David Lynch ha muerto

David Lynch ha muerto

EL ODIOSO DAVID LYNCH*

.

David Lynch murió y subió al cielo: parado en una nube frente al portal del paraíso, San Pedro le preguntó: “Bueno, dime: ¿Quién mató a Laura Palmer?” . Esa es una caricatura que publicó el New Yorker tras la muerte del cineasta estadounidense en enero de 2025, un pequeño homenaje que se basa en el enigma que Lynch dejó con la serie Twin Peaks (1990). Durante ese enero de conmemoraciones, en la WAMU, la estación radial de la NPR en Washington, alguna comentarista quiso elogiar el cine de Lynch afirmando que este artista se había dedicado a explorar la “Inocencia inherente al pueblo americano”; la “inocencia”, sí, de los “americanos”, sí, ese gentilicio que los gringos usan para ellos y nada más que para ellos. La frase de la locutora me molestó y me recordó un comentario sobre la cinta de Robert Zemeckis, Forrest Gump, una película de 1994: “Forrest representa la inocencia de América”; la “inocencia”, sí, la inocencia del Forrest que invade Vietnam en la guerra que perdieron los gringos después de asesinar a más de tres millones de vietnamitas, el Forrest que después se hace famoso y rico sin darse cuenta, sí, la patriótica inocencia de los Forrest Gumps del norte del continente americano.

Caricatura de Navied Mahdavian y Ellis Rosen publicada en The New Yorker del 17.01.2025

.

La primera película que vi de David Lynch fue El hombre elefante (1980), y en ese momento la odié casi tanto como detesto la frase de la comentarista que entrevistaron en la NPR. El hombre elefante, que recibió el Oscar a la mejor película de 1981, es el segundo largometraje de David Lynch después de su disruptivo Eraserhead (1977). El hombre elefante es una cinta impecable en términos de lenguaje cinematográfico, pero me dio la impresión de ser un trabajo sin humanidad, una película en la que el director despreciaba a todos los personajes de la historia, incluso al desventurado y monstruoso protagonista que le dice a la guapa actriz que lo visita con regularidad: “¿Usted cree que no sé porqué viene a verme cada semana?… Me visita para sentirse bella”. Décadas después de haber visto esa película no estoy seguro que David Lynch tratara con desprecio a todos los personajes de El hombre elefante o solo a la vanidosa actriz. No lo sé, tal vez no los desdeñaba y quizá, como dijo una buena amiga, lo que me molestó de la película fue esa actitud de Lynch del tipo “In your face!”: “En tu cara, te lo restriego en tu cara”.

En otro enero, el de 1946, nació David Lynch en los Estados Unidos de América en el estado de Montana, en Missoula, una población que en ese entonces tenía menos de 30 mil habitantes. En los años sesentas, David Lynch estudió pintura en The School of the Museum of Fine Arts de Boston y en la Pennsylvania Academy of Fine Arts y, como recordaba en France TV, en un reportaje de Culture Prime: «Una noche estaba en el taller de la Academia de Bellas Artes en Pennsylvania, trabajando en la pintura de un jardín y mientras miraba la pintura llegó una brisa y escuché el viento en el lienzo y vi las plantas que se movían y pensé: ‘Esto es interesante, una pintura que se mueve con el sonido’…». Y sí, las fronteras de las artes se movieron para David Lynch que realizó en 1966 su primer cortometraje: Six Men Getting Sick. A parir de ese momento la exploración artística de Lynch siguió cruzando los límites de las artes: su nombre se asoció al cine pero, como escribió el profesor Felipe César Londoño: la de David Lynch fue una obra transmedial, un universo de experiencias sensoriales, que se inició en la pintura y la escultura con estéticas que iban del surrealismo al expresionismo; que continuó con las películas que no solo escribía y llevaba a escena, sino que pobló con sonidos inquietantes, cintas en las que tenían un lugar central la música y la experimentación con paisajes sonoros, tareas en las que participó el músico Angelo Badalamenti, y los diseñadores sonoros Alan Splet y Dean Hurley. De esas pantallas sembradas con atmósferas perturbadoras, loops y elementos minimalistas, David Lynch regresó a los espacios físicos a través del teatro y el performance, las instalaciones sonoras y las instalaciones de video, dos ejemplos de esos trabajos son The Air is on Fire (2007), un montaje realizado en la Fondation Cartier en París y David Lynch: Between Two Worlds (2015) que se desarrolló en la Gallery of Modern Art de Brisbane, Australia. A medida que las tecnologías y las escrituras audiovisuales se transformaron también lo hizo la obra de David Lynch: en el año 2019 creó Twin Peaks VR, un proyecto desarrollado por Collider Games y Showtime en el que cada jugador explora el mundo de Twin Peaks, y en el 2021 desarrolló durante la Paris Photo la instalación The Third Place, un lugar donde el público podía sumergirse en una experiencia multisensorial habitada por sus obsesiones y la estética de sus obras.

Mi relación con el trabajo de Lynch se dio a través de las pantallas de cine: después de visitar al hombre elefante vi Eraserhead, y a partir de ahí empecé a asistir a cada uno de sus filmes y me sorprendí en cada encuentro: con frecuencia sus películas me dieron pesadillas, a veces me asquearon y a veces me excitaron un poquito, en ocasiones esas cintas me aburrieron y quise gritar: «¡Mañoso! ¡Dejá de enredar!», pero no, nunca me puse a gritar en la sala aunque me dieron ganas y una vez, incluso, compadecí al productor de su película: ¿cómo fue posible que un tipo tan baquiano en los negocios del cine como Dino de Laurentiis pudiera creer que con el largometraje Duna (1984) iba a ser el propietario de una saga taquillera al estilo de Star Wars (1977)? Pobre, pobre magnate italiano, la Duna de Lynch fue costosísima, es una película larga y extraña, y sin duda fue muy confusa para los espectadores juveniles. Nada de Coca Cola y crispetas, y mucho de David Lynch.

Así como la frase de la comentarista gringa en la emisora de Washington me parece fácil, patriotera, dulzona e inútil, hay una idea del cineasta Michael Haneke que aunque no se refiere al trabajo de Lynch, le calza muy bien:

“Me interesa ver películas que me confronten con cosas nuevas, que me hagan cuestionarme, que me ayuden a reflexionar sobre temas en los que no había pensado antes, que me ayuden a progresar. Ese es el tipo de películas que me interesan. Personalmente, creo que ver una película que simplemente confirma mis sentimientos es una pérdida de tiempo. Eso aplica no solo al cine, sino también a los libros y a toda forma de arte”.

Sí, eso es lo que siento con el odioso David Lynch: hay muchas cosas incómodas en su cine que no caben dentro de clichés estéticos, de fórmulas moralistas, patrióticas o revolucionarias, aunque gente como Slavoj Žižek, el filósofo y psicoanalista esloveno, lo haya embutido en las casillas de su “marxismo/lacanismo” — ¡Sí, ese híbrido teórico del “marxismo/lacanismo” existe! En serio, existe y es muy popular.

Aunque respeto la presencia cultural de Žižek, siempre me han molestado los ensayistas que se acorazan de citas para descuartizar obras cinematográficas desde la semiótica, el marxismo, el estructuralismo, o cualquier otro “ismo” posible y de moda; esos teorizadores me molestan mucho más que los cronistas del cine que a comienzos del siglo XX daban tumbos tratando de entender las escrituras audiovisuales desde las reglas del teatro o la literatura, aunque esos escritores sí tenían una buena excusa: trataban de comprender un nuevo lenguaje, y por eso recurrían a los idiomas que ya conocían. Tras más de un siglo de cine, los académicos que embisten la escritura audiovisual con arietes extracinematográficos me molestan aunque los leo con curiosidad, y a veces desarrollan ideas que me interesan, como una de Žižek en su libro Lo ridículo sublime: el concepto de “trasgresión inherente”. “La trasgresión inherente” es el nombre que Slavoj Žižek le dio a un capítulo en el que se ocupa del filme Casablanca (1942), de la censura de Hollywood conocida como el Código Hays, y de varias cintas del film noir, temas con los que introdujo reflexiones sobre el trabajo de David Lynch. En ese capítulo Žižek afirma, trepado en los aparatos en Freud, Lacan y Foucault, que la censura siempre lleva a la creación de relatos ambiguos y por eso mismo, mucho más ricos y enriquecedores en el público. Las censuras siempre conllevan una transgresión inherente, y el cine de Lynch encarna esa transgresión.

Lástima que Lynch se murió: yo seguiría visitando su cine, aunque me den ganas de pelear con la pantalla y con mucho de lo que se dice y se publica alrededor de su obra. Sin importar cuáles hayan sido las verdaderas intenciones de David Lynch al hacer películas, su cine es una referencia para los nostálgicos de la vanguardia surrealista, para los que buscan revoluciones a través de las artes, y para muchos cinéfilos que queremos sentirnos sacudidos por lo que encontramos en las escrituras audiovisuales. La obra transmedial de David Lynch recurre a la experimentación, a los recursos del film noir, del thriller y la ciencia ficción, pero siempre disuelve las fronteras de las artes, de los géneros cinematográficos, y de las parcelas de realidad en las que todos creemos vivir, su obra muestra los desgarrones de esa realidad. Aunque las películas de David Lynch se disfracen de autopistas, pueblitos y suburbios gringos, o de planetas distantes y fantasías de pesadilla, nunca han dejado de ser una expresión del mismo universo liminal de David Lynch, y eso es una de las cosas más admirables que se pueden decir del legado de un artista.

.

Fotograma de El hombre elefante (1980)

*Julián David Correa

.

Imagen destacada: una fotografía de Dan Peeke publicada en www.screenrant.com

.

.

¡Comparta su viaje! ¡Comparta su lectura!

Espacio para sus opiniones

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *