¿Quién le teme al cine LGBTI?

¿QUIÉN LE TEME AL CINE LGBTI?

UN RECORRIDO PERSONAL POR PELÍCULAS, EVENTOS Y MOMENTOS

Por

Pedro Adrián Zuluaga*

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La esfera pública que nos rodea, aquí y ahora, y en la que medramos con distintos grados de adecuación o rechazo, está invadida como un cuerpo afectado por el cáncer por la proliferación de relatos del yo. ¿Se trata del “espacio biográfico” nombrado por teóricos como Lejeune o Leonor Arfuch? ¿O de un nuevo contrato o pacto social -un pacto autobiográfico- que legitima los enunciados en primera persona, o incluso, en casos extremos, los considera como la única inscripción posible (y sincera) en la trama de los discursos?

En las múltiples intervenciones de lo subjetivo en lo público, algo parece tratar de afirmarse y hacerse sólido: gestos que intentan no desvanecerse en el aire. Como si a la fugacidad de la experiencia opusiéramos lo permanente de las palabras y las imágenes. Como si la “ilusión de eternidad” (Lejeune) no contará más que con la universalidad del relato (Barthes), en ausencia ya asumida de otras ideas trascendentes.

Diarios, entrevistas, perfiles, retratos, historias de vida, Facebook, realities, talk shows, cartas, literatura testimonial de la alta y la baja cultura, revelan una obsesión colectiva por no perderse en lo indeterminado, por delinear el afecto y la intimidad. No importa si, al decir de Hanna Arendt, “lo único que (ahora) tenemos en común son los intereses privados”.[1]

“¿Quién le tema al cine LGBTI? Un viaje personal por películas, eventos y momentos” es, en este sentido, un intento más de relato biográfico a tono con los tiempos, donde trato de que el cine y la cultura encajen en mi propia vida, y en concreto, en la aceptación personal de una diferencia, de esa diversità amenazada por el peso ciego de la tradición, por la homologación vertical o por el fascismo, de los que tanto hablaba el gran Pasolini, como marca de su propia vida, pero que están lejos de quedarse solo  “allá lejos y hace tiempos”. 

Contrario a un cinismo demasiado extendido para no ser sospechoso, yo creo que la cultura, el arte, la creación, son los únicos espacios posibles donde se concretan las formas de la libertad humana. Puede que lo que sigue sea más lo que ahora se suele llamar una biografía intelectual, y si así fuera, estoy dispuesto a creer que estamos hechos de lecturas y trabajados por los discursos, y que las ideas –o incluso la ideología con su traza de falsa conciencia- tienen soberanía sobre el mundo. Y ya no opongo resistencia. En el caso concreto de las películas, es visible como se robustecen  actualmente los estudios de recepción. Ya no importa solo que las películas existan. Tan importante como ese hecho es comprender qué hacemos como espectadores con el cine, con qué lecturas normativas o perversas nos apropiamos de las películas y con qué estrategias de identificación o rechazo nos relacionamos con ellas.

Voy a aplicar pues un espejo retrovisor para buscar saber y explicarme a mí mismo, cómo me afectaron ciertas películas, eventos y momentos que hacen parte del autorreconocimiento de las personas elegebeté en el corto tránsito de dos décadas, especialmente de una, los noventa, con sus hechos fundacionales, y cómo encontré en ese repertorio cultural los indicios de mi propio destino.

Pedro Adrián Zuluaga.
Foto: Revista Cero en Conducta

Crecí, para empezar, en un pueblo que como tantos otros que hacen parte del reguero de la colonización antioqueña, tiene las tres efes, de las que se burlaba don Tomás Carrasquilla, soldadas a su espalda. Un Santuario feo, frío y faldudo, reciamente conservador, conventual y mojigato, con sexo en sordina y mucho amor que no se atrevía a decir su nombre. Como si una edad media de los tiempos se hubiera instalado allí para siempre. Así que a los 18 años yo tomé como Dorothy el camino de baldosas amarillas hacia mi propia idea de liberación, en busca de la ciudad esmeralda del mago de Oz.

