Argentina: La ENERC

Argentina: La ENERC

LA ENERC: ESCUELA DE EXPERIMENTACIÓN Y REALIZACIÓN CINEMATOGRÁFICA*

*Capítulo del libro: «Cines que cambian el mundo»

Julián David Correa: México, Ed. Cinema23 y Secretaría de Cultura de México. 2018

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El 17 de abril del 2017, Pablo Rovito renunció a la dirección de la ENERC, la Escuela Nacional de Realización y Experimentación Cinematográfica de la Argentina. Ese día, con unas palabras en el auditorio y otras en el hall, en el amplio patio central de la Escuela, Rovito se despidió del equipo y de los estudiantes. Pablo Rovito es productor y fue el primer rector de la ENERC elegido por concurso, rectoría que encabezó por seis años. Entre su graduación y su llegada a dirigir la ENERC, Rovito produjo más de 35 largometrajes. Pablo Rovito, nacido en 1962, es un hombre grueso, de barba canosa y pelo lacio y negro. Las paredes del salón que la Escuela dedica a conferencias y películas están cubiertas por cortinas oscuras, el auditorio tiene un centenar de sillas y una gran mesa. El día de la despedida Rovito se sentó ante la mesa y aunque en el mueble estaba solo, la sala estaba repleta y los pasillos llenos, y la gente nunca dejó de entrar:

“… Me voy porque siento que quedarme al frente de la Escuela es ponerla en un lugar de vulnerabilidad que no merece, creo que le hago más daño a la Escuela quedándome que dando un paso al costado” dijo Rovito hacia el final de la despedida, tras denunciar el complot de un par de periodistas y la manera como el gobierno despidió a Alejandro Cacetta, el presidente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). “Un paso al costado”, repitió Rovito, y mientras lo dijo se le quebró la voz y tosió, y con voz ronca que recuperaba las palabras, añadió: “Fue un placer”, y ante esa voz quebrada el auditorio aplaudió y gritó: “¡Bravo!”. “Fue un placer trabajar aquí estos seis años”, continuó. “Es un regalo de la vida: estudié acá, conocí a mis mejores amigos, acá me dediqué al cine. Fue realmente un placer y fue un placer trabajar con todo el personal de la Escuela, no me voy a cansar de decir que la gente no tiene idea lo que es ser un funcionario y un empleado público que trabaja en este lugar…”

El hall de la ENERC tiene muros muy altos, columnas de líneas rectas rematadas en capiteles griegos, escaleras que conducen a oficinas y salones, y un suelo rojizo que se trenza con bloques de vidrio. En las noches los bloques se iluminan con la vida de los sótanos, y el edificio huele a madera vieja, a cables nuevos, a inquietud y a jabón de lilas. La sede central de la ENERC queda en Moreno 1199 en la esquina de Moreno y Salta, en el barrio Monserrat, un barrio de aceras estrechas que está entre el Congreso y la Casa Rosada. La fachada del edificio lleva el aire de un pequeño palacio republicano, y en tiempos de abundancia un arquitecto suizo alemán lo diseñó como la Hilandería Danubio. En el día, al hall lo habitan luces con filtros cinematográficos: brillos coloreados por el vitral de la cúpula.

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La Escuela comenzó a funcionar en el año 1966, aunque las gestiones para su creación empezaron en 1965 con base en el Decreto-Ley No. 62 de 1957, que se sumaba a una norma de 1947, la “Ley de Fomento de la Cinematografía Argentina”, que establecía la creación del Instituto Nacional de Cinematografía (el INC, hoy INCAA), incorporaba cuotas de pantalla para el cine argentino y creaba un impuesto sobre las entradas destinada al Fondo de Fomento Cinematográfico. En su Artículo 47, la Ley 62 planteaba la fundación de un centro educativo: “el Centro Experimental Cinematográfico, que tendrá a su cargo la formación de artistas y la preparación de técnicos, así como la constitución de una Cineteca y Biblioteca Especializada”.

En 1966, año en que se inician las clases de la Escuela, las salas argentinas estrenaron 38 largometrajes de ficción entre los que estaba un filme de Manuel Antín (Castigo al traidor) y uno de Leopoldo Torre Nilsson (El ojo que espía), además de comedias, melodramas y una cinta que algunos argentinos guardan bajo el colchón: La tentación desnuda, dirigida por Armando Bó y protagonizada por la diva del cine erótico Isabel Sarli.

