TIMANDO EN ESPAÑOL:
EL CINÉFILO LATINO COMO INCAUTO
Por: Deivis Cortés[1]
El cine denominado de “grifters” es un subgénero heredero de la tradición criminal; centrado, particularmente, en uno o varios ampones de bajo nivel que se dedican principalmente a la estafa y al engaño; operan en el bajo mundo haciendo alarde de habilidades que rayan en la prestidigitación, tanto manual como verbal. El grifter, en este sentido, comienza siendo más un personaje que un género; un carácter peculiar dentro del variopinto universo de criminales que pueblan tanto el cine policiaco y derivados (negro, thriller, gangsteril, carcelario, etc.), como películas de otros géneros no confesamente criminales y que tienden a registros cómicos. Así, el primer ejemplo de un estafador como personaje se rastrea en la película de Jules Dassin Night and the city (1950) donde el buscavidas[2] Harry Fabian (Richard Widmark), aliado con el personal de servicio de un establecimiento cercano al aeropuerto (portero y barman), finge ser un empresario acaudalado para simpatizar con los clientes extranjeros y encaminarlos a hoteles específicos de la zona. Situación que evidencia el carácter del personaje y su condición de estafador, pero que no es explotada en el resto del filme para dar paso al verdadero núcleo del mismo (una trama centrada en los negocios ilegales alrededor de la lucha greco romana). Un mecanismo similar es empleado en la película de Peter Bogdanovich Paper Moon (1973). Moses Pray (Ryan O´Neal) es un estafador que para sobrevivir en plena depresión americana, engaña a mujeres recién enviudadas vendiéndoles biblias a precios exorbitantes. Una vez más, la cuestión de la estafa es solo un pretexto, en este caso particular, concebido para codificar al personaje ante los ojos de su hija y para entretejer una serie de relaciones entre ambos; tanto así, que cuando el espectador tiene establecida la relación de los dos protagonistas como un estado de cosas natural, el elemento “estafa” prácticamente desaparece del plot. Es sólo desde The sting (George Roy Hill, 1973), realizada curiosamente el mismo año, donde la estafa se apodera por completo de la trama dejando de lado otras narrativas también presentes y de mayor trayectoria y calado. Ambientada en los años 30s, dos tipos son estafadores que realizan pequeños timos callejeros. El conflicto se desencadena cuando, sin saberlo, timan a un mensajero de la mafia, y el gran capo, en venganza, ordena el asesinato a uno de los timadores. El joven timador sobreviviente deberá buscar a un nuevo maestro (caído en desgracia por el alcohol) quien le ayudará a conformar un equipo de trabajo para organizar una macroestafa que sirva como golpe de venganza frente al gangster y como prueba de valor y regreso del veterano caído en desgracia. Como se ve en esta breve sinopsis (para quien no conozca el filme, por demás bastante popular y difundido) el género gangsteril, a pesar de su tradición, peso y atractivo, pasa a ser solo el telón de fondo para una trama sustentada principalmente en la estafa, representada en varios niveles que forman una progresión que en adelante codificará al incipiente subgénero: 1. Estafas menores que son mostradas como hechos cotidianos (sin develar su condición de engaño) para luego enseñarnos el truco a través de sus efectos 2. Estafas de mayor calado donde se nos muestra parte de su preparación y posterior ejecución y 3. Macroestafa, construida durante la segunda mitad del filme, con cantidad variada de personal, con varias facetas internas y altas y bajas dramáticas. Esta última fase evidencia, de manera directa y cabal, uno de los elementos más interesantes del cine de estafadores: la estafa como metáfora del que hacer cinematográfico; lo que hace a este tipo de narración, de alguna manera autoconsciente, autorreferencial y en esa misma medida, de marcada preferencia para cinéfilos y realizadores que captan claves que el espectador medio deja pasar.