Pero en cambio fui a dar una ciudad verde y roja, del verde de los árboles y las montañas, del rojo del ladrillo y de la sangre. Era 1991 y esta ciudad, Medellín, era sacudida por grandes oleadas y movimientos, por los efectos de nuevas colonizaciones y modernizaciones, violentas y a destajo. Apenas unos meses antes, alguna parte de la ciudad institucionalizada se había enfrentado a un asombro ético y estético de grandes proporciones: una película apenas audible dirigida por un joven director de poco más de treinta años, que mostraba un mundo nuevo de desprecio a la vida y amor al instante, y que reveló como la música –casera, rudimentaria, aunque influida por la cultura internacional de masas– era un único punto de encuentro antes de la cita ineludible con la muerte.

Hablo de Rodrigo D., de Víctor Gaviria, la opera prima de un poeta sensible a las palabras menores y a las voces de la tradición, y atento como pocos a sus trampas. En Rodrigo D. estaban las señales vivas de una cultura patriarcal en crisis y mutación, y cualquiera podía leer en ella como el oro de la tradición se había convertido en los detritus del ahora 

15 años antes, el pequeño libro de un artista y poeta había nombrado por primera vez y sin disimulo el amor entre hombres, poniéndole cara y rostro  a lo que otros escritores de la villa como Porfirio Barba Jacob en sus poemas o Jota Restrepo en un insólito relato llamado La novela de los tres, habían delineado herméticamente, camuflando la agonía erótica en la tradición de la amistad masculina o el amor griego.

Te quiero mucho poquito nada, historieta, de Félix Ángeles, como lo escribí para el reciente especial de Arcadia que la sacó de su virtual olvido:

“(una) novela de formación y (una) declaración de amor y odio. Amor a Pipe Vallejo: ‘Hombrecito-niña-niño-cacorro… Monstruo entero niñomediobello’. Odio a Medellín y su gazmoñería. Se publicó en 1975, ilustrada con dibujos del propio Félix Ángel y con un tiraje de mil ejemplares firmados por el autor. Por escandalosa, fue retirada de todas las librerías de la Villa, menos de la librería Aguirre. Desapacible, experimental, armada a retazos y con un narrador que prueba todos los puntos de vista. La novelita de Ángel se atrevió, de forma pionera, a nombrar un deseo que no tenía voz”.[2]

Vituperado por la parroquia paisa, Ángel tomó el camino del exilio y se refugió en un desprecio  altanero a su ciudad, en el áspero odio donde se encierran el amor y la nostalgia. Sí, el exilio, el consabido exilio que antes de él le correspondió a Barba Jacob, el destierro no por voluntario menos sufrido que en los mismos tiempos eligió Fernando Vallejo para escribir, en la distancia y la evocación, su Fuego secreto. Ya lo decía Alberto Aguirre, en Medellín no hay inteligencia que no se desarrolle en Otraparte, como bien lo supo Fernando González, a la enemiga, de espaldas al lucro, el ahorro, la acumulación, el capital que rigen esas existencias tan primorosamente descritas por don Tomás Carrasquilla. Valor de cambio, reificación, fetichismo del dinero y de la mercancía, capitalismo anómalo si es que alguno no lo es. El oro de la tradición que se transmuta en la mierda de hoy.

Vidas como la de Barba Jacob fueron y se eligieron, en cambio, como pura fugacidad y desperdicio, destinos que prefiguran a los sicarios de Rodrigo D. o de La Sierra. Pero esas existencias del puro presente, con su inevitable pulsión de muerte, son también afirmaciones vitales, energía pura, ya sea en la razón o en la poesía, en el pensamiento o en la acción.

Portadas de la Revista Arcadia.

Y ahora voy a hablar del don de la vida, y empiezo como Vallejo a borrar de una libreta los muertos que me dan vida, en los que crezco y me afirmo, porque “¿qué es un individuo sino un usurpador? ¿Qué significa el advenimiento de la conciencia sino el descubrimiento de los cadáveres a mi lado y mi terror de existir asesinando?”.[3] Y hablo de muertos porque es claro que esto no es color de rosa.