En 1947 se aprobó la Ley 12.299, ley de fomento cinematográfico, que aunque se implementó solo parcialmente, creó instrumentos como los institutos provinciales de cine, los créditos blandos y la cuota de pantalla, entre otros. Casi una década después, con la autoproclamada “Revolución Libertadora” (la dictadura del General Aramburu: 1955-1958), se dio una nueva transformación de la relación del Estado con el cine, en el marco de cambios económicos y con la desaparición de grandes estudios como el Lumitón y Film Andes.  Con la “Revolución Libertadora” se privilegió el cine extranjero y se detuvo el apoyo al cine argentino, desmontando muchas decisiones del gobierno anterior como los institutos provinciales, por ejemplo, pero paralelamente se avanzó en una construcción que se venía dando desde antes entre los cineastas: la de cómo podía ser una nueva norma de apoyo al cine. El gobierno de Aramburu sancionó la nueva Ley de Cine como respuesta a una burguesía industrial local que los apoyaba ideológicamente, y con la intención de combatir un retroceso en las manifestaciones y consumo de la cultura popular que se había dado tanto en el cine como en el tango. La norma aprobada se venía discutiendo desde el final del gobierno peronista, gracias al intenso trabajo de varios grupos que incluían a los cortometrajistas y cineclubistas y, la Ley que se proclamó en 1957, dejó de lado las medidas que favorecían a estos sectores para apoyar solo a los industriales. En enero de 1957 se creó el Instituto Nacional de Cinematografía.

Patio de la Enerc.

Para algunos cinematografistas sigue siendo una paradoja que la dictadura de 1955 también haya aportado el desarrollo de un cine nacional, y de hecho tras el retiro de Cacetta y la renuncia de Rovito, en medio de las manifestaciones del gremio en abril de 2017 se recordaban estas historia cuando se reclamaba la defensa de una política cinematográfica estatal que con algunas transformaciones ha sido una constante desde 1947. La financiación estatal a la creación y la promoción del cine argentino empezó en 1947, y en 1957 surgió el Fondo de Fomento Cinematográfico que comenzó a nutrirse con un gravámen del 10% a la entrada de cine, en 1994 (año en que el Instituto Nacional de Cine se convirtió en INCAA) se incluyó un 10% del alquiler y venta de videos, y a estas fuentes luego se le sumó el 25% de lo que el ente regulador de medios recauda por el impuesto a las empresas que utilizan el espectro radioeléctrico.    

Con dictaduras o sin ellas, y a pesar de los nubarrones, la cinematografía argentina contaba en aquellos años con público, con pensadores del cine y con agrupaciones de creadores como la Asociación Gremial de la Industria Cinematográfica Argentina (la AGICA, fundada en 1944). En 1957 la Argentina tenía 19 millones y medio de habitantes, y en ese año se estrenaron 16 filmes locales y 697 extranjeros, entre los que estaba La casa del ángel de Leopoldo Torre Nilsson. En términos estéticos esos años dieron paso a la década del sesenta que se iluminó con el primer “Nuevo cine argentino” con Torre Nilsson, Fernando Ayala, David José Kohon, Simón Feldman y Fernando “Pino” Solanas, quienes además de renovar el lenguaje audiovisual, de crear filmes capaces de convocar audiencias locales y de llegar a festivales internacionales, contribuyeron a la existencia de instrumentos estatales para la creación audiovisual.

Fue durante el Peronismo que se sancionó la Ley 12.299 de 1947. Perón impulsó el proteccionismo estatal a las industrias nacionales, incluyendo el cine, pero la relación de este caudillo y de su movimiento político con el séptimo arte dificultó la libertad de expresión. Desde Inglaterra el profesor John King escribió:

“El período 1946-1955 fue visto como de oscurantismo cultural por la mayoría de intelectuales y artistas. El cine, por ejemplo, cayó bajo el control de la Subsecretaría para Información y Prensa, que actuaba como una forma de propaganda ministerial, monitoreando periódicos, transmisiones radiales y al cine.”[1]

Afiche de «La casa del ángel» (Leopoldo Torre Nilsson, 1957)

Además del control gubernamental, el cine nacional y las medidas sancionadas en 1947 encontraron otros escollos: el gobierno de los Estados Unidos presionó para el desmonte de los instrumentos, y los exhibidores locales evitaron el pago de aportes al Fondo de Fomento Cinematográfico. También se ha criticado la existencia de avivatos disfrazados de cineastas, y la manera como se asignaban los apoyos del Fondo. En su libro “El carrete mágico”, el profesor King afirma que:

“El dinero se unió a la mediocridad, que se alimentó de estas condiciones de abundancia. Hubo unas cuantas excepciones a este estado de cosas, incluyendo las destacadas películas de Torres Ríos, su hijo Torre Nilsson, Hugo Fregonese y Hugo del

Carril, pero en la mayoría de los casos la calidad se redujo.”

