Guayaquil: El hotel de los suicidas

Guayaquil: El hotel de los suicidas

EL HOTEL DE LOS SUICIDAS

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La tierra temblaba y las pantallas caían entre explosiones de cristal, y todas las ventanas reventaban: las de espejo negro y las de vidrio a la calle, y todo era aullido, todo. Los parlantes gritaban: “¡Busquen un lugar lejos de los edificios!, ¡Busquen…!”, pero en el centro todo es muro alto y cristal, así que corrimos hacia el malecón, y unos cruzamos las puertas y otros saltaron las rejas, y todos nos fuimos hacia el río, hacia la orilla del río Guayas, y nos quedamos ahí, entre el agua oscura y las nuevas lozas, entre el río y los juegos coloridos que seguían con sus cancioncitas infantiles mientras los caballos de madera crujían y las máquinas de comida caían al suelo y reventaban con ruidos de monedas y gases de bebida negra. Clara también se cayó, y su cámara salió disparada y dando tumbos, y se deshizo en cristales y plásticos. Levanté a Clara y nos miramos, y sus ojos eran verdes y su pelo rubio, y parecía salida de otra pantalla. Me dijeron que la protegiera, y corrí con ella y con los otros, y nos guardamos en el malecón, entre la humedad y el calor, y vimos el bamboleo de las torres mientras los parlantes aullaban: “¡Busquen un lugar lejos de los edificios! ¡Busquen…!”, y de pronto empezaron los otros gritos que decían: “¡Fuera del malecón! ¡Fuera del malecón!”, y nadie se movía mientras los cristales llovían y los marinos dulces nos hacían gestos y nos llamaban desde los planchones, y mientras la policía privada gritaba: “¡Fuera del malecón! ¡Fuera del malecón!”, y los parlantes repetían lo de los edificios, y algunos mansitos empezaban a salir por los portales, mientras la otra policía, la de todos, llegaba al río de todos y nos sacaba a todos: a los bravos, a los remolones y a los asustados, y nos sacaba a los que nos habíamos agarrado a las palmas y a los árboles, y a las estatuas de los presidentes y los políticos de todos. Recuerdo el palo y el golpe.

Ahora duermo en el hotel de los suicidas, y en las mañanas le mando mensajes a Clara. Entre las celosías soldadas de mi ventana puedo ver la calle que recorre la basura: las bolsas de rayas azules, las cosas blancas, la mugre volátil y gris. Silbidos encajonados atraviesan el hotel de los suicidas: cada noche se escucha una musiquita que sale de los diez parlantes que llevan los camiones pálidos, los camiones de la basura. Ya no se escuchan las voces de los niños que vendían cigarrillos: “¡A ver Luckies!”, “¡A ver Luckies!”. No han pasado cien años y ya no se oyen los gritos de esos niños. Mi habitación es el blanco del huevo, es pálida y pequeña. Al otro lado de la calle, frente al hotel de los suicidas hay un parqueadero, y antes que amanezca empiezan a pasar los autos y la gente. El rumor, el rugido. Cada amanecer, la primera persona que pasa es un un tipo joven y rechoncho, con esa gordura rara del que come mal. El hombre es gris como la mugre, y usa pantalones cortos, y un morralito a la espalda y corre para llegar a tiempo al trabajo. Si miro hacia abajo, entre las celosías puedo ver la calle, y si me paro en la cama puedo ver una raya de cielo que se vuelve blanco en las mañanas y al atardecer deja pasar la yema de un sol rojo que quema mis ojos, y mancha las paredes de los edificios, paredes traseras casi todas, paredes sin adornos, con ropa tendida y huecos, y cajas metálicas de aire acondicionado que esperan caer sobre alguien.