Hablo de los que se fueron, pero empiezo por quienes se quedaron. En los años setenta y ochenta, algunos decidieron permanecer y pulsar con  fuegos incandescentes  las buenas conciencias de Medellín. Uno de ellos, León Zuleta, practicó una extraña mezcla de freudomarxismo, más bizarra aún que la del otro Zuleta, Estanislao, y propugnó por una revolución sexual-política. En libelos como El cocodrilo insurgente, del cual se publicaron cuatro números, La carreta libertaria o el periódico El otro (1977-1979), o en las búsquedas de la otra conciencia a través de los hongos, la marihuana o la amanita muscaria, cuyas visiones se concretaron en libros como Bazuco street. La calle de los juegos artificiales, Zuleta practicó una escritura experimental y barroca, siempre conectada con la invención de nuevas formas de vivir y amar. La escritura no estaba separada de la propia existencia. Zuleta escribió para vivir, vivió para dejarse marcar y matar. Y lo mataron en la madrugada del 22 de agosto de 1993, hoy hace 19 años.

También mataron al dramaturgo y escritor José Manuel Freidel, otro huracán, otra borrasca que se extenuó en una intensa escritura teatral y dramatúrgica con su grupo de la ex Fanfarria. El 28 de  septiembre de 1990, Freidel salió del bar Catrú en la Avenida La Playa entre carreras 42 y 43 y subió a un carro desconocido. “Horas después lo encontraron muerto. Nadie se atribuyó el crimen. En su prolífica obra teatral, esa muerte estaba prefigurada. ¡Ay! ¡días Chiqui! es el monólogo de un travesti que teme salir en las noches: intuye que puede ser objeto de la limpieza social. Pero el señuelo del amor lo lleva a la cita con su destino. Esta pieza de Freidel es teatro urgente, denuncia, acusación por la muerte de más de doscientos travestis en la Medellín de mediados de los ochenta. La obra ha seguido vigente con nuevos montajes y el odio y la violencia también”. [4]

Y cito el blog “Una hoguera para que arda Goya”:

«La Medellín del teatro de Freidel se corresponde con aquella que alude los ensayos de María Victoria Uribe: ‘en 1990 el 17% de los jóvenes que tenían entre 12 y 19 años, es decir, unos 64.000, ni estudiaba, ni trabajaba, ni buscaba empleo. Medellín presentaba el índice de escolaridad más bajo. El nivel de escolaridad era del 100% para el estrato alto-alto, del 88% para el alto-medio, del 53% para el bajo-medio y del 38.3 % para el bajo-bajo. En los exámenes de estado se encontró que Medellín estaba por debajo de la mayoría de las capitales de departamento. La baja escolaridad y el desempleo propiciaron que gran cantidad de jóvenes permanecieran sin oficio y sin estudio, dispuestos a salirle al paso a cualquier oportunidad de ganarse unos pesos. El sector más golpeado por la violencia fueron los jóvenes’.  En ‘Informe por la vida (Medellín 1993)’ leo que cuarenta mil fueron asesinados en diez años. Entre 1990-1991 la guerra se ensañó especialmente contra jóvenes que pertenecían a grupos culturales, teatreros y líderes sociales. Cuerpos civiles de seguridad (el F2, el DAS, la Sijin, la Dijin, el Únase, el Bloque de búsqueda) fueron acusados de dichos crímenes. Algunos altos oficiales, ante micrófonos, como un coronel de apellido Bahamón, declararon: ‘la retaliación por la muerte de policías fueron las matanzas colectivas’. Otros suboficiales, lejos de micrófonos, justificaron las muertes: ‘es que a través de los líderes y de los teatreros se adoctrinaba, se organizaba y se coordinaban las oficinas de sicarios y las milicias urbanas».[5]

 Alguien se sorprende de que hoy pasen cosas parecidas en la bella villa y que maten líderes culturales y músicos de hip hop. Solo que en aquella época, “allá lejos y hace tiempo” aquello se aceptaba, mientras hoy se tapa con millones de pesos en publicidad empeñada en defender el buen nombre.