Así pues, si Night on the city marca el inicio del estafador como personaje, The sting de la estafa como marca característica de un subgénero incipiente, David Mamet, dará el siguiente paso al constituirse como el primer autor especialista en la estafa y el timo. En efecto, el dramaturgo norteamericano se inicia como guionista de varios productos importantes anclados en revisiones del género criminal en diferentes registros (Los intocables, El cartero siempre llama dos veces) antes de dar el paso definitivo hacia la realización con House of Games (1987), película canónica en el subgénero grifter. Margaret Ford (Lindsay Crouse), es una psiquiatra de renombre a quien el caso particular de un jugador compulsivo la llevará a la “Casa de juegos”, un establecimiento de apuestas y ocio donde conoce a Mike (Joe Mantegna), un diestro estafador del que se enamora. Tras seguir una noche a Mike y aprender algunos trucos y estafas menores; se ve involucrada, en calidad de cómplice, en un montaje mayor del que sale mal librada: despojada de una considerable suma de dinero y creyendo haber asesinado, por accidente, a un policía. Al final de la película, se da cuenta que tanto su paciente (jugador compulsivo) como el propio policía y todas las personas que conoció en el trayecto, hacían parte de un macromontaje planeado por Mike para estafarla. Como se puede ver, varios de los elementos instaurados en The sting prevalecen en términos generales; siendo entonces el aporte de Mamet la tendencia especialmente enfática por resaltar el poder y peligro de la mentira y el alarde (bluffing) como herramientas de trabajo imprescindibles del estafador. Tanto en los timadores explícitos de House of games, como en sus versiones “legalizadas” de películas posteriores (los vendedores de finca raíz de Glengarry Glen Ross, el asesor presidencial y el productor de Hollywood en Wag the dog) la mentira suele volverse contra el propio ejecutor, provocando el desarme de un engaño que hasta el momento parecía no tener fisuras.
Precisamente, se trata de un subgénero impuro y no del todo delimitado y que permite varias confusiones dado lo mutable e intercambiable de sus componentes. Con el éxito del vehículo de lucimiento para el Rat Pack que es Ocean´s Eleven (Lewis Milestone, 1960), y sus correspondientes remakes y secuelas contemporáneos, se ha instaurado una mutación de género que mezcla la conformación de equipo que ya contenía cierto rasgo del gangsteril-negro (La jungla de asfalto, Rififi, The Killing) con el glamour plástico propio de escenarios cercanos a Las Vegas, Reno y demás territorios de juego. El título en español de algunas de estas películas (La gran estafa, La nueva gran estafa) no colabora mucho a la confusión, la cual se centra en que si bien algunos de los personajes que conforman el equipo de trabajo criminal son estafadores y/o realizan estafas, el núcleo central de la trama se concentra en la preparación y ejecución de un robo a gran escala.
ESTAFADORES LATINOS
Si la implementación o desarrollo inductivo en la Latinoamérica de géneros canónicos como el western, el gangsteril o el musical no es fácil de rastrear y genera varios tipos de discusiones, en el caso concreto del subgénero “grifter” sus aplicadores y/o adaptadores se ubican inicialmente en un territorio específico (Argentina) y obedecen a nombres propios: Fabian Bielinski y Damián Szifron; realizadores ambos de productos de extraordinaria popularidad y que se entroncan, desde distintos niveles, en la tradición del cine de estafadores. Se trata por supuesto de la película Nueve Reinas (2000) y la serie de televisión Los simuladores (2002-2003), respectivamente. Nueve Reinas, una de las películas más exitosas del cine latinoamericano reciente, nos muestra a dos estafadores de poca monta, callejeros, a quienes se les presenta lo que en el argot de timadores se conoce como el “mirlo blanco”[3], la estafa de su vida que puede garantizar su retiro. El éxito de la película se reflejó en una gran acogida de crítica y público en gran parte del mundo y un remake realizado cuatro años después en USA, protagonizado por Diego Luna y John C. Reilly (Criminal, 2004). Los simuladores, por su parte, es un producto televisivo legendario en Argentina, que casi no se realiza: el libreto de su episodio piloto estuvo rodando de productora en productora durante poco más de dos años hasta que Telefé se decidió por realizarlo, y los propios actores del proyecto se encargaron de producirlo. Confundida usualmente con Los impostores (Bruno Stagnaro, 2009) – endeble serie de FX realizada a partir de ideas sueltas del fallecido Bielinski que solo sirve para ratificar el escasísimo talento de su actriz protagonista Leticia Brédice -, consta solamente de dos temporadas de 13 episodios cada una y generó dos remakes de similar éxito en México y España.
