette en la entrada del British Council, donde habla con Jean-Ulrick Désert, un invitado que acaba de llegar de Berlín. Jud es un hombre negro y delgado, de barba canosa, que mira todo con ojos muy atentos, casi afilados, pero que al hablar lo hace con serenidad y voz profunda, con frases que dan amplios preámbulos como si fuera el maestro de una religión antigua. Jud es haitiano y cuando era niño, él y su familia escaparon a Nueva York para salvarse de la muerte con que la dictadura de François Duvalier arrasaba la isla. Jean-Ulrick Désert se graduó de Arquitectura pero dedica su vida a las artes conceptuales y visuales, y aunque creció y estudió en Nueva York, vive en Berlín, en el barrio donde hay más artistas por metro cuadrado de todo el mundo: Kreuzberg. En la Golden Thread Gallery de Belfast, Jud va a componer la instalación Neque Mittatis Margaritas Vestras Ante Porcos (Do Not Cast Pearls Before Swine), una obra que hace parte de la exposición de artistas antillanos, “Caribbean Queer Visualities”, uno de los eventos con los que el British Council apoya al Outburst Queer Arts Festival.
Tomamos un taxi: desde su ventana y bajo la lluvia, Belfast es gótico. Colette tiene que llevar una caja a Ruth McCarthy, la fundadora del Outburst Queer Arts Festival. Este año el festival celebra su primera década y cuando entramos a las oficinas en el segundo piso del Black Box, descubrimos que su directora es la mujer más ocupada de Irlanda. Ruth McCarthy recibe la caja, y mientras habla con Colette encuentro a la directora de teatro Natalia Mello y a la actriz Renata Carvalho. Natalia, una artista argentina que vive en Brasil y que tiene muchos talentos, está en Belfast para presentar The Gospel According to Jesus, Queen of Heaven, un monólogo en el que Jesús es una mujer transgénero. La obra la escribió la inglesa Jo Clifford, una dramaturga que también es trans. Esta es la primera vez que Jesus, Queen of Heaven, o mejor: O Evangelho Segundo Jesus, Rainha Do Céu, se presenta en portugués o en cualquier idioma diferente al inglés. Renata es brasileña y es la protagonista de la versión americana de «Jesus, Queen of Heaven». Renata es bella y muy delgada, es una mujer trans que nació en la ciudad de Santos, en el estado de São Paulo. Renata es actriz, maquilladora y directora de teatro, y es una activista queer que trabaja con travestis y transexuales que se prostituyen, y que lucha por la igualdad de derechos para las personas transgénero.
—La palabra que más se busca en Google en mi país es “Transexual”, pero los trans brasileños somos invisibles, somos una población rechazada, estigmatizada. Brasil se lleva el primer puesto del mundo en homicidios a personas trans.
Natalia agrega:
—En Brasil las transgénero no se mueren, las matan: el homicidio es la primera causa de muerte; la segunda es el suicidio.
Por Renata me entero de que en Brasil no hay políticas públicas que defiendan los derechos de las personas transgénero, que los colegios públicos no las reciben y que no consiguen trabajo:
—La prostitución es el único lugar que nos acepta.
Cuando los padres de Renata supieron quién era, la echaron de casa y perdió todo contacto con ellos.
—Por un tiempo yo también me tuve que prostituir para sobrevivir —dice—, pero me di cuenta de que no tenía talento para ese trabajo… Mi hogar está en el teatro.
A pesar de lo que Natalia y Renata me cuentan, esa frase final me hace sonreír. A mitad de cientos de horas de viaje, rodeados de un equipo de producción que no para y de un festival de las artes que está en marcha, a todos nos envuelve un ambiente de hogar, somos una familia que habla varios idiomas y que quiere aprovechar cada pequeño encuentro.
—Podríamos comer más tarde, nosotras cocinamos —propone Natalia.
Cuando Natalia y Renata se marchan, Ruth McCarthy concluye su pequeña reunión con Colette y me pide excusas por no haberme saludado:
—Luego podremos conocernos y hablar apropiadamente.
—¿Y qué es eso de hablar “apropiadamente”? —le pregunto, con lo cual la hago reír.
—Es verdad, es verdad —me responde y trata de dejar el afán. Nos ofrece un té. Nos sentamos en un rincón de la pequeña oficina que está llena de cajas con programas, bolsas y camisetas, y que tiene las paredes cubiertas por cuadros de producción. Colette recorre los cuadros desde su silla y dice:
—Este año el festival está gigante, Ruth. ¿No has pensado llevártelo a Londres?