A Freidel lo mataron en 1990, a León Zuleta en 1993. ¿Crímenes sexuales o pasionales? ¿Crímenes de odio? ¿Delitos políticos? Los tiempos de la muerte de Pasolini revivían aquí y ahora. Cito un texto de Juan Camilo Rengifo, publicado en el periódico universitario De la Urbe y que se llama “¿Por qué a usted señor Zuleta?”:

«Del puñal que lo despojó de su vida aún no se sabe nada; de las manos que lo empuñaron, menos; del odio con que lo hicieron, sí. De ese se sabe que sigue proliferando en la sociedad. Su muerte fue imprevista pero predecible por las constantes amenazas que lo acechaban. A usted le propiciaron más de veinte puñaladas la madrugada del 22 de agosto de 1993 en su apartamento, su asesino quería matar y volver a matar su cuerpo (“Matar, rematar y contramatar”, como diría María Victoria Uribe en uno de sus ensayos donde trata de explicarse la tanatomanía nacional). ¿Por qué a usted, señor Zuleta? ¿Por ser homosexual? ¿Por ser de izquierda? ¿Por sus borracheras? ¿Por su consumo de marihuana? ¿Por qué a usted, señor Zuleta? ¿Acaso por ser fundador del Movimiento de Liberación Homosexual de Colombia, o por promover la primera marcha gay del país en 1983, o por haber hecho parte de la Juventud Comunista (JUCO), o por haber trabajado en el Instituto Popular de Capacitación y en la Escuela Nacional Sindical? Usted que fue filósofo, profesor, intelectual, poeta; que llegó a ser ángel, demonio, luz, sombra, se convirtió en un referente político y académico, empecinado en los Derechos Humanos y fiel amigo de los sectores sociales. Usted, un hombre de “noches intensas”, que comenzaban en el bar Serenata o en cualquier otro ubicado en las calles del centro de Medellín, lejos de la farándula y con la compañía de Piedad Morales. Frecuentes borracheras que iniciaban después de las seis de la tarde y que al igual que Piedad se esfumaban a media noche para dar paso a los consumos de marihuana, al disfrute de lo erótico, a la libertad total del cuerpo.

Usted que quién sabe cuántas veces escuchó las palabras marica, cacorro, dañado, torcido, anormal, pirobo, pecador, roscón, galleta; usted mismo que quién sabe cuántas veces contestó con besos, risas pícaras, sensuales caricias y descarados coqueteos; usted, que somos todos, que quién sabe cuántas veces fue callado, cuántas veces fue golpeado, burlado, insultado, negado, olvidado, asesinado.

Fotograbado de León Zuleta realizado por Manuel Antonio Velandia Mora en 2014

Usted que amó al hombre hambriento, a la lesbiana, al policía, al transgenerista, a la mujer vulnerada, al marica, al prisionero de la calle, al homosexual, a la prostituta, al de altos ingresos, al hombre corrupto, al individuo ignorante, al marihuanero, al obrero, al borracho; que caminó con los sindicalistas, las feministas, los comunistas, las juventudes; que respetó al otro, al que le era diferente, lo escuchó, lo entendió, lo amó; que se empecinó con los Derechos Humanos; que se condenó al amor y lo condenaron al rechazo; que se convirtió en un demonio por no comulgar con el patriarcado, con el sistema, con el autoritarismo y la exclusión; fue entonces el hereje al que odiaron, expulsaron, desterraron, exiliaron, asesinaron, silenciaron».[6]

A Zuleta lo mataron en 1993, cuando ya otro poeta maldito se vivía muriendo en una Medellín de noches interminables que desafiaban el toque de queda tácito y las mil y una formas del miedo. Ahí lo encontraba a veces, a Raúl Gómez Jattin,  aterrorizando jovencitas y seduciendo efebos, en el bar La Artería –que digo bar, un parqueadero con acera en la Avenida La Playa, entre carreras 42 y 43, muy cerca de donde Freidel tomó el carro de su muerte–. ¿Cómo pudo alguien tan feo y desgreñado, como Gómez Jattin, convertirse en un símbolo de la cultura gay en Colombia, ser citado en los cocteles de la aristocracia cultural y ocupar un lugar de privilegio en sus bibliotecas,  y escribir elaborados poemas de amor a los muchachos? Sólo muerto, remuerto y recontramuerto, arrasado por un bus en la noche, tirado en la calle, solo. Ay Cartagena, Ay Medellín, Ay Días Chiqui, Ay León, Ay Freidel, Ay Raúl, arde Raúl en el infierno de tu fuego, pues solo los muertos tienen paz.