Me dicen que la peste está en todas partes: que la gente se cae en la calle y ya no se levanta, y que la policía encuentra cuerpos podridos en las casas. Me dicen que esté atento al ruido, y el ruido llega. La mañana en que escapé algo se cayó, no sé si fue una persona asfixiada por la peste, o alguien tronado por un aire acondicionado que se destartaló entre sus huesos, pero algo se cayó. Una mañana alguien gritó en la calle y los del hotel salieron, y yo escapé: bajé, crucé el comedor, pasé junto a la lamosa piscina y el gimnasio que es un depósito de máquinas y un espejo, pasé junto a la piscina y pisoteé las palmeras nuevas, y trepé por el muro empedrado y salté las serpentinas de metal y salí a la calle por la que giran las bolsas azules y pasa el hombre gris. En una esquina una rata se comía algo, un animal del que solo se veía la carne roja y la punta de un hueso. El barrio entero es grasa, es mugre y soledad: edificios abandonados, rejas cerradas, avisos que parecen pintados por la mano de un niño: caritas sonrientes y coloridas, letras temblorosas, solecitos. Tablas que anuncian oficios olvidados y restaurantes sin comida.

Encontré a Clara en el parque de las iguanas, frente a la catedral. Antes, estas tierras y sus playas estaba llenas de iguanas y de cangrejos, ahora a los cangrejos solo se los ve en un plato y a las iguanas en el parque Seminario. Los pequeños dinosaurios se paseaban tranquilos alrededor de nosotros, y yo era feliz viendo los ojos verdes de Clara y su piel blanca entre ropas negras, y era feliz escuchando sus palabras bonitas y sabias. Clara nunca miraba hacia atrás. Había muy poca gente, Clara y yo estábamos junto al kiosco, bajo el sol, pero en medio de una frase nos hicieron sombra: una mujer negra de labios rojísimos. El cuervo se atravesó entre las palabras de Clara y yo. La mujer negra de labios rojísimos llevaba falda larga y una Biblia enfundada en un estuche de cuero.

– Permítame unas palabras sobre nuestro salvador que murió por nosotros -me dijo, y yo le respondí sin pensarlo:

– ¡Eso es lo peor que le ha pasado a la humanidad! ¡Ustedes son lo peor que le ha pasado a la humanidad!

La mujer se quedó fría, sorprendida, pero luego abrió mucho sus ojos y me miro con ganas de martirio. Clara intervino:

– Es broma, él lo dice en broma -y la Clara sonrió, y frente a esa sonrisa suya tan grande y fresca, ante esa sonrisa soleada, el cuervo y yo nos detuvimos, pero tras un segundo de silencio la mujer graznó:

– ¡Voy a leerle un salmo! –y yo miré con asco a ese cuervo de labios rojísimos, y me tapé los oídos, y repetí como un mantra, como la frase de un rosario: “Es broma, es broma”. No quise mirar a Clara, me dio vergüenza, pero escuché cómo la mujer se iba murmurando: “Es gracias a Dios que usted puede comer”, mientras yo pensaba: “Y es gracias a ustedes que la humanidad se arrastra”, pero no dije nada. El cuervo y su Biblia se alejaron, y yo no sabía qué decirle a Clara. Tenía vergüenza. Me quedé callado un rato, viendo a los pequeños dinosaurios corretear y follar entre los arbustos. Al fin murmuré una disculpa, y Clara señaló una casa en una esquina del parque:

– ¿La viste? Qué casa tan hermosa. Me encanta ese color.

Yo sigo la mano y sigo el dedo, y miro la casa, y de nuevo puedo ver los ojos de Clara:

– ¡Gracias! -le digo, y salto a su mejilla y le doy un beso-. ¡Gracias! –repito, y vuelvo a ver la casa turquesa que ella admira, y el cielo azul tras las torres de la catedral, y le puedo sonreír a los pequeños dinosaurios que son el tiempo, y siento paz, y pienso en besar la boca de Clara, pero Clara se va.