Asi pues, teniendo claros los rasgos básicos del subgénero grifter, y habiendo seleccionado dos productos de inmensa popularidad que prácticamente libran al investigador de las sinopsis insulsas así como del riesgo de reproches por incluir spoilers, se irá directamente al grano: preguntarse por las relaciones entre acogida de público, look internacional y aportes autóctonos locales. ¿Lo masivo de ambos productos es consecuencia de un look internacional logrado sólo a través de la implementación directa de un género internacional, o depende, en cambio, de un ejercicio inductivo que explota y explora lo local?
LA CINEFILIA COMO TIMO
Como se expuso en la introducción, la estafa está irremediablemente ligada con la ficcionalización de una situación, lo cual la emparenta a su vez con el que hacer cinematográfico. La vocación cinéfila de ambos realizadores hace que asuman esta particularidad cabalmente, aunque desde tonos e intencionalidades diferentes. En este sentido, Szifron explota de manera más explícita que Bielinski la relación estafa (simulación)-cine, al alejarse del tono naturalista y de bajos fondos que plantea el director de (El Aura, 2005); centrándose, en cambio, en un profesionalismo de equipo élite con división de trabajo incluida y funciones claramente diferenciadas, similares al “crew” propio de toda filmación:
“Eran un equipo donde cada uno era una parte: Mario Santos es la parte mental, cerebral o ideológica, si se quiere; resolvía qué tipo de caso había que tomar y por donde podía venir la solución. Medina era el investigador dentro del grupo, creo que era el corazón. Lampone era el cuerpo, el físico, el tipo que conseguía las cosas, era como el productor… Los simuladores de alguna forma son un equipo de rodaje que pone en escena historias o usa como actores a la gente real que no saben que están participando de una aventura. Dirigen al mundo o a un fragmento, por lo menos.”
Además, la utilización permanente por parte del personaje Mario Santos del término “preproducción” para referirse a la planeación de los operativos, el rol sempiterno de Ravenna encarnando al arquetipo camaleónico Máximo Cosseti, por no mencionar su vocación de actor del método (en el penúltimo episodio compra un libro de Stalivnaski), refuerzan claramente el planteamiento.
Bielinski, de otro lado, sostiene esta intención desde distintos niveles. De una parte, es muy directo y explícito en sus declaraciones (“Crear una ficción para que alguien se la crea. Es una situación que se da tanto en las estafas como en el cine; solo que en el cine todo el mundo sabe y es consciente del mecanismo, en las estafas no. En el cine el público, en el mejor de los casos es muy numeroso; en las estafas es una sola persona: la víctima.”) pero en los hechos concretos de su película, opera de manera implícita, dejando que el espectador deduzca las costuras del mecanismo de la estafa (así como su relación con el cine) desde los efectos de la misma. Por otra parte, existen un par de situaciones que evidencian una intención por mostrar los artificios de manera directa, en un alarde de autoconciencia. Cuando Marcos, haciéndose pasar por policía, salva a Juan en la situación generada por el timo fallido de la estación de servicio (la uruguaya), remata la situación mostrando una pistola de juguete, artificio totalmente explicito que muestra, además, su vinculación con House of Games[4]. Más adelante, ya inmersos en la macro estafa de estampillas que da título al filme, efectúan un montaje en el baño del hotel donde: 1. El policía cómplice que recibe el soborno de Vidal, alardea de sus cualidades histriónicas con la frase “A Hollywood debería ir yo”, y 2. El propio Vidal halaga el ingenio porteño y la “buena disposición para los negocios”, al tiempo que se burla de los explícito del truco. “Debes ser sutil, no decir nada como ¿cómo? ¿por las Nueve reinas? Pero ¡vos estás loco! (…) Fue tan ridículo”. Y es precisamente esa voz con acento gallego la que sirve como alter ego que expresa elocuentemente el logro más grande de Bielinski: balancearse en el peligroso punto de equilibrio entre el homenaje consiente al género y la crítica al mismo. Un valor agregado que evidencia una cinefilia profunda y comprometida pero digerida saludablemente; ya que Nueve reinas es, sin lugar a dudas y ante todo, la película de un cinéfilo.