Ese es el tipo de frases con las que sale Colette de vez en cuando, frases de las que uno no sabe si son parte del humor de Belfast o si son en serio. Yo me tomo un trago largo de té y veo a Ruth enrojecer. Ruth tiene mejillas amigables, una cara redonda que enmarca su pelo negro, y aunque en conjunto su rostro tiene un airecillo a porcelana navideña, la pregunta la hace cambiar de tono:
—De ninguna manera, y no eres la primera persona que lo sugiere. Te voy a responder lo que le digo a todos: soy una activista queer y una activista cultural. Puede que el Sinn Féin sea un partido progresista, pero aquí sigue habiendo homofobia y hay muchas personas religiosas que piensan que nosotros somos una abominación, y es por eso, precisamente, que este festival y las artes son necesarias en Belfast.
El Outburst Queer Arts Festival nació en el año 2007 por muchos motivos, y uno de ellos fue un grupo de ciudadanos y políticos que no estaban lastrados por los conflictos religiosos que impulsaron la guerra. El primer encuentro fue una pequeña exposición de pinturas y fotografías hechas por la comunidad queer de Belfast. Ese evento se llamó “From Little Acorns”, y como su nombre anunciaba fue la semilla de algo más grande:
—Nuestro festival es un espacio para las artes, pero también es un espacio para el cambio político —me explica Ruth—. La visión general del Outburst es simple: somos una plataforma para el desarrollo de nuevos artistas locales e internacionales. Este año tenemos a John Waters, por ejemplo, pero también a otra gente valiente que se conoce mucho menos. El Outburst es un festival donde todos son bienvenidos.
Y es verdad que el Outburst es diverso: hojeo la programación y encuentro literatura, artes plásticas, talleres de vlogging, teatro, cabaret, cine y obras transmedia. Hay un evento con el cineasta estadounidense John Waters y hay cine del coreano Chan-Wook Park, pero también hay artistas locales, y jóvenes poetas y fotógrafos de las Antillas, y muchos nombres que jamás había escuchado.
—Queremos que el Outburst arrope a la gente queer. Para nosotros la palabra “Hogar” es muy importante, y al mismo tiempo nuestras experiencias frente a qué es el hogar son muy distintas y plantean desafíos. A veces lo único que los queer tenemos en común es que hemos tenido que salir de casa para encontrar un hogar, un lugar donde podamos ser nosotros mismos. En Belfast todavía luchamos para tener casas de acogida para la comunidad LGBTI, por ejemplo, y trabajamos por la igualdad legislativa en torno al matrimonio y a la adopción, y a nuestros propios cuerpos y a las identidades de género.
A primera vista Ruth McCarthy parece una mujer tranquila, pero en realidad es una apasionada: solo necesita un poquito de impulso para embestir con un discurso lleno de énfasis y propuestas. Mientras la oigo hablar, entiendo por qué el festival pasó de nombrarse como una semilla a llamarse “Outburst”. No sé si Colette bromeaba cuando le propuso a Ruth un traslado del festival a Londres, pero la respuesta me gustó. En Colombia, en el año 2001, también creamos un encuentro queer: el Ciclo Rosa. En el primer año, el Ciclo fue una retrospectiva de las películas del alemán Rosa von Praunheim en la Cinemateca de Bogotá y otros espacios, junto con unas conferencias organizadas por el Instituto Pensar de la Universidad Javeriana, todo eso en trabajo conjunto con el Instituto Goethe y con Folco Näther, su director de entonces, quien fue la persona que propuso la creación del Ciclo. Tras quince años de trabajo, el Ciclo Rosa ha incluido un cine cada vez más diverso y encuentros con invitados internacionales que contribuyen a desarrollar instrumentos de apoyo a la comunidad LGBTI. Pero mucho más allá del cambio normativo o del descubrimiento de nuevas estéticas, lo que se ha logrado dentro de un país en guerra es la creación de espacios para valorar la diferencia.
Son muchos los encuentros en el Outburst Queer Arts Festival, y entre ellos el de un filme que me gusta mucho: Paper Thin, de la francesa Nataly Lebouleux. Este cortometraje es una delicada animación hecha con la técnica del stop motion, en una pequeña obra de arte que aborda el terrible tema de las “curas de la homosexualidad”, de las intervenciones médicas que también son intervenciones sociales y religiosas. Tras la proyección del filme hay una charla de la realizadora y del teólogo y poeta Pádraig Ó Tuama, un hombre que sufrió “curas” religiosas y hospitalarias a causa del “demonio de la homosexualidad” que lleva dentro. En medio de sus muchos relatos y cifras, e historias que de tan absurdas a veces dan risa, Pádraig dice:
—La orientación sexual no es solo una cuestión de erotismo, es también, y sobre todo, una manera de ver el mundo. Es por eso que lo verdaderamente abominable, lo verdaderamente atroz, es el intento de imponer un orden que algunas familias, médicos e iglesias hacen. Esas intervenciones fragmentan a la persona, destruyen su manera única de estar en el mundo y en medio de esas ruinas solo dejan rabia.
