San Salvador: Salvarse y olvidar

SALVARSE Y OLVIDAR

Colombia es el país invitado de honor en la FILCEN (Feria Internacional del Libro de Centroamérica, que este año se realiza en El Salvador). La inauguración de la feria, como muchas otras, se inicia con discursos de funcionarios y con aplausos de un público formal, pero para la conclusión del lanzamiento se ha logrado que los organizadores salvadoreños permitan la conferencia de un escritor colombiano que ha recibido varios premios internacionales. El tiempo que se toma este autor es muy poco, suma apenas unos quince minutos. Al final el talentoso escritor dice:

“Hoy me han pedido hacer una conferencia sobre la literatura colombiana contemporánea, y pienso que lo menos interesante de esta propuesta es hablar de literatura contemporánea e, incluso, no es importante que hable de literatura colombiana. Lo importante es hablar de literatura, de gran literatura”.

La conclusión del escritor cierra una pequeña intervención en la que ha enumerado la gran literatura de las últimas décadas en Colombia: los cuentos de “La marca de España”[1], la novela “Los ejércitos”[2], la obra de Gabo que le debe tanto a los gringos del Sur, la de Mutis que le debe todo al mundo entero y en la que rara vez hay un personaje o un paisaje colombiano. En su conferencia, el galardonado autor habla de los colombianos, pero también de la literatura de Borges y la de Rulfo. Una muestra pequeña, en muy pocas palabras, de la literatura que carece de nación, porque la gran literatura recoge muchas naciones, y todas las lecturas y todos los sexos y todas las pasiones, y todas las búsquedas de la verdad. Y mientras habla el colombiano, la anfitriona del evento, la presidenta de la Cámara Salvadoreña del Libro, se despereza y piensa en bostezar, y el presidente de la Cámara Colombiana se pregunta si este novelista es un profesor de literatura que sabe mucho de libros y de escritores.

La inauguración del viernes pasa, y al recinto ferial llega un diurno sábado con poca gente, y llega el gran día de Colombia, el domingo, que se inicia la noche del sábado con la parranda vallenata. En la inauguración del viernes sólo hay embajadores, invitados, editores, fotógrafos y colados, pero la tarde del sábado se llena de centroamericanos, y la noche del concierto se llena de gente sin nombre que gusta de la rumba, y de colombianos que mueven negocios decentes y negocios turbios en Centroamérica (el gerente de un banco, las mujeres emprendedoras y las mantenidas, cuatro gordos borrachos con cadenas de oro y ponchos marcados por la bandera del país). La música de Valledupar acompaña las oleadas de alcohol y las loas a Colombia. El sonido retumba de manera terrible en el gran galpón de exposiciones, pero a nadie le importa que la música se distorsione y las palabras suenen briagas (porque las palabras están briagas, como briagos están los oídos).

La gente está de rumba: entre los muebles llenos de libros, lo que las personas buscan es la fiesta y el olvido. En primera fila, frente a los músicos del César, hay una hermosa escritora de ocasión, hija farandulera y ya entrada en los cuarentas de una poderosa familia colombiana, a quien acompaña su asistente gay (al que los organizadores salvadoreños también han tenido que pagar un pasaje en primera clase), y después del asistente con ropa de Pava y cuero de cocodrilo en los pies, está el novio de la bella debutante, un colombiano famoso y también muy rico, a quien ella le lleva unos diez años y que tiene un rostro desabrido, como de carne hervida en agua sin sal. Rodilla con rodilla, al lado de la sensual escritora, está el Embajador de Colombia, un tipo de corbata y traje impoluto que mira con todas las poluciones posibles a cuanta muchacha encuentra, y también a las morenas piernas y a los verdes ojos de la heredera. En la parranda vallenata está casi toda la Embajada, pero el Cónsul colombiano no aparece. Alguien pregunta por él para resolver una duda de los organizadores, pero el Cónsul no anda en funciones: está borracho entre los colombianos de oro y poncho, y se embriaga con la excusa de la patria. El Cónsul, a quien entre semana se le puede ver con corbata y gafas, este sábado revela la cicatriz de su mejilla y parece uno de tantos políticos de pueblo, un pequeño gamonal, un hombre que capitaliza las guerras de Colombia.

Los vallenatos retumban: “¡Oye bonita!”, dedica el maestro del acordeón a la actriz, heredera y novel escritora de best sellers a quien todos conocen. Los colombianos bailan y los centroamericanos cantan. El coliseo ferial es pequeño, pero hay otros salones, y en uno de ellos se lanza un libro de poesía: “Poesía ante la incertidumbre”, una selección de autores españoles y salvadoreños. El libro se presenta de manera paralela a la rumba, en un saloncito muy caliente y muy cerrado, con poca gente. El editor agradece a la sudorosa asistencia: “Estar en este sitio sabiendo que tenemos esas tentaciones colombianas al lado…”. El público sonríe. El editor presenta a cada autor, leyendo un par de hojas de las que no levanta los ojos. El editor es un salvadoreño alto, trabajador y tímido, que es feliz con cada libro que publica. El larguilucho editor presenta a los escritores, y en medio de los ecos de “La gota fría”, deja sola a la última poeta de la lista: Rebeca, una joven que se queda con el libro en la mano ante una decena de asistentes sofocados. “Una poeta española”, dice el editor.

En el salón donde se lanza el libro de poesía hace mucho calor, pero nadie abre las ventanas o la puerta, porque afuera el vallenato y los colombianos gritones, invaden todo con sus ganas de olvido. La poeta española es muy bonita, y lleva un vestido amarillo, corto y tropical. Todos sudan. Rebeca suda. “La gota fría” los acosa. Rebeca lee su primer poema:

“INVOCACIÓN

Que no crezca jamás en mis entrañas

esa calma aparente llamada escepticismo.

Huya yo del resabio,

del cinismo,

de la imparcialidad de hombros encogidos.

Crea yo siempre en la vida

Crea yo siempre

en las mil infinitas posibilidades.

Engáñenme los cantos de sirenas,

tenga mi alma siempre un pellizco de ingenua…”

El primer poema termina y el auditorio se queda en silencio, sin poder aplaudir. Luego, Rebeca narra la experiencia de una pequeña que camina por un cementerio al que la han llevado los abuelos, y lee:

“BEATRIZ ORIETA

(1919-1945)

Los niños corren y saltan la comba.

Beatriz Orieta pasea junto a Dante

sorteando los pupitres

[en medio del camino de la vida…]

Tiene litros de frío mojándole la espalda.

Apenas pueden nada contra él

los míseros tizones del brasero oxidado.

Entran al aula los gritos infantiles,

huelen a tos y a hambre.

Algunas veces,

Beatriz Orieta casi no contiene

las ganas de llorar

y mira las caritas sucias afanándose

en recordar las tildes de las palabras llanas…”

Beatriz Orieta era una maestra en un pueblito del Noroeste de España, y está muerta desde 1945, y Rebeca se ha inspirado en su lápida para pensar en un poema que es toda la vida de la pequeña profesora que espantaba el hambre y el inclemente frío con Dante, y con tantos otros dantes. Mientras Rebeca lee se puede pensar que los dos poemas son un mismo poema.

Fuera del saloncito caldeado por el encierro y por las palabras de Rebeca, continúa la fiesta que la excusa de los libros ha convocado, y los colombianos, mucho más borrachos, terminan de gozarse el concierto y se van a escuchar la charla de la ingeniosa escritora que además de actriz y heredera podría ser modelo. La mujer, una brillante figura de frases descarriadas los hace reír a todos (y especialmente a todas), mientras presenta sus dos best sellers. Ante el auditorio, la bella cruza las piernas y el Embajador le toma unas fotos a sus rodillas morenas.

Por Julián David Correa

Publicado en su libro «Veinte viajes», editorial Sílaba, 2019.


[1] De Eduardo Serrano.

[2] De Evelio Rosero.

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