Hacer una afirmación de este calibre, es entrar en un debate que pone de manifiesto la doble moral chauvinista cuando de referencias y remakes (ejercicios que vinculan la cinefilia con una vía de doble sentido contractual) se trata. Se habla entonces de la indignación visceral que se produce en cierto sector del público y la critica cuando, ese elemento abstracto y siniestro al que llaman Hollywood, realiza versiones endebles a partir de productos oriundos de latitudes no norteamericanas, desconociendo de igual forma que gran parte de ese brillo que los conecta con la película “compatriota” en cuestión, depende de referentes puntuales anclados en la tradición americana que desdeñan a priori. Así ocurrió con Vanilla Sky (2001), realizada a partir de Abre los Ojos (1997). Se habló injustamente de plagio y copia, ignorando (puede que conscientemente y adrede) tanto la honestidad contractual de Cameron Crowe (quien menciona tanto a Mateo Gil como a Alejando Amenábar en los créditos de guión adaptado) como las declaraciones del propio Amenábar quien no escatima en palabras para reconocer la influencia que han ejercido en su obra tres cineastas concretos: Hitchcock, Kubrick y Spielberg. Un fenómeno similar se presenta con Bielinski, cuyo remake Criminal es desdeñado a priori sin tener en cuenta que el mismo no se hubiera realizado sin el consentimiento ni la venta de derechos por parte del realizador argentino. Incluso se llega más allá al acusar al filme Matchstick Men (2003) de Ridley Scott como deudor de Nueve reinas, sin tener en cuenta que el producto fílmico se basa, en cambio, en la novela homónima de Eric García. Aún así, de tener contacto con algún filme de grifters previo, Matchstick Men es más deudora de Paper Moon (dada la exploración en la relación padre-hija) que del filme argentino en cuestión. El otro sentido de la vía contractual mencionada (el que involucra la deuda moral por encima de la rentabilidad), señala el recorrido de aportes que ha recibido Bielinski de otros cineastas para realizar su película, reconocidos e identificados explícitamente o no. En efecto, la estructura en general de la obra es deudora del proyecto general de David Mamet y específicamente de House of Games, concretamente en lo concerniente a la revelación final. El tono de “buddy movie” y ese cierto aire de entrenamiento que respira la relación entre Pauls y Darin, es claramente tomada de la química inimitable entre Newman y Redford en The Sting. Algunos golpes de efecto concretos también son literalmente plagiados, como lo es el timo del billete roto que realizan en la cafetería, extraído con ligeras variaciones de la estafa análoga de Paper Moon y el efecto del timador que se cae por bocón, eso que el personaje de Joe Mantegna llama, al final de House of Games “arruinar el número”, se refleja en el truco del que es víctima/victimario Castrico, el atracador que pretende robarles el dinero obtenido por las nueve reinas en el trayecto entre el hotel y el banco. De ahí que sorprendan las declaraciones de Darin y algunos miembros del equipo elogiando principalmente la “investigación” efectuada por Bielinski para la realización de la presente película. Su gran mérito consiste, en cambio, en su capacidad para identificar los puntos esenciales del subgénero y encontrar elementos análogos en su contexto que le permitan operar desde lo local, sin dejar de lado la referencia, que, desde este mecanismo, resulta suficientemente digerida. En la introducción de este artículo se identificó claramente que al menos dos de las películas que marcan el origen del subgénero son ambientadas en los años 30s, a pesar de ser realizadas en el año 74. Ese contexto de crisis, es trasladado por Bielinski a la crisis económica que vivió su país con el cambio de siglo y la película utiliza este elemento conscientemente tanto para justificar el oficio de los personajes, como para puntuar el timo final (el cheque que no se puede cobrar)
En cuanto a Damián Szifron y Los simuladores, las referencias tampoco están muy disimuladas; de hecho la serie misma parte desde una vocación del realizador por introducir, en la parrilla Argentina, cierto formato televisivo internacional, concretamente vinculado al espionaje:
“El primer germen de Los simuladores nace en el secundario. Recuerdo que me inquietaba el hecho de que no hubiera en Argentina series con héroes, series de aventuras o series que se parecieran un poco más al cine y menos al radio teatro (…) [Quería] un grupo de justicieros más al estilo de Misión Imposible o Los magníficos”.