En contraste con estas afirmaciones del profesor King, la opinión de algunos cineastas argentinos es que existen pocos momentos en los que se haya apoyado su cine tanto como durante la década peronista, de hecho es en ese momento en que el Estado inicia su compromiso con el desarrollo de una cinematografía nacional. Fueron muchas las películas producidas en esa época, y así como hubo oportunismo y filmes mediocres, también se crearon grandes obras. Se limitó la libertad de expresión, y existieron los exilios ideológicos, la falta de trabajo por la censura, pero esos terribles fenómenos también se presentaron después de 1955: fueron muchos los artistas, directores, actores y actrices, que debieron exiliarse por haber sido peronistas, gente que fue perseguida y humillada públicamente. El tema del peronismo es complejo y sigue despertando pasiones en la Argentina.

Tanto Perón como Aramburu, por diferentes razones y con diferentes estilos ofrecieron oportunidades al cine argentino, y a pesar de las limitaciones impuestas y de la existencia de oportunistas que siempre existirán, lo cierto es que en Argentina se desarrolló una base social capaz de transformar sus imágenes en movimiento: entre 1958 y 1963 se realizaron 221 cortometrajes[2], y entre 1960 y 1968 se editaron 7 libros y 8 publicaciones periódicas sobre el tema. Los años sesentas también son la primera década en que la televisión, la segunda industria de imágenes en movimiento, cobra fuerza en la Argentina: nuevos talentos y nuevas empresas se suman a la construcción de un lenguaje audiovisual nacional, tanto en los unitarios y seriados, como en la publicidad para la pantalla chica.

Imagen promocional de la primera película sonora argentina: «Tango» (Luis Moglia Barth, 1933)

En muchos sentidos, la cinematografía argentina ha sido pionera: el país creció con las grandes migraciones del siglo XIX y en 1896 comenzó la importación de filmes y la creación de imágenes propias. Hacia el final de los años veintes la Argentina contaba con unas mil salas de cine[3], y tenía siete estudios cinematográficos desde los años cuarentas. El primer largometraje de animación del mundo es la cinta argentina El apóstol (Quirino Cristiani, 1917), y como en otros países, el cine sonoro encarnó en cine musical, en este caso con una cinta que decididamente defendía y compartía el patrimonio popular de la Argentina: ¡Tango! (Luis Moglia Barth, 1933), filme al que siguieron otros musicales y del cual son protagonistas Libertad Lamarque y Tita Merello, la querida Tita de Mercado de Abasto (Lucas Demare, 1955) y de la milonga “Se dice de mi”, una mujer que sabía plantarse ante los demás y sobretodo ante sí misma. Aunque junto con Brasil y México, la Argentina ha tenido una de las tres industrias cinematográficas más fuertes del continente, en este país como en muchos otros, las personas que crearon imágenes en movimiento lo hicieron con una educación que había sido la de oficios que se aprenden en la práctica, y apenas es desde 1946 que empiezan a fundarse espacios para la formación de públicos y creadores.

En 1946 nace la primera institución dedicada al aprendizaje de la creación cinematográfica: el Instituto Cine-fotográfico de la Universidad Nacional de Tucumán (ICUNT), una universidad pública. En 1951 se crea el primer espacio para la formación de audiencias: el Ministerio de Educación de la Nación inicia los “Ciclos de Cine” con entrada libre y frecuencia semanal. Los ciclos del Ministerio incluían proyecciones, charlas y la entrega de una publicación seriada: “El cine como arte”. En diciembre de 1952 la revista “Noticioso” del Departamento de Radioenseñanza y Cinematografía Escolar informó que el Ministerio había incorporado la enseñanza audiovisual a sus planes de estudio, otro hecho pionero en el continente. Entre 1952 y 1954 se iniciaron los cineclubes de Rosario, La Plata, Santa Fe, Mendoza y Buenos Aires, junto con el “Seminario de Cine Buenos Aires” de Mabel Itzcovich y Simón Feldman, espacio orientado a la formación de cortometrajistas. En el primer tomo de la investigación “ENERC 50 Años”[4], se señala que ese seminario fue la cuna del cine independiente argentino. Ese seminario también fue responsable del desarrollo de manuales, investigaciones y ejercicios de crítica que se publicaron entre 1954 y 1956 en la revista “Cuadernos de cine” y en el libro “Primera Carpeta de Apuntes Cinematográficos” (1956).

La República Argentina es un país pionero en la participación de las mujeres en el desarrollo del cine: en 1954, gracias al Partido Peronista Femenino se fundó en Buenos Aires un espacio para la cualificación de técnicos: la Escuela Cinematográfica Argentina, bajo la coordinación de Vlasta Lah de Catrani, quien es la primera directora del período sonoro, aunque no la primera realizadora del cine argentino porque la dirección de las mujeres empieza con el siglo: Angélica Rodríguez realizó Un romance argentino en 1915[5]. La Escuela Cinematográfica Argentina se cerró con la caída del peronismo. A fines de 1955 la Universidad de La Plata inauguró el Departamento de Cine de su Escuela de Bellas Artes. En 1956 se creó el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral (la Escuela Documental de Santa Fe, dirigida por Fernando Birri), y en Buenos Aires se fundó la Asociación de Cine Experimental (ACE), organización dedicada a la realización de programas de corta duración.

Pablo Rovito

El cine es una pasión argentina, pero las tormentas que han barrido sus calles también han hecho que las instituciones de apoyo cinematográfico se sacudan (tal vez soplar para hacer tormentas es otra pasión argentina): en abril del 2017, el presidente Macri pidió la renuncia al director del INCAA Alejandro Cacetta, en un momento en el que un par de periodistas acusaron a Cacetta de corrupción. Esas denuncias en enero del 2018 no se habían aclarado, y para Pablo Rovito fueron una “burda operación de prensa que sirvió como apoyo para legitimar un pedido de renuncia”. La intervención de los periodistas incluyó la sugerencia de que Rovito no había adelantado con responsabilidad la ejecución de recursos para la obra de remodelación de la ENERC.  La semana del 17 de abril del 2017, Pablo Rovito presentó informes sobre los adelantos de la Escuela, y aclaraciones sobre el desarrollo de la remodelación, y junto con ellas su carta de renuncia:

“Por la presente, renuncio al cargo de Rector de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, al que accedí por Concurso Público Nacional en el mes de agosto del 2011 (…). Me llevo el recuerdo cálido de todos mis compañeros de trabajo, personas que laboran en el Estado y son diariamente denigradas en los medios de comunicación por su rol de funcionarios y empleados públicos, pero que son personas que aman su trabajo, lo realizan incansablemente (aún fuera de su horario de trabajo y de sus obligaciones, restándole tiempo a sus familias y a sus vidas personales), y construyen diariamente un país mejor.”

No hay duda de que el servicio público es un amor mal correspondido: se entrega la vida por algo que siempre será ajeno. En el servicio público comparten oficina los burócratas y los gestores, pero para quien no ha trabajado por la evolución de los instrumentos estatales, o por el apoyo de éstos al desarrollo cultural, el burócrata y el gestor se parecen. El realizador Manuel Antín ha dicho que su labor al frente del Instituto Nacional de Cine fue la de facilitar el talento de los argentinos, y es verdad que esa es la tarea del gestor cultural desde el Estado: aunar esfuerzos, optimizar recursos públicos y crear las condiciones para que el talento de un país se exprese. El servidor público pone en pausa la expresión de su propio talento artístico para defender algo que no le pertenece, y por hacerlo siempre está expuesto a investigaciones, a críticas o a la llegada de políticos que quieren borrar el trabajo ajeno, gobernantes a quienes solo les interesan los poderes evidentes.

En abril del 2017 Pablo Rovito tuvo que abandonar su trabajo en una institución que amaba y que transformó. La lista de logros presentados por Pablo Rovito en su carta de renuncia son un rápido recuento de la situación actual de la Escuela: la ENERC es una institución federal y gratuita que cuenta con cinco sedes: Centro (en Buenos Aires), NOA (Noroeste argentino, en Jujuy), NEA (Noreste argentino, en Formosa), Cuyo (en San Juan) y Patagonia Norte (en San Martín de los Andes). La ENERC tiene recursos técnicos de última generación que incluyen un centro de posproducción de imagen y sonido, anualmente realiza unos 200 cortometrajes y más de 80 cursos y talleres especializados en coproducción con las Secretarias de Cultura de todas las provincias, en los ultimos años ha formado a más de 2.000 alumnos por año en todo el país. La ENERC también tiene espacios para el público en general: ofrece talleres y cursos que incluyen ciclos de cine gratuitos. La Escuela cuenta con una biblioteca especializada en cine y medios audiovisuales que está entre las mejores de Iberoamérica y que realiza varias publicaciones al año, la Biblioteca INCAA ENERC que trabaja en asociación con otros centros de documentación audiovisual del continente, y con ellos ha desarrollado un catálogo colectivo en línea que reúne información de los acervos de más de 20 Bibliotecas de una docena de países de la región. La ENERC ha recuperado y restaurado más de 50 cortometrajes de su archivo histórico. Dentro de su sistema de estímulos la ENERC ofrece tutorías para el desarrollo de proyectos a través del Concurso Gleyzer Cine de la Base, y a través de su Biblioteca realiza el Concurso Federal y Nacional de Estudios sobre Cine Argentino, gracias al cual selecciona investigaciones que financia y publica. La Escuela cuenta con convenios de intercambio estudiantil con centros de formación en Alemania, Francia, Cuba, España y China, además de acuerdos locales con la Universidad Nacional de San Martin, la Universidad Nacional de las Artes y la Universidad Nacional de Tres de Febrero para que sus egresados puedan cursar licenciaturas y maestrías al terminar la carrera. La ENERC hace parte de la Federación de Escuelas de Cine de América Latina (FEISAL) y la CILECT (Centre International de Liaison des Ecoles de Cinéma et de Télévision – The International Association of Film and Television Schools).

Los logros enumerados por Pablo Rovito en su renuncia son el resultado del trabajo de muchos y son producto de un camino que se inició con las leyes de 1947 y 1957, un camino que durante las primeras semanas de clase pasó por un salón que estaba separado de la calle apenas por unas tablas. Esos fueron los días de la lluvia en la espalda, como los recuerda Juan Bautista Stagnaro: junto con ocho decenas de estudiantes, el edificio recibió el inicio de unas intervenciones arquitectónicas que llevaron a improvisar una pared por la que se colaba la lluvia y el frío, un problema que los alumnos compensaban con encuentros en el bar El Escorial.

El 15 de febrero de 1966 se firmó la Resolución 198 que dio inicio a la ENERC, que entonces se llamaba la Escuela Nacional de Cinematografía (ENC). La inauguración de la Escuela se realizó durante el VIII Festival Cinematográfico Internacional de Mar del Plata. En ese momento a la Escuela la formaban cuatro carreras: Dirección, Producción, Guión e Interpretación, carreras que aceptaron 82 estudiantes seleccionados por un proceso que incluía entrevistas, análisis cinematográficos y composición de historias. Para esos 82 estudiantes escogidos de entre la muchedumbre que se inscribió para los exámenes, el ingreso a la Escuela les cambió la vida. Hugo Quintana, uno de los creadores que ha adaptado la obra de Gabriel García Márquez al cine, relata en el primer volumen de la publicación “ENERC 50 años”:

“Y de entre los miles que tomaron el examen en el Instituto Nacional de Cinematografía surgió la primera lista de ingreso, impresa y pegada al vidrio de la puerta del edificio. Era tal la multitud que quería saber si sus nombres estaban allí, que me llevó un largo rato llegar a una posición desde la cual poder leerla. En ese momento, toda esa experiencia, desde el examen hasta llegar a ver la lista, había sido como vivir en un sueño, como aquella vez a mis 12 años, cuando junté todos mis pesitos para comprar un número de la lotería de Navidad, solo para comprobar después que no había ganado ni un mango. Pero esta vez, en esa lista, estaba mi nombre como si fuera el Premio Mayor. De más de una manera, allí mi destino dio un giro. Si no fue para convertirme en un director de cine, sí sirvió para alejarme de los laburos corrientes y dedicarme a lo que me salía fácilmente: contar historias, describir hechos y en lo posible verlos en acción.”

Afiche de «Intimidad en los parques» (Manuel Antín, 1965), largometraje basado en el cuento de Julio Cortázar.

El interés que existía por la creación cinematográfica en la Argentina de 1966 era abrumador: para los cursos libres de la Escuela se inscribieron 2.000 personas, y la cantidad de asistentes era tan alta que fue necesario dictar esos cursos en otro edificio gubernamental. Dice Manuel Antín, director de Intimidad de los parques (1965), y uno de los maestros de la primera etapa:

“Éramos pocos los profesores y muchos los alumnos. El cine siempre ha tenido muchos pretendientes. Las clases se daban en el Archivo Gráfico de la Nación. La primera vez que fui a clase había no menos de 150 personas esperando, y lo primero que les dije es:

– ¿Todos ustedes quieren ser directores de cine?

Y me contestaron al unísono:

– ¡Sí, claro!”

Ese maestro nacido en 1926, el realizador Manuel Antín, siempre acompaña sus palabras con toques de humor aunque se vista y se presente muy formalmente. Entre la docena de filmes realizados por Antín hay varias adaptaciones de los cuentos de Julio Cortázar, un autor que le dio vía libre para hacer cine con base en su literatura y que participó en la redacción del guión del largometraje Circe (1964). Con el regreso de la democracia en 1983, Manuel Antín dirigió el Instituto Nacional de Cine.

El escalofriante y prometedor inicio de la Escuela se detuvo al finalizar 1967: el Instituto Nacional de Cine cerró la institución. El 28 de junio de 1966 el presidente Arturo Illia fue derrocado por un golpe de Estado dirigido por los comandantes de las tres armas que instauraron un gobierno autodenominado “Revolución Argentina”, y que encargó la presidencia al General Onganía. El INC quedó a cargo de un militar, y éste cerró la Escuela.

La reapertura del ingreso a la Escuela se dio el 2 de mayo de 1973. Si la Escuela, el entonces Centro de Experimentación Cinematográfica, se reabrió no fue por la voluntad de gobernantes o dictadores sino gracias gestión de los estudiantes y sus maestros que buscaron conexiones y apoyos, que marcharon e hicieron largas visitas y cabildeos en todo tipo de ministerios y medios de comunicación.

En esos tiempos turbulentos el cine fue la esperanza de muchos jóvenes, y una herramienta para pensar la sociedad y buscar su cambio. Esos son los días en los que se prepara el documento “Bases para romper la dependencia de la cinematografía nacional”, días en los que Raymundo Gleyzer realiza su primer largometraje, Los traidores (1973), es el tiempo del cine militante con la realización de documentales políticos y la exhibición clandestina de filmes que buscaban la movilización como La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968), que se proyectó en paredes de todas las provincias, y que en su primer año de rodar por las carreteras fue vista por unas 25.000 personas.

En 1973 cambia el gobierno, y tras las elecciones la presidencia encarga la dirección del Instituto Nacional de Cine a Hugo del Carril y a Mario Soffici, quienes llegan a encabezar el INC con declaraciones como: “La importación incontrolada de películas extranjeras es nuestro enemigo número uno. Aplicaremos estrictamente el 6 por 1, es decir, que por cada película que se filme en nuestro país se importarán seis extranjeras. De esta manera, nuestro cine puede revitalizarse en pocos meses. Ahora bien, si los productores extranjeros filman en nuestro país les asignaremos una cuota adicional de importación” (Hugo del Carril)[6]  y “Es preciso insistir en la búsqueda de un cine con características propias de nuestro país (…) si tuviera que decidirme por tres películas modelo en la historia de nuestro cine, creo que elegiría Los inundados, de Birri; Crónica de un niño solo, de Favio, y Alias Gardelito, de Murúa (…) Últimamente estuvimos estudiando la posibilidad de regular la entrada de películas extranjeras. Yo estaría a favor de un sistema como el español, según el cual se pueden exhibir solo cuatro películas extranjeras por cada producción nacional” (Mario Soffici)[7]. Es en este contexto que se debaten los temas del Anteproyecto de Ley de Cine y que se da la reapertura del ingreso a la Escuela, al Centro de Experimentación Cinematográfica.

A finales de 1973 Hugo del Carril, en calidad de director del Instituto Nacional de Cine, presentó a la presidencia el Anteproyecto de Ley de Cine y se retiró. Los tiempos más oscuros de la Argentina estaban llegando. Tras la muerte de Perón en julio de 1974 lo sucedió su esposa y vicepresidenta María Estela Martínez de Perón, quien fue derrocada en marzo de 1976 por una junta militar que dio inicio a lo que quisieron llamar el “Proceso de Reorganización Nacional”, eso que se conoce como la última dictadura argentina (1976-1983). La tormenta se venía anunciando: en 1973 se había engendrado la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), que estuvo bajo la dirección de José “El brujo” López Rega. “El brujo” fue esoterista, policía y ministro del peronismo, una persona que el realizador Barbet Schroeder ha llamado “la encarnación del mal absoluto”, y quien en realidad era el representante de un sistema basado en el terrorismo de Estado donde la administración del matadero se repartía entre las fuerzas oficiales y su ala paramilitar, la Triple A. La Alianza Anticomunista Argentina en menos de una década asesinó a más de 700 personas, y entre sus objetivos estaban artistas, periodistas, políticos de izquierda, estudiantes y sindicalistas.

Durante esos días oscuros que ensombrecieron el continente entero, la tormenta se cebó en las calles que se volvieron aún más peligrosas, y en los garajes, las escuelas de mecánica, los cuarteles y las comisarías de policía que se convirtieron en fábricas del horror. Las desapariciones de quienes pensaban sin uniforme se hicieron frecuentes: la Triple A y los representantes del Estado cada día secuestraban, torturaban y asesinaban, y entre sus víctimas estuvieron realizadores cinematográficos como Raymundo Gleyzer y periodistas como Rodolfo Walsh, entre muchos otros, entre las más de 30.000 víctimas. Varios estudiantes de la Escuela tuvieron que huir, como Ricardo Wullicher, quien años después se convirtió en Vicepresidente del Instituto Nacional de Cine y profesor del Escuela.

Ricardo Wullicher, nacido en 1948, es nieto de inmigrantes ucranianos que también escaparon de una masacre, de los pogroms. Wullicher nunca había imaginado que se pudiera vivir del cine: en todo su barrio había un único televisor, y en la frontera del barrio había una sala de cine en la que los niños veían los continuados de vaqueros de cada domingo. El sueño de la familia Wullicher era que los hijos estudiaran carreras que les evitaran tener las duras vidas de sus padres y abuelos. Cumpliendo con los deseos familiares, en 1969 Wullicher cursaba con desgano su segundo año de Medicina en La Plata, cuando un amigo le contó de la Escuela y de un curso de verano, que tomó un poco por curiosidad y mucho porque no tenía dinero para irse de vacaciones a ninguna parte. Entre las clases de ese curso, los rizos rubios de una compañera y las boletas gratis que le dieron para ir al Festival de Cine de Mar del Plata, Wullicher descubrió las posibilidades del cine y su verdadera pasión, a pesar de su madre que cuando supo la noticia se desmayó.

Tras su primer año de estudios, Ricardo Wullicher fue expulsado por el militar que dirigía la Escuela, el Centro de Experimentación Cinematográfica. ¿La causa? Haber realizado un cortometraje donde presentaba las condiciones de vida de un grupo de estibadores desempleados, víctimas de la Ley de Administración General de Puertos. Con Wullicher también expulsaron a Julio Salinas por la realización de un corto en el que aparecía un beso entre dos hombres, el primero que haya sido registrado en una cinta argentina.

Ese breve paso por la Escuela y haber conocido a Mario Soffici, cambió la vida de Wullicher: tras su expulsión viajó a Brasil con unas cartas de recomendación de Soffici, gracias a las cuales pudo jugar dos pequeños papeles en el Cinema Novo brasileño: ser meritorio en el rodaje de Cuando el carnaval llegó (Carlos Diegues, 1972) y trabajar como vigilante nocturno en la productora de Glauber Rocha.

Afiche de la película «Quebracho» (Ricardo Wullicher, 1974)

En el camino de regreso a Buenos Aires, en una parada accidental en Villa Guillermina, Wullicher se encontró con la historia del que sería su primer largometraje: Quebracho (1974). Quebracho es el nombre de un valioso árbol cuya explotación generó grandes recursos en la Argentina de comienzos del siglo XX. El filme presenta a los leñadores, a los hacheros del quebrancho, muestra sus condiciones laborales cercanas a la esclavitud y el desarrollo sindical que cambió esas condiciones. Quebrachorecibió premios en el Festival Internacional de Karlovy-Vary y en el Festival de Cine Iberoamericano, y fue importante tanto para el público como para la crítica. Quebracho fue el primer largometraje dirigido por un alumno de la Escuela que se haya estrenado comercialmente.

Ricardo Wullicher es un  hombre reflexivo, informal y sonriente, que habla con calma y ojos claros. En el libro “ENERC 50 años”, se registran algunas palabras de Wullicher sobre su primer largometraje:

Quebracho marcó mi vida: reconcilió a mis padres con el oficio que yo había elegido, pero también hizo que tuviera que exiliarme en 1974, amenazado de muerte por las Tres A, junto con todo el elenco de la película. Con el retorno de la democracia, en 1983, y nombrado por el presidente Raúl Alfonsín, la ENERC pasó a estar bajo mi dirección. Irónicamente mi despacho era la misma oficina en la que había sido expulsado por un Vice-Comodoro. Esa gestión, liderada por Manuel Antín, Director Nacional del Instituto de Cine es, para mí, una de las mejores de la historia del hoy INCAA. Esa gestión, como la de Don Mario Soffici en 1973, nos dejó grandes películas: La historia oficial(Luis Puenzo), primer Oscar del cine nacional, El exilio de Gardel (Pino Solanas) y Camila (María Luisa Bemberg), entre otras.”

Desde la primera función del día inaugural Quebrancho atrajo al público: cuando Wullicher y su director de fotografía llegaron a la sala de la calle Corrientes poco después del mediodía, se encontraron con una fila de gente que empezaba en la taquilla y daba la vuelta a la manzana. Como caso insólito para un filme argentino de la época, Quebrancho estuvo en cartelera por cuatro semanas en 27 pantallas: “La gente salía de las salas en manifestación y cortaba la calle Corrientes”, narró Ricardo Wullicher en la serie de televisión ”Vidas de película”. La carrera de este cineasta que empezó en la Escuela, incluye otros filmes emblemáticos como La nave de los locos (1995), la primera película donde los mapuches, un pueblo excluido del cine y de la historia argentina, tiene una presencia protagónica. Wullicher también es productor: en 1996 fue uno de los fundadores de Patagonik, empresa gracias a la cual se realizó Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000), entre otros filmes.