La rabia es lo que queda en las ruinas de una persona que no puede ser ella misma, la rabia es la impotencia de la semilla atrapada en el cemento, es verdad, pero en Belfast veo algo de luz; en esta ciudad herida, tras el acuerdo de paz, muchas cosas están cambiando: ha surgido el respeto a todo tipo de diversidad, hay otra manera de construir edificios y han nacido nuevas economías. En el posconflicto, las artes y las industrias creativas han empezado a ser una parte importante de la ciudad y sus ingresos. Entre esas industrias, el cine es una que hace un aporte visible al producto interno de la región gracias a los Titanic Studios y a otras empresas que venden servicios audiovisuales a proyectos como las series The Fall y Game of Thrones.
El domingo por fin sale el sol y no tengo que trabajar, así que decido visitar los Titanic Studios, que están entre los estudios más grandes del Reino Unido: 33.500 metros cuadrados. En Internet se anuncian paseos turísticos para conocerlos y para recorrer las locaciones de Game of Thrones, pero lo que yo quiero es caminar. Me levanto temprano y doy una vuelta por las callejuelas que acompañan la Hill Street, y luego voy hasta la ribera del río. Me gustan las voces de las gaviotas que me hacen sentir que no estoy. Sigo el río hacia el norte y me desvío para ir al viejo mercado, el mercado de St. George, que solo abre por completo los domingos. Dentro del mercado se puede encontrar música en vivo y todo tipo de ventas: desde chucherías del mundo, pasando por alimentos orgánicos y artesanías locales, hasta comida típica de distintas naciones. Me gusta el ambiente del mercado, donde como algo y me tomo una saludable Guinness antes de continuar con mi ejercicio dominical. Desde el mercado regreso hasta la Donegall Quay, a la escultura que todos llaman «Bigfish», y que efectivamente y sin que quepa la menor duda es un pez grandote, de unos ocho metros de largo por tres de alto. Ya conocía esa escultura a la que cubren lozas y baldosines: una vez pasé varias veces a su lado en una noche en la que buscaba comida de mar. Aquella vez no me fue bien: solo encontré los mismos fish and chips y el mismo chowder de pescado que se puede comer en el resto de la Gran Bretaña. Hay algo irónico en ese pez que decora una ciudad que se ha alejado del mar. Cruzo el río en el puente del pez y camino por varios kilómetros hacia el norte para pasar frente al SS Nomadic, uno de los transbordadores del Titanic, y frente al museo que recuerda a ese transatlántico, a su tragedia y a los astilleros que Belfast ya no posee. El museo del Titanic es otro emprendimiento cultural del posconflicto, y produce abundantes flujos de turistas y recursos para la ciudad. El museo lo diseñó un arquitecto de Texas y el edificio de proas metálicas refulge al sol con el mismo vanidoso oropel que deben haber tenido los propietarios del transatlántico.
En el café del museo pregunto por una Guinness pero resulta que el sitio no las sirve. Increíble. Desde el aeropuerto de Heathrow pasando por el John Hewitt, hasta el Sunflower Public House, otra de las sedes del Outburst Queer Arts Festival, en cada bar al que entro me tomo una Guinness, y siempre hay alguien que me relata la historia de la fábrica, y que me dice que la Guinness es una cerveza que viaja mal porque en ningún lugar sabe tan sabroso como en Irlanda, frase con la que yo siempre estoy de acuerdo. En el Sunflower, mientras un trío tocaba música tradicional irlandesa con un violín, una guitarra y una pequeña flauta, alguien me contó que existe una Guinness que se hace específicamente para un par de países del África subsahariana, y que esas cervezas son un poco más espesas y dulces. Yo imagino que esas Guinness africanas serán como las empalagosas maltas que toman los niños en los colegios de Colombia y Venezuela.
