La casa grande: ¿Hay poder en la literatura?

La casa grande: ¿Hay poder en la literatura?

LA CASA GRANDE

¿HAY PODER

EN LA LITERATURA?*

Este ensayo es una lectura de la novela La casa grande del escritor y periodista barranquillero Álvaro Cepeda Samudio, en conexión con su vida, con las novelas de la violencia y las del boom latinoamericano, y con la pregunta de si esta obra es un ejemplo del poder de la literatura.

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““Cada uno dijo: allá está el cuartel: y señalaron con los brazos en todas las direcciones (…) Todavía no eran la muerte pero llevaban ya la muerte en las yemas de los dedos.”

Álvaro Cepeda Samudio:

La casa grande.

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En el Memorial Sloan – Kettering Cancer Center de la ciudad de Nueva York murió en 1972 el escritor colombiano Álvaro Cepeda Samudio, uno de los mejores amigos de Gabriel García Márquez. Fue con Gabo que Cepeda compartió parrandas, ideas y libros en el Grupo de Barranquilla, fue con él con quien filmó el cortometraje La langosta azul (1954), y ambos fueron colegas en un par de periódicos. En una plaza de Ciénaga, pequeño municipio del Caribe colombiano, en 1928 asesinaron a varios centenares de campesinos que reclamaban mejores condiciones de trabajo en las plantaciones de la United Fruit Company, una compañía bananera de los Estados Unidos de América. Los huelguistas colombianos fueron masacrados por el ejército de Colombia, y este crimen es el tema central de La casa grande, la única novela que escribió Álvaro Cepeda Samudio.

Álvaro Cepeda Samudio nació en Barranquilla en 1927 y creció durante un tiempo en Ciénaga, en una casa como la que describe en la novela. La casa grande se publicó en 1962, y antes y después de esta obra se imprimieron una docena de cuentos de Cepeda en otros dos libros: Todos estábamos a la espera (1954) y Los cuentos de Juana (1972). Álvaro Cepeda Samudio llevó una vida de la que dijo Gabriel García Márquez en El Espectador:

“Quienes conocen a Álvaro Cepeda Samudio apenas superficialmente, no entienden cómo hace para escribir sus cuentos. Quienes lo conocen más a fondo lo entienden menos. Aunque en alguna parte del mundo haya vivido más de dos años consecutivos, Álvaro Cepeda Samudio no ha permanecido quieto más de una hora en toda su vida.”  

La figura de Cepeda es atractiva: un hombre apuesto que murió joven e hizo parte de una familia con algún poder económico y político, un hombre inteligente, con talentos artísticos y espíritu de aventura que hizo un poco de cine y se ganó la vida con el periodismo, la publicidad y las relaciones públicas. La participación de Cepeda en el Grupo de Barranquilla es parte de la historia de las artes nacionales y su única novela tiene por tema la masacre de las bananeras, razón por la cual su nombre está en las listas de los artistas que se han ocupado de las violencias colombianas.

Jacques Gilard en su introducción a la edición de 2012 de La casa grande afirmó que sus cuentos y su novela son obras transformadoras de la literatura colombiana y son antecedentes del boom latinoamericano, y Miguel Zapata Ferreira asegura que esta es una novela del boom más que una Novela de la Violencia: la obra habla de la masacre de las bananeras (1928) un hecho anterior al período conocido como la Violencia de los años cuarentas y cincuentas, y varios elementos de la novela anuncian la llegada del boom: personajes sin nombre, diversos narradores, mezcla de géneros y un par de documentos.

¿Qué valores representa La casa grande en la historia de la literatura colombiana y en la historia de las artes nacionales que se ocupan de las violencias? ¿Qué diferencia este título de las obras que hacen parte de las novelas de la violencia y las del boom? ¿Es esta obra un ejemplo del poder de la literatura?

Los padres de Álvaro Cepeda Samudio son Sara Samudio y Luciano Cepeda y Roca, su abuelo Abel Cepeda Vidal fue alcalde de Barranquilla, secretario de Educación y senador. Sus padres se separaron en 1932, en 1936 su madre enviudó y en 1944 se casó con Rafael Bornacelli, otro hombre con poder económico y político. Las inquietudes intelectuales