Manuel Antín ha dicho que para la gente del cine la transición de la dictadura a la democracia fue como el proceso de sobreimprimir un material fílmico: una realidad que se transformó lentamente y sin revanchas. Aunque no todos los argentinos concuerdan con esa frase, en un país que se zarandeaba entre la democracia y la dictadura, el cine siempre representó entretenimiento y evasión, pero también esperanzas de cambio y memoria de la atrocidad. La ENERC cambió la vida de muchas personas: de Ricardo Wullicher, de Jorge Coscia que llegó a ser presidente del INCAA y luego Secretario de Cultura de la Nación, de Bruno Roberti, de Paula Massa, de Pablo Rovito y de Lucrecia Martel, entre muchos otros.

Pablo Rovito fue uno de los muchos estudiantes que pasaron por la ENERC, un estudiante combativo que buscaba cambios. Tras dirigir la Escuela por seis años, Pablo Rovito renunció en abril de 2017:

“La gente no tiene ni idea de lo que es trabajar en este lugar, aunque ya se sabe que también existen los que son capaces de matar cualquier nacimiento. Yo por mi parte, me llevo el cariño de los chicos, que es inconmensurable. Muchas gracias.”

Eso dijo entre aplausos al concluir su despedida en el auditorio, y Pablo Rovito tiene razón: es verdad que en el servicio público entre los pocos gestores medran los muchos burócratas, y es verdad que con las elecciones y los golpes de Estado a veces aparecen gobernantes que quieren destruir lo que no entienden, que buscan financiar sus ciudades a costa de otros. La despedida de Rovito en el auditorio terminó con aplausos, aunque junto a los aplausos había miradas de tristeza.

En el hall de la Escuela, entre el aviso que dice “Espacio INCAA”, y la multitud de estudiantes y colegas, Pablo Rovito se despidió de nuevo:

“Es muy conmovedor lo que pasó todos estos días, me parece extraordinario lo que ustedes hicieron la semana pasada: la asamblea del miércoles de la Escuela es histórica, y lo que consiguieron el jueves es increíble. La movilización y el que se esté discutiendo a fondo lo que en serio está pasando se lo debemos a ustedes. Yo me siento sumamente orgulloso de eso.” Dijo y de nuevo, como en el salón, se le quebró la voz y para abrazar esa voz rota empezaron los aplausos en un hall completamente colmado de estudiantes: jóvenes de pie aplaudiendo sobre el piso rojizo y los bloques de vidrio, y estudiantes aplaudiendo y saludando el trabajo de Rovito desde las altas barandas y desde las escaleras y los corredores.

“Yo ingresé a la Escuela en el año ‘84, muchos de ustedes no habían nacido. Egresé en ‘87 y empecé a dar clase en el ‘88. Seguí siendo profesor muchos años hasta que me echaron en la gestión de Julio Márbiz, cosa que llevo como una condecoración.” Dice, y sonríe:  “Como ven, cuando hablo me allano el camino para llevarme bien con la gente“, añade, y los estudiantes reciben la frase con risas. “Volví a dar clases cuando hubo concurso de cátedras y me volví a ir cuando entendí que la Escuela estaba yendo hacia lugares que no eran los que tenían que ser, y estuve alejado hasta que se abrió el concurso para la rectoría y me presenté, y desde hace seis años estoy aquí. Todo esto en definitiva es para decirles que hace 33 años que formo parte de la Escuela, y que salvo lo que tengo con mi viejo y con mi hermano, la relación con la Escuela es la más larga y más grande que he tenido en mi vida. Solo estoy dejando un cargo, la Escuela es parte de mi vida. La Escuela está viva. Ahora es el tiempo de ustedes, lo que tenemos que hacer es celebrar que tenemos la Escuela, y defenderla.”

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[1] John King: “El carrete mágico”. Ed. Tercer Mundo. Bogotá, 1993.

[2] “Catálogo Cine Corto Argentino 1958–1964”. Ed. Instituto Torcuato Di Tella. Buenos Aires, 1964.

[3] Beatriz Sarlo: “Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930”. Ed. Nueva Visión. Buenos Aires, 1988.

[4] Raúl Horacio Campodónico, Josefina Sánchez Frova y otros: “ENERC 50 Años”. Ed. ENERC. Buenos Aires, 2015.

[5] Lucio Mafud: “La imagen ausente”. Ed. Biblioteca Nacional, Universidad Nacional General Sarmiento y Teseo. Buenos Aires, 2008.

[6] Miguel María: “Cine Argentino: lo que vendrá”. Diario Clarín, Suplemento “Espectáculo”, 3 de julio de 1973, Buenos Aires, p. 1. Citado en “ENERC 50 años”, Vol. I.

[7] Andrés Oppenheimer: “Hacia una Cultura Nacional”. Revista Siete Días, No 326, 13 de agosto de 1973, Buenos Aires, pp. 36-38. Citado en “ENERC 50 años”, Vol. I.

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