UNA NIÑA
Quiero subir al cerro, mirar hacia abajo,
hacia la tela de araña polvorienta de Santa Ana.
Claribel Alegría y Darwin Flakoll: “Cenizas de Izalco”
La plaza de Santa Ana está rodeada por tres hermosos edificios: una iglesia barroca, un teatro y la alcaldía. Entramos al teatro cuya restauración empezó en 1982, en mitad de la guerra. La restauración se inició para escapar de la muerte. El guía dice: “En la guerra civil peleábamos con unos o con otros, pero al final peleábamos por lo mismo: la muerte”. Todos comprendemos. El hombre sabe que lo entendemos porque le explicaron que trabajamos con una agencia de cooperación internacional, pero lo que no sabe es que algunos también estuvimos del lado de la muerte. Entramos al teatro que es hermoso: neoclásico, de frescos en el techo y esculturas en los barandales, y que tiene un foyer con piso de tres maderas rojas, y vitrales y murales que imitan los gobelinos originales. No lo puedo creer. En medio de la nada, me encuentro con un tesoro que la sangre no pudo ahogar. En los corredores del teatro veo conspirar a los barones cafetaleros que lo financiaron en 1910, y veo a gente arrastrada del pelo para ser violada en un rincón durante los años ochentas, pero ninguno de esos fantasmas es más fuerte que la belleza que los sobrevivió. Me quedo sin aire. Es una sorpresa. Me detengo en los artesonados de madera y en los apliques de las paredes, e imagino a los artesanos y el orgullo con que regresarían al hogar después de hacer esas pequeñas maravillas. Entramos a la sala. En el escenario, una maestra joven conduce a unas niñas que ensayan el Cascanueces. El grupo con el que vengo no quiere interrumpir, y tras recorrer la sala se retira discretamente. Yo me quedo. Me siento en la tercera fila y contemplo el ensayo. Escucho la música, veo los esfuerzos de la maestra y de pronto siento que algo me toca con suavidad, algo que no es nada, casi nada, apenas el roce de una orquídea. Miro y golpeteando mi codo descubro a una pequeña de cinco años. La niña llama mi atención con un tubito de plástico que me ofrece: es un pincel para labios con olor a fresa. Saco el pincel del estuche, lo huelo y digo que está muy rico. La niña lo guarda en su maleta, que es casi tan grande como ella.
– Tengo una casa -me dice- es verde y blanca -escarba de nuevo en su morral-, y hay unos perros que muerden.
– ¿En tu casa? ¿Y no te dan miedo? -le pregunto.
– Sí, a veces, pero les digo que se queden quietos.
¿Por qué de entre todos los visitantes al teatro esta niña me escogió? Ella me mira con confianza y no para de hablar hasta que la maestra la llama y regresa al ensayo. Todas las bailarinas tienen menos de diez años, son niñas que guardarán para siempre el recuerdo de su alegría ante las sillas. Recordarán los olores del polvo, de las maderas y la obra, y las miradas de orgullo de sus familias. Hay vida en el teatro de Santa Ana.
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Julián David Correa
Publicado en su libro «Veinte viajes», editorial Sílaba, 2019
Imagen: foto tomada de la página Patrimonio Cultural SV
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