Clara se fue y yo me quedé con el beso guardado. Me despedí de Clara en el parque de las iguanas, y decidí ir al malecón a buscar los marinos dulces que querían ayudarnos en el terremoto. Eché a andar pero me perdí: caminé varias cuadras y me fui por entre las tiendas de chinos, y pasé frente a una iglesia donde al arco de entrada lo decoran florecitas que parecen de plástico, y que queda en una plaza donde la gente se reúne bajo un televisor gigante que los emboba desde las ventanas del alcalde perpetuo. Buscando el malecón me metí en la plaza y pasé entre ese grupo alelado que veía un partido del mundial, y nadie me miró, nadie, porque a todos los hipnotizaba la refriega de dos países ricos y fríos que quedan en el borde del Ártico. Mientras cruzaba el grupo, un viejito flaco se desplomó: tenía los ojos muy abiertos y un tapabocas rojo. Le levanté el tapabocas, los labios estaban chupados y no respiraba. No me pareció decente dejar al flaco tirado entre la gente, así que lo arrastré hasta un árbol, y le puse una flor de San Joaquín sobre el pecho, una flor amarilla. Me fui por una calle y pasé frente a un par de huecas que ofrecían sopa de bola, y pasé frente a la estatua del Libertador Tonto, Lee lo llamaba el “El Libertador Tonto”, y seguí caminando y sentí el vaho de la tierra mojada y las raíces podridas, y me acerqué al malecón a la altura de la selvita jurásica que queda por los carruseles, y al llegar vi que las rejas habían crecido desde que me metieron al hotel de los suicidas: las rejas eran más altas, muy altas, y vi que un vendedor de agua las trepaba y que un vendedor de manzanas acarameladas, con su bandeja de bolitas rojas hacía equilibro entre las puntas tratando de bajar. Recordé los palos de la policía privada y de la policía de todos, y pensé que las estatuas de los presidentes nos estaban vigilando, y se me quitaron las ganas de entrar al malecón y de caminar a la orilla del Guayas, y de buscar a los marinos dulces. Si voy a buscar a los marinos, lo haré con ella.

La mañana está lejos, pero voy por Clara. Le mandé a avisar que la iba a esperar a la salida del trabajo. Me contaron que ella no dijo nada, pero me advirtieron que vivía con un hombre triste. El día había sido muy caliente y húmedo, y el olor a manglar podrido estaba por todas partes, también entre las estatuas y las columnas de la antigua Gobernación. Me senté un rato junto a la escultura de Sucre que se parece a Napoleón y esperé. Las palomas dormían, y las ratas las acechaban atentas a un descuido. Esperé mirando hacia arriba, entre las columnas griegas, hacia las ventanas de las oficinas. Unos estudiantes caminaban medio borrachos: dos muchachas desabridas y dos tipos atentos al descuido. Hablaban de cosas importantes que habían aprendido en Internet. El índigo del cielo se volvió negro y empezó a refrescar un poco, sólo un poco. Esperé cuatro horas. Vi cómo se encendía una luz en el tercer piso. Era su oficina. No estaba seguro que fuera su oficina pero me pareció ver su pelo largo y rubio. Me preguntaron si estaba mal emboscarla en la noche, esperar a que terminara su trabajo, pero les dije que no: yo me imaginaba huyendo con ella, agarrando un poco más de luna y un poco más de charla y un poco más de su sol, pero las horas fueron pasando, y la luz se encendió y se apagó y la mujer de pelo largo desapareció, y todos fueron saliendo del edificio, todos menos ella. Cuatro horas esperando junto a las columnas corintias. Está oscuro, es la noche, el sol está lejos y las ratas empiezan a corretear. Esperar aquí es tan irreal como estas columnas de un pueblo que murió hace siglos.

Julián David Correa

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Imagen: Una de «Las seis virtudes de Guayaquil», esculturas de Edgar Cevallos en la plaza de la Administración. Foto de Juan Martín Cueva

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