A Paul Bardwell lo mató un cáncer en 2004; se lo llevó en pocos meses, en los que pasó de ser un gigante lúcido y optimista a un junco adolorido y apagado, ni siquiera pensante, sino alucinado. Fue un gringo llegado a Medellín en 1977 y proveniente del corazón blanco de Norteamérica, de los wasp de Massachusets que él, con condescendencia y humor, consideraba mientras estuvo vivo, una minoría exangüe.  En 1989, un terrorista lo abordó en la puerta del Colombo y le exigió evacuar a los estudiantes que tomaban clases de inglés. En pocos minutos, quedó destruida la biblioteca y buena parte de las instalaciones de la calle Maracaibo. Paul resistió sin resentimiento, fue en contravía con dulzura. Unos meses después inauguró la primera sala de cine, gestionó exposiciones de arte colombiano en Estados Unidos, fundó la revista Kinetoscopio, comprometió y coordinó ciclos de cine y películas que formaron a una generación de espectadores, “le devolvió el amor por el cine a Medellín”, como dijo de él crítico Luis Alberto Álvarez. Amó de la ciudad su dificultad, su dogmatismo, su violenta ebriedad, su entusiasmo, su capacidad de desbordarse.

Paul Bardwell en la portada de la Revista Kinetoscopio.

Para oponerse a una cultura de la homologación, estandarizada y monótona, Paul Bardwell masticó con insistencia, dentro del Colombo, una flor exótica: el multiculturalismo. Nunca supo definir muy bien de qué se trataba porque no fue un hombre de conceptos. También en esto iba en contravía. Jamás una discusión ideológica, nunca el pantano de la demagogia. Siempre la acción que transformaba todo a su alrededor.

En las salas del Colombo Americano se vivieron momentos fundacionales de convocatoria cultural, que congregaron al círculo elegebeté, antes incluso de que osáramos llamarlo con tan incluyentes siglas. Voy a detenerme en tres de ellos para ponerle una pausa al trabajo de la muerte.

En 1993 o 94, un ciclo de Rainer Werner Fassbinder mostró gran parte de la obra angustiada y abstrusa y la “difícil ternura” de este genio del Nuevo Cine alemán. Los atormentados héroes de Fassbinder pagan caro el amor y reciben desprecio y traición como moneda de cambio del afecto que entregan. Erwin-Elvira, el personaje de Un año con trece lunas, se ha hecho una operación de cambio de sexo por amor a un cínico especulador de construcción que después la desprecia. Convertida en un bulto de carne gorda y deleznable, para ella misma y para los demás, Elvira recorre parques y descampados en busca de una caricia que le devuelva su humanidad perdida, y hace un viaje hacia la recuperación de sus afectos pero solo recibe golpes y humillación. Su única salida es el suicidio. Esta sinfonía del sufrimiento no es únicamente una película sobre un transexual sino la inmersión en las entrañas de un dolor universal. Pero también es un filme capaz de mostrar las formas particulares de traición que definen el amor entre hombres, la violencia erótica, el deseo que se transforma en odio en una misteriosa línea de continuidad. Esta y otras películas de Fassbinder con su regodeo en el melodrama, sus excesos de sangre, sudor y lágrimas fueron también una educación sentimental para toda una generación de gays, lesbianas, transgeneristas y transexuales. Llegaron a su tiempo, cuando los referentes más frecuentes eran filmes finalmente conciliadores como Las cosas del querer de Jaime Chavarri, o las películas de Almodóvar en las que se reconoció toda una generación.  y apenas han sido superadas

En el 94 o 95, un ciclo del británico Derek Jarman, traído al país por el British Council, no poco tiempo después de su muerte, convocó enormes filas al ingreso de la sala 1 del tercer piso del Colombo Americano. ¿Qué imagen proyectada de nuestro infortunio reconocíamos en la imaginería desbordada de Jarman, la misma que termina en el monocromático y melancólico azul technicolor de Blue, su testamento cinematográfico? ¿Por qué tanta necesidad acumulada de releer la cultura occidental y algunos de sus íconos –Jesús, Shakespeare, Wittgenstein, San Sebastián- en una perspectiva maricona? En mi memoria siempre aquella letanía que se escucha en The Garden, esa mezcla de misticismo cristiano en clave de opresión gay y de lucha contra el sida:

Quiero compartir

este vacío con ustedes.

