Cartagena: Hijos del Caribe y del Egeo

HIJOS DEL CARIBE Y DEL EGEO

 

Me despertó el teléfono. Me había sacudido primero el reloj y el timbre del celular, pero había querido ignorarlo todo y había logrado continuar durmiendo. La voz de esa mujer madura, dulce, maternal, había reinstalado bajo mis párpados toda la mierda de las semanas anteriores.

Preguntó por Annya.

Yo hice una pausa y le dije dónde creía que podía encontrarla.

No pude dormir de nuevo. Estaba a mitad de la mañana del sábado y ya había perdido un vuelo y una cita. Me bañé a disgusto, tratando de dar apariencia de voluntad a la cadena de actos a que me obligaba la vida.

Mientras me afeitaba sonó de nuevo el teléfono y otra vez escuché la voz de Lucía. Le confirmé el número del apartamento del nuevo amigo de Annya y al terminar me preguntó:

– ¿Cómo está mi niña?

Mi silencio esta vez fue más largo.

– Hace una semana que no hablo con ella -confesé.

Nos despedimos y la señora, discreta como siempre, nada añadió ni preguntó.

Tanta discreción en Lucía y tan poca en Annya.

Mientras preparaba un té y acompañaba las aspirinas con un vaso de agua, estuve imaginando todas las combinaciones posibles para esa conversación: Lucía regañándome por haber dejado ir a su hija, sin dinero, en una ciudad de nueve millones de habitantes. Lucía preocupada, preguntándome si algo podía hacer para que un «partidazo» como yo volviera a vivir con la «niña»… Lucía tratando de excusar a su hija y de entender por qué nos habíamos separado. Imaginaba cosas que ella núnca diría, pero esas fantasías me hacía sentir un poco mejor y entre todos esos diálogos creaba, con especial placer, una decena de respuestas atroces, a las que terminaba por convertir (más por consideración a la madre, que por cariño a la perra) en una única frase: «Usted es una señora que respeto y no merece que le diga lo que pienso de su hija».

En la tarde de ese sábado tuve que empacar mi cámara, cumplir con mi compromiso y viajar a Cartagena. Sólo unos minutos después que el avión aterrizara en la pequeña pista que termina en el mar, la Cartagena de los negros acosadores de turistas y las señoras clasistas me atacó de nuevo. El océano sucio y ruidoso estaba por doquier. Las viejas casadas, de uñas pintarrajeadas y tacones dorados no dejaban de buscar miradas, sintiéndose las más deseables y brillantes. Eran Annyas envejecidas. En la ciudad, después de descargar la maleta en el hotel, recorrí el camino que lleva al Claustro de San Francisco desde la Torre del reloj, pasando por el Muelle de los Pegasos, un par de cuadras que son el camino al infierno: en el día el sol golpea como una plancha en esos doscientos metros sin sombra y en la noche las sillas están ocupadas por los vitteloni de puerto, por los vagos y obreros en descanso que acechan el paso de las mujeres para lamerles el culo con frases de una grosera piropería. Con el guayabo retumbando en mi cabeza y la cámara cruzada sobre mi torso, hice ese camino temiendo que algún muchacho fuera un ladrón antojado de mi herramienta de trabajo. Nada sucedió y ante el Cine Colón me encontré con el transporte: un bus tan destartalado, sucio y lleno de óxido que parecía sacado del fondo de la bahía. Llegue a la cita a la hora límite. Dentro del bus, la mugre y las colillas demostraban lo lejos que estaba el día en que la última gota de agua había escurrido de esas latas. La gente del Ministerio de Cultura estaba a bordo, y entre ellos Rocío, una señora carnosa y de ojos tristes, que tenía todo el estilo de haber pertenecido a las juventudes comunistas y de arrepentirse cada día de seguir con vida. Rocío me presentó al director de la compañía de danza y éste a sus bailarinas, a quienes saludé brevemente. El bus empezó su viaje, alejándose de la historia gloriosa y buscando el barrio Nelson Mandela, otro producto de la historia reciente: el más grande asentamiento de desplazados por la violencia en Colombia.

Mientras la Cartagena turística iba quedando atrás, yo empecé a ver a las jóvenes bailarinas: una griega que parecía un sol moreno, una japonesa de rostro plano y una colombiana bastante tímida. La griega era una mujer magníficamente bella, pero como yo de griego nunca he sabido y no estaba en un día como para hacer esfuerzos lingüísticos, me quedé en mi silla, tragando polvo y ocultándome de la luz tras mis lentes oscuros. La griega era blanca, con un cabello negro y rizado y unos inmensos ojos oscuros. En eso se parecía a Annya, aunque la griega era un mujer realmente bella, bellísima. Annya, en cambio, era una muchacha bajita y bastante ordinaria, que sólo tenía como atributo el estar convencida de su belleza. Tan convencida estaba que a mí mismo había llegado a parecerme bonita. Que estúpido. Afirmar que el amor es ciego es estimar en mucho la lucidez de quien ama.