Fuera de la televisión, sus referencias están ancladas en películas de los 70s que homenajea de manera literal en dos episodios concretos. En el episodio 4 de la primera temporada (Fuera de Cálculo), posiblemente el mejor de la serie, realiza una adaptación bastante bien lograda de Dog Day Afternoon (1975), el subvalorado clásico de Sidney Lumet. En ese mismo capítulo, una mujer que trabaja en el banco próximo a ser asaltado, se entretiene leyendo “El candor del Padre Brown” de G.K. Chesterton, elemento que sirve para mostrar la filiación del personaje de Mario Santos por la literatura policiaca, rasgo que será reforzado de manera bastante desprolija en el octavo episodio de la segunda temporada (Un fin de semana de descanso), capítulo concebido para desviar la ruta de la estafa y la simulación, limitándose a un caso clásico de “whodunnit” que se aprovecha para equiparar al personaje de Mario Santos con Sherlock Holmes . La otra película de los 70s homenajeada es Apocalypse Now (1979), cuya banda sonora y planificación de la secuencia inicial (el alucinante ritual de Willard en la habitación de hotel de Saigón) es emulada y utilizada para compilar los pasos de la lenta aproximación que ha realizado Franco Milazzo durante toda la segunda temporada a los simuladores, así como su deleite enfermizo por la posibilidad inminente de venganza. Otras referencias sueltas (permanente uso de la música de Frank Sinatra y en menor medida de Ennio Morricone) si bien no permiten hacer conexiones con un producto concreto, sí dan cuenta del universo cultural de citas que nutre la atmósfera en general del producto televisivo en cuestión.
ALTERNATIVAS Y VARIACIONES
Aunque ambos realizadores parten de referencias claras, son conscientes de igual forma de que la conexión con su público compatriota depende de asumir el género desde lo local y de introducir elementos novedosos para sorprender a los cinéfilos menos incautos. Así, Bielinski, se sumerge en los bajos fondos porteños vía jerga y asume, también, desde lo visual, un estilo naturalista e invisible donde predomina la cámara en mano. Todo esto confiere a la película de una sequedad y crudeza extraña en el género, caracterizado, usualmente por estar emparentado con la comedia, y en ese sentido, ofrecer cierto encanto plástico cercano al glamour, por demás bastante condescendiente. Mucho se ha criticado la dirección de arte y la paleta de color de The sting, que atenta contra el realismo propio de la época que representa y que se emparenta más con un desfile de modas o un catálogo que con una realidad concreta. De igual forma, House of Games y Confidence (James Foley, 2003) ofrecen una paleta de color donde los tonos cálidos predominan. Bielinski desnuda de ese glamour a su universo y personajes, y desarrolla, tanto plástica como dramáticamente, una atmósfera sucia y fría; más propia del superviviente resignado, que del dotado glamuroso canónico.
Szifron, por otra parte y a pesar de trabajar en TV, es más estilizado que Bielinski, sus diálogos no son naturalistas tornándose incluso por momentos artificiosos y esquemáticos (especialmente los del personaje de Mario Santos) pero no por ello desconoce lo local, asumiéndolo desde lo cotidiano, encontrando allí su terreno cuasi-virgen:
“Pensando en qué tipo de caso iban a resolver, me pareció que era mejor que resolvieran cosas simples. Este grupo, re contra especializado, medio militar, que trabaja de manera clandestina pero que son buenos y nobles… ¿por qué no ponen toda esta infraestructura en función de recuperarle a un tipo la mujer? Todo se volvía comedia. Al principio era de acción y aventuras con un poco de humor; pero el hecho de cruzar estos mundos (el policial y el cotidiano) teñía al proyecto de una magia diferente”
Otra innovación se introduce a partir del noveno episodio de la primera temporada (El último héroe), donde se presenta a Franco Milazzo, un timador que estafa a gente de clases populares haciéndose pasar por representante de actores para televisión y que los simuladores deberán dejar fuera de circulación. Lo que parecía un caso más en el contexto de la serie de episodios, empieza a perfilarse, desde el final de la primera temporada, con el correspondiente regreso de Milazzo, como la instauración de un oponente digno, quien durante toda la segunda temporada tejerá paso a paso su venganza y dotará a la serie de un interés adicional, por demás escamoteado de manera facilista, decepcionante y truculenta en el episodio final. Aunque la idea de otorgar un villano no es la más original del mundo, sí lo es el hecho de que ese antagonista sea un grifter también. La mayoría de las películas de estafadores reservan, para el lugar del antagonista, a un gangster (The sting, Confidence) o a una víctima acaudalada y poderosa; pero nunca, hasta Los simuladores, se había visto un enfrentamiento entre timadores. Una vez más, la autoconciencia en clave de esquematismo propia de Damián Szifron sale a flote en contraste con la propuesta de Bielinski. En la jungla urbana que es Buenos Aires, en el universo negro que plantea Nueve Reinas, no existe la polarización lúdica que se propone en la segunda temporada de Los simuladores (Timadores buenos VS. Timador Malo). Cada ciudadano en un criminal en potencia o un lobo vestido de oveja; lección que aprende Juan mediante un sentido y peculiar discurso del curtido Marcos; auténtica exposición de la cadena trófica suburbana:
“Están ahí, pero no los ves. De eso se trata. Están pero no están. Así que cuidá el maletín, la valija, la puerta, la ventana, el auto. Cuidá los ahorros, cuidá el culo. Porque están ahí, van a estar siempre ahí. (…) Son descuidistas, culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, escruchantes, arrebatadores, mostaceros, lanzas, bagalleros, pesqueros, filos…”
Pero el aporte innovador de Bielinski no se limita al tono. A pesar de adoptar la estructura de “buddy movie”, hace que el timador joven, de menor nivel, muestre su valía ante el maestro; caso que no se da en The sting (donde Redford es un completo subordinado del veterano Newman), ni en House of games, donde la psiquiatra pasa de victima a aprendiz para de nuevo ser víctima. Juan, además de mostrar su valía, introduce otro elemento novedoso en la fórmula: la improvisación. Ya sea en la prueba del bolso y el ascensor o en su fluidez verbal para convencer a la anciana que posee la plancha falsa de las nueve reinas, el personaje hace alarde de su habilidad innata (carisma) optando por un método que mejora los resultados previstos por el plan de Marcos. Y esta tensión entre improvisación y planeación, es también una tensión entre procesos creativos dialecticos que compete al cine y a las artes en general.
CONCLUSIONES
La experiencia de películas como Incautos (2003) en España y la serie Impostores, demuestra que la mera aplicación de la fórmula no garantiza el éxito crítico ni de público. Incautos logra convencer durante un 40% de su metraje, pero luego las costuras empiezan a hacerse evidentes, especialmente para el espectador especialista que se da cuenta de la mera trasposición acrítica al contexto español. Impostores, por su parte, no gusta ni a la audiencia más ingenua, ni a la propia progenitora de su realizador.
Se hace necesario entonces que el realizador latino sea, efectivamente, un estudioso del género que pretende adaptar (caso de Bielinski) pero sepa así mismo identificar los elementos análogos de su territorio que le permitan disfrazar la referencia y dotarlas de interés local. El otro ejercicio susceptible de hacerse, consiste en el cruce de géneros (caso de Szifron) para dotar de frescura a ambos elementos de la amalgama; y/o forzar los límites del género modificando ya sea la focalización o la materia prima del mismo.