Dejo atrás las metálicas proas del museo y sigo andando hacia los estudios. También espero encontrar las grandes grúas gemelas, la Sansón y Goliat, los marcos amarillos de Harland & Wolff que se han convertido en otro de los símbolos paradójicos de Belfast. Es en esta parte de la ciudad donde antes estaban los talleres Arrol Gantry, y donde ahora quedan los Titanic Quarter y los estudios, una zona de espacios amplios y solitarios que atraviesa la Queens Road. Camino por la Queens Road, y cuando ya se pueden ver los grandes hangares de los estudios, encuentro el que parece ser el único sitio donde se puede comer en la zona: un pequeño restaurante que se llama Cast and Crew. Entro al local para pedir una Guinness con un wrap. El sitio está lleno: adentro hay personas de distintos oficios y acentos, que hacen una pausa en la jornada. Seguramente todos trabajan para los estudios y por sus manos deben pasar las imágenes que andan rotando de pantalla en pantalla por todos los países del mundo.
De regreso al apartamento me encuentro en la Hill Street con el dueño del Black Box que me saluda como a un viejo conocido y me felicita por el día soleado. El hombre me habla de su mujer gringa y de los durísimos inviernos que debe soportar con los suegros en las navidades:
—Cada nevada en Wisconsin deja un par de metros de nieve —me dice, y hace un gesto con la mano—… En esos días extraño mucho a Belfast.
Tengo la sensación de que esa frase no se refiere solo a la nieve, pero no me parece prudente preguntar. Es verdad que a pesar del frío hay algo luminoso en Belfast: un resurgir de entre las sombras, la construcción de un pensamiento que nos incluye a todos, con diferentes religiones y discursos políticos, con diferentes formas de arte y diferentes sexualidades. Tal vez sí hay esperanzas, tal vez en las guerras sí se pueda aprender algo de humanidad.
Tras describir la nieve de Wisconsin y las conversaciones con los vecinos de sus suegros, el patrón del Black Box pasa a la vida en el trópico: me cuenta que estuvo un tiempo en Ecuador, en una misión humanitaria hace un par de décadas, y me dice lo mucho que lamenta no hablar español ni haber regresado, y que nuestra América le parece lejana, bella y extraña, con tantas frutas que nunca ha vuelto a ver y tantos aromas y colores. Yo le doy la razón: la América ecuatorial está llena de frutas que son de las pocas cosas que realmente extraño. Junto a mi apartamento en Belfast hay una bodega de una distribuidora de vegetales que visité en los primeros días con alguna ilusión, pero solo tenían la misma oferta de los mercados y los hoteles: frutas enlatadas, naranjas, manzanas y bananos un poco verdes. El dueño de la caja negra y yo pasamos una hora hablando en la acera, y al marchar me fui pensando: “Cuando a uno lo reconocen en la calle ya es hora de cambiar de ciudad”.
Despierto en Belfast antes de que amanezca y escucho las gotas de agua golpeando en las ventanas. Abro los ojos con una sensación desagradable: siento vacío y culpa, y me siento indefenso. No sé por qué. Anoche, después del paseo y otra reunión con la gente del festival, estuve comiendo en una pizzería con Renata Carvalho y con Jean-Ulrick Désert. Otra vez caía una lluvia constante y oscura, así que entramos por la puerta del primer restaurante que encontramos. La decoración de la pizzería tenía algo frío y ostentoso, como de centro comercial. Los tres estábamos empapados y todos nos miraron al entrar: Renata y Jud, además, son de piel oscura y se destacan en esta ciudad de menos de un millón de habitantes donde todos son blanquísimos. No teníamos mucho dinero así que pedimos una jarra de agua, y una primera pizza personal que compartimos, y luego otra más que resultó ser intolerablemente picante, insoportable e incomible. La blanca mesera nos explicó que había sido nuestro error: que la “Pizza Pollo Forza” era exactamente eso: una pizza muy picante. El artista haitiano, un hombre sabio que esa noche llevaba puesto un kilt gris, una pequeña falda, miró a la mesera y le preguntó si había algo con lo que se pudiera rebajar el picante de la pizza, a lo que la mujer respondió:
— Claro, con un vaso de leche.
El artista gay y la mujer trans sonrieron, pero yo no. Él preguntó si debíamos echar la leche sobre la pizza, pero al final fue muy amable y pidió disculpas por la confusión. Los tres seguimos hablando, pero yo estaba ausente, preguntándome si el cuento de la pizza era verdad o si era la respuesta del restaurante a nuestros colores, a nuestra sexualidad, a nuestros acentos. Hoy desperté y Donald Trump había ganado la presidencia de los Estados Unidos.
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*Por: Julián David Correa. Publicado en su libro «Veinte viajes» Ed. Sílaba. Medellín, 2019.
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