No llenar el silencio con notas falsas.

Quiero compartir

esta desolación del fracaso.

Los otros les construirán expresamente

carreteras en ambas direcciones.

Yo ofrezco un viaje

sin dirección,

incierto

y sin una conclusión dulce.

Cuando la luz se desvaneció,

fui en busca de mí mismo.

Había muchos caminos

y muchos destinos.

Poco después, algunos hombres

que estudiaban las estrellas

vinieron de oriente a Jerusalén

y preguntaron:

¿Dónde está el bebé

nacido para ser rey de los Judíos?”

Hola a todos.

Hoy es el día de la tarjeta de crédito.

Todos sus sueños

se llevarán a cabo.

Aquel hermoso Ferrari, el adorable

apartamento en la ciudad y chicas guapas.

Así como Judas.

¡Judas es hermoso!

¡Oh, mira, todos sus sueños se harán

realidad con las bellas tarjetas!

Gracias, gracias,

Judas, gracias…

Gracias, gracias…

¡Desterrar el negro, quemar el azul

y enterrar el beige!

A partir de ahora, chicas…

Piensen en rosa, piensen en rosa

al hacer las compras de verano.

Piensen en rosa, piensen en rosa cuando

busquen alguna cosa.

El rojo está muerto, el azul pasado,

el verde es obsceno y el marrón un tabú.

Y no hay la menor excusa

para el púrpura o el vino,

o el chartreuse.

¡Piensen en rosa! Olviden el Dior,

 es un color negruzco y oxidado.

¡Piensen en rosa!

¡Piensen en rosa, piensen en rosa en

el largo camino que tienen por delante!

¡Piensen en rosa! ¡Piensen en rosa

y el mundo quedará rosado!

Me paseo por este jardín

de la mano de amigos muertos.

La vejez llegó rápido para

mi congelada generación.

Frío, frío, frío,

murieron tan silenciosamente.

La generación olvidada gritó,

¿o iba llena de resignación,

protestando en voz baja con inocencia?

Frío, frío, frío,

murieron tan silenciosamente.

No tengo palabras, mi mano temblorosa

no puede expresar mi furia.

La tristeza es todo lo que tengo,

sin palabras.

Frío, frío, frío,

moristeis tan silenciosamente.

Manos unidas a las 4 de la mañana, en la ciudad profundamente

dormida

nunca oíste la dulce canción

de la carne

Frío, frío, frío,

murieron tan silenciosamente.

Mateo se folló a Marcos, que

Se folló a Lucas, que se folló a Juan

que yace en la cama

en la que yo yazco.

Tócame otra vez

mientras cantan esa canción.

Frío, frío, frío,

morimos tan silenciosamente.

Mis claveles, rosas, violetas azules…

Dulce jardín de placeres desvanecidos.

Por favor,

vuelvan el año que viene.

Frío, frío, frío,

morí tan silenciosamente.

Buenas noches, muchachos. Buenas noches, Johnny.

Buenas noches, buenas noches.[7]

Imagen del filme Blue (Derek Jarman, 1993)

Ah, Jarman murió de Sida, como tantos otros menos célebres que él que murieron más silenciosamente, en horribles mazmorras de vergüenza y soledad. De la reinvención de la amistad masculina, del amor sin ataduras y exclusivismos, del rompimiento de los vínculos con la familia y la pareja burguesa  se llegó a una última forma de romanticismo y camaradería, pero en la desgracia. “Libertad, igualdad y fraternidad…en la muerte”, como agregaría Dostoievski.

Sí, quizá el sida fue el precio de una ciudadanía más cara, para citar las palabras de Susan Sontag sobre la aureola de iniciación y genialidad que rodeó a algunos muertos de tuberculosis. Pero Hollywood tomó nota y de forma oportunista convocó a uno de sus grandes íconos, Tom Hanks, para darle cuerpo a un enfermo de sida en Filadelfia, la tierra de los padres de la independencia americana. Y después empezó a vender en bandeja el mito de la pareja gay. Del amor entre personas del mismo sexo como una forma exasperada de la contracultura, visible en los filmes de Andy Warhol o Todd Haynes, se pasó a la trivialización del personaje homosexual, del closet se pasó al decorado neutralizando toda la posible potencia política del homoerotismo o el poliamor.