El paso del bus por el mercado de Basurto añadió al calor, al polvo y la suciedad, una fetidez igualable sólo por la que desprende un grupo de cadáveres.

Uno de los periodistas se acercó a ponerme conversación:

– La semana pasada compré su libro sobre la masacre de Segovia. Es estremecedor: las fotografías, todas, son de una composición tan precisa que…

Mientras el tipo hablaba yo me bogué otra botella de agua. Seguramente era marica y después de su perorata iba a invitarme a un martini en la plaza de Santo Domingo o a una culiada en su hotel.

– Me alegra que a la gente le haya impresionado el libro y que ese crimen no se olvide -dije por pura cortesía, a lo que el tipo sonrío y añadió:

– Yo, hace tiempo que dejé la fotografía, pero he traído un álbum con algunos trabajitos que me gustaría mostrarle… ¿En qué hotel te quedas?

No sé porqué nunca se me ocurrió aprender a hablar griego.

Los cincuenta mil pobladores del barrio Nelson Mandela habitan en casitas irregulares que se apeñuscan en las colinas de la zona. Los tugurios han sido levantados con cuanto material existe capaz de contener el agua: desde el cemento y el zinc, hasta el plástico, los cartones y las tablas que quedan de los guacales en el puerto. El evento de ese día, capaz de sacarme a mí de la cama y de atraer a un Viceministro, era un suceso simple y bastante más modesto de lo que en un país civilizado podría imaginarse: la inauguración del Toldo de la Cultura. El Toldo de la Cultura era, efectivamente, un toldo. El barrio Nelson Mandela se asienta, por un lado, sobre un cementerio de deshechos tóxicos japoneses, en uno de sus ángulos comparte frontera con un basurero y otro de sus flancos está limitado por unas gigantescas torres de energía, con un campo capaz de voltear a un feto en su útero. Siguiendo el más insignificante precepto de humanidad, el barrio no debería existir y de hecho no existe en ninguno de los mapas de Cartagena. Ni el Ministerio de Salud ni el de Educación pueden avalar la existencia de esas pobres casas con una obra mayor, ni el alcalde está dispuesto a visitarlos, ni hay presidente capaz de reubicar a cincuenta mil seres en alguna otra parte de la nación, así que el Ministerio de Cultura ha sido el único interesado en hacer algo que contribuya a darle dignidad a esa gente. El Toldo es una placa de cemento muy bien hecha en la que se clavan seis postes que sostienen una carpa angulosa ante unas tribunas levantadas con tablas. Ese es el escenario que en las tardes será espacio de toda manifestación artística y en la noche ha empezado a ser el lugar en donde se gestan amistades y bebés.

La llegada del bus al barrio fue recibida por el correteo de decenas de niños negros. No en vano el lugar se llama Nelson Mandela. El Viceministro me recibió con su tímida cortesía y yo tomé asiento a su lado, en el «Palco de honor», más por refrescarme que porque pensara quedarme allí. Las tribunas al sol estaban llenas de mujeres con sus hijos y de jóvenes curiosas. Alrededor del Toldo se agrupaban los ancianos, los jóvenes machos adultos (orgullosos, distantes e incrédulos, como conviene a los ritos de nuestra especie) y junto a ellos en cada rincón posible se amontonaban más niños y más madres. Mientras un negro con voz de locutor deportivo saludaba a los asistentes y Rocío afanaba su mirada tratando de asegurarse que todo estaba bien, las bailarinas desaparecieron en una casa. Yo hice mis primeras fotos con la gente que nos rodeaba: las mujeres y sus bebés en las tribunas, tras las barandas que las cercaban, un anciano de cabello gris y bastón, junto a un negro inmenso, con cola de caballo y lentes oscuros. Tomé también una foto de Rocío: su rostro mientras hablaba, sudoroso, enrojecido, con ojos lientos que reflejaban una emoción profunda. Quise tomar la imagen de una muchacha sensual que se abrazaba a un joven rapero y en ese momento, para desgracia mía, recordé a la perra. Pensé que este tipo no sabía lo que le esperaba. De pronto los despectivos machos me parecieron bellos y sanos y consideré que era lógico tratar de preservarse tras cualquier coraza posible: el despotismo, la promiscuidad, el cinismo. ¿Qué sentido tiene abrirse a una mujer y entregarle por completo el deseo y la ternura? Ningún sentido, desnudarse es exponer la carne al dolor.

Ese fue el final de mis fotos.

Regresé junto al Viceministro, que encendía otro Pielroja. El funcionario me ofreció uno de sus cigarrillos y yo acepté el pitillo de tabaco negro, sin pensar en la sed. En el «palco», las sillas desocupadas (se había esperado inútilmente al alcalde y su comitiva) se fueron llenando con gajos de muchachitos mugrosos y bulliciosos, a los que las madres no sabían contener por respeto a los tipos importantes que habíamos llegado de Bogotá.

Rocío, con voz que mostraba su cansancio de años y una nueva alegría, hizo un muy pequeño discurso en donde valoraba la labor de la comunidad y su capacidad para rehacer la vida de una manera digna. Bonita la Rocío. Mientras ella hablaba yo miraba alrededor y me preguntaba si con esas frases buscaba sembrar esperanzas en la gente o si era ella quien necesitaba desesperadamente una fe extraviada. ¿Quiénes iban a hacer digna esa vida entre motivos de muerte? ¿Ancianos que difícilmente pueden con el espanto? ¿Los jóvenes promiscuos y despreciados por el futuro? ¿Las madres: las lavanderas y sirvientas, las mujeres azotadas y analfabetas?… ¿Podrían lograrlo los hombres? No, poco puede esperarse de los hombres que han crecido en los caseríos miserables de Colombia. Patéticos héroes de una causa perdida quería levantar Rocío con su arenga.

El cigarrillo me secó la garganta y busqué alrededor. Una mujer flaca se acercó y me preguntó si quería beber algo.

– Una botellita de agua me salvaría la vida -le dije y la señora sonrío.

Pero mi vida estaba perdida.

Annya tomó mi vida cuando la salvó en Cali.

Terapia se llama el baile que ahora hacen los adolescentes del barrio: muchachas de vestidos coloridos, toscamente sensuales, percusión hecha con instrumentos sacados del deshecho y cantos rítmicos que hablan de su barrio y del respeto.

Trato de hacer otra foto pero sólo veo pequeñas tetas que se agitan buscando un hombre. ¿Por qué dijo que no quería más tipos en su vida, que sólo quería estar conmigo? ¿Por qué me suplicó tantas veces que abandonara la coraza y me entregara?… ¿Por qué le creí? Nada puede salvarse de un mundo hecho de muertos diarios y en donde nadie puede escapar de la mentira, donde el amor es una excusa para escarbar entre piernas ajenas y la admiración del amante es una bisutería con la que se engalanan las perras.

Las mujeres son lolitas que sólo se aferran a un macho cuando les llega el día de ser madres.

El Viceministro me mira y dice que le complace lo que han hecho los jóvenes. Rocío se pone ante el micrófono e invita al director de la compañía de danza a presentar el siguiente trabajo, que protagoniza Panayota, la bailarina griega.

Panayota lleva un corto vestido negro que se adhiere a la piel. Está inmóvil, descalza. Sus piernas son perfectas. La música empieza a atravesar el espacio, una música que nunca había escuchado. Panayota sigue inmóvil pero de pronto se adelanta con un único paso e inicia un lento giro, un giro eterno, de cosmos. En el más pobre de los barrios miserables de nuestro continente, danza Panayota, hija de Atenas. Panayota levanta sus brazos, su cuerpo se agita con pequeños estremecimientos al bataqueo de la percusión. Panayota señala al cielo y ondula. Cae al piso. Permanece inmóvil. Su perfección ha muerto. De golpe se levanta e inicia el recorrido de la tormenta. La piel de Panayota está indefensa sobre el cemento áspero. Su cuerpo se ha cubierto de polvo y sus piernas son la rosa de los vientos. Quiero la eternidad de su belleza pero mis ojos han perdido foco y las lágrimas se contienen en la triste carne de mi oficio. Panayota se detiene, se arrodilla ante un pequeño plato oscuro. Sus manos toman unas tijeras que son plata entre sus dedos. La joven griega se acaricia el cabello con gesto de muerte antigua y toma un rizo, el más pequeño, que corta y coloca en la vasija. Panayota, arrodillada, mira al sol y ofrenda su rizo a la brisa por la brisa de sus labios.

El regreso a Cartagena se da con el atardecer del trópico: rubores luminosos bajo los que se encienden las luces de la muralla y la ciudad antigua. Miro el mar, que es azul, infinito y de una eterna belleza.

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*Por: Julián David Correa. Publicado en su libro

«Veinte viajes» Ed. Sílaba. Medellín, 2019.

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