La conciencia del realizador con respecto a la vinculación del género con el propio que hacer cinematográfico, lo delata, de igual forma y según como aborde la película, en su cosmovisión con respecto al cine. Un realizador autoconsciente pero que prefiere la sutileza y la construcción de universos con matices, realizará una película como Nueve Reinas; alguien como Damián Szifrón con su producto Los simuladores, deja ver que le interesa sólo el entretenimiento directo y masivo, aunque de buena factura y sin subestimar al espectador.
En Colombia el “grifter” es un género, personaje y situación aún sin explotar cabalmente pese al inmenso potencial y materia prima existente en el país. Desde los vendedores callejeros que timan estudiantes de colegios distritales, los populares culebreros, los vendedores puerta a puerta[5], la fauna variopinta que se encuentra en los mercados de las pulgas y “San Andrecitos”, hasta el no tan distante caso de las pirámides y DMG; la estafa se constituye como un modus vivendi del superviviente nato o resignado, como la aplicación inmediata de eso que se suele llamar “malicia indígena”. Falta entonces que algún cineasta dé el paso con el suficiente olfato local que le permita captar los matices colombianos, pero con el suficiente bagaje cinéfilo que le impida llover sobre mojado, caer en lugares comunes y realizar una mera trasposición forzada.
[1] Deivis Cortés: Cinéfilo, realizador audiovisual, crítico de cine y de comic. Desde 2007 se desempeña como crítico colaborador de las revistas Kinetoscopio y Extrabismos. En 2009 formó parte del equipo de críticos que reseñó las 200 películas que componen las Maletas de cine del Ministerio de Cultura. Ha sido ponente de varios foros nacionales de filosofía con ensayos a propósito de cine. Participó como invitado en programas de LaUd radio, pronunciándose sobre comic y cine en general. Director y montajista de más de 16 cortometrajes. Cursó estudios de Licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad Pedagógica Nacional. Egresado de la Escuela de Cine y Tv de la Universidad Nacional de Colombia. Ganador de la convocatoria “Bogotá Fílmica 2011” con el ensayo “Entre dos fuegos”.
[2] El término “Hustler” puede o no emparentarse al grifter según como se mire. Un hustler es un buscavidas, alguien que no goza de un trabajo ortodoxo y se gana la vida en las calles desde el rebusque. Un superviviente nato. Se trata de un sustantivo propio de bajos fondos y que pertenece más al slang que al inglés canónico. Al ser el “hustler” un persecutor del dinero fácil, puede o no dedicarse a la estafa. En algunos sectores se les llama “hustlers” a los traficantes de droga, a los ladrones callejeros y a los comerciantes ilegales en general. En otros escenarios, el “hustler” es asociado con el jugador profesional que hace dinero en apuestas informales. Este jugador generalmente se vincula a los juegos de azar (principalmente el poker) pero puede también ser un “deportista” diestro, como es el caso del mítico billarista Eddie Felson (Paul Newman) en esa brillante muestra de cine negro tardío que es The Hustler (Robert Rossen, 1961) Tanto en la película mencionada como en la infravalorada secuela realizada por Scorsese más de 20 años después (The Color of Money, 1986) el jugador es un talento nato e indómito que es explotado por alguien más vínculado directa o indirectamente con el mundo del crimen.
[3] El concepto “Mirlo Blanco” pertenece a la película de timadores posterior, también de habla hispana, Incautos (Miguel Bardem, 2003) y se utiliza más para referirse a una víctima idónea (reforzando el título del film) que al golpe como tal.
[4] El primer timo de la opera prima de Mamet, es desmantelado por un error cometido gracias a una pistola de agua.
[5] Existe un antecedente español que explota de manera muy completa al vendedor puerta a puerta como estafador. Se trata del cortometraje de Mateo Gil Allanamiento de Morada (1998) Al igual que los vendedores de finca raíz de Glengarry Glen Ross, éste tipo de personajes no se analizan a cabalidad en este artículo al tratarse de estafas “legalizadas” que pasan por el tamiz de la venta.
Imágenes: (1) Afiche de Night and the city. (2) Afiche de Nueve reinas. (3) Fotograma de House of Games. (4) Fotografía de Ryan O´Neal y Taum O´Neal durante el rodaje de Paper Moon (5) Afiche de The Sting. (6) Fotograma final de Night and the city.
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