Y estamos ya en julio de 2001, otra vez con filas enormes en la sala 1 del Colombo (y también aquí en la Cinemateca Distrital que por entonces como ahora dirige el colega y amigo Julián David) para ver los filmes militantes y autorreferentes de Rosa von Praunheim, que fueron seguidos en años posteriores, por todo un inventario de producción al margen de la gran industria. Pero ya eran otros tiempos, muy lejanos de esos ciclos con copias piratas de la gloriosa videoteca del Colombo Americano, con los cuales hicimos un ciclo de películas gay en uno de los templos del conservadurismo paisa: la Caja de Compensación Familiar Comfama, quizá en el 97 o 98. Ni siquiera se pudo mencionar la palabra gay u homosexual en el título del ciclo, que presentó Manuel Bermúdez, un compañero de la Facultad de Comunicación de la U. de Antioquia, que después se lanzó como candidato al concejo de la ciudad y perdió, y protagonizó una de las primeras bodas simbólicas de carácter público entre personas del mismo sexo en Colombia.

Hacia finales de los noventa, como todos saben, se volvieron frecuentes las marchas del orgullo gay o de ciudadanía plena o como quiera que se llamen o se hayan llamado y el activismo encontró un nicho en la institucionalidad política, y en esa a veces  terrible forma de territorialidad que es la Academia. El periodismo reaccionó y hoy desde muchas tribunas se le da a las luchas LGBTI una visibilidad que ya quisieran otras agendas reivindicativas menos glamurosas. Y el Ciclo Rosa es expresión de estos cambios.

Me resulta difícil encontrar una razón que explique por qué, a pesar de los logros y los triunfos jurídicos, culturales y políticos, la sensación que percibo es de insatisfacción y derrota, de hostilidad y cansancio. ¿Hay hoy más o menos miedo que antes? Es posible que se sufra más por las plegarias atendidas que por las no atendidas, como lo dijo Teresa de Ávila y lo repitió Capote, y que sea difícil no dejarse vencer por la nostalgia de lo clandestino.

Resulta difícil no enamorarse de la muerte y la tragedia y aceptar ser una fuerza tranquila. Hoy el desafío es no dejarse dominar por los esencialismos identitarios, y reconocer lo común por encima de la diferencia. Sin embargo la diversità existe y no siempre resulta cómoda. Hay cuerpos fronterizos que desatan impensables formas de odio y de violencia, cuerpos en los que una sorda desgracia se ensaña. Espero que esa diversità pueda volverse una fuente de riqueza y creatividad y no la cuna del sufrimiento y de la muerte, como con frecuencia ha ocurrido y como espero que esta lista de ausentes nos haya permitido recordar.

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Imagen del Ciclo Rosa 2013.

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*Ponencia presentada en el Ciclo Rosa Académico. Agosto 2012, realizado en la Universidad Javeriana, y publicado en el catálogo razonado Ciclo Rosa 2013.

Agosto de 2012

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[1]. Hanna Arendt, “La esfera pública y la privada”, en: La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 2009.

[2]. “Especial: 25 joyas de la cultura gay”, Revista Arcadia, núm. 81, junio de 2012, disponible en: http://www.revistaarcadia.com/especiales/25_joyas_cultura_gay/index.html

[3]. Emmanuel  Levinas, Difícil Libertad: ensayos sobre el judaísmo, Madrid, Caparrós, 2004, p. 130.

[4]. “Especial: 25 joyas de la cultura gay”, Revista Arcadia, núm. 81, junio de 2012, disponible en: http://www.revistaarcadia.com/especiales/25_joyas_cultura_gay/index.html

[5]. Disponible en: http://unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com/2011/03/jose-manuel-freidel-asesinado.html

[6]. Juan Camilo Rengifo, “¿Por qué a usted señor Zuleta”, Periódico De La Urbe, núm. 41, Universidad de Antioquia, disponible en: http://www.colectivoleonzuleta.org/bioleonz/bioleon2.html

[7]. Del guion de The Garden, Dir. Derek Jarman, Reino Unido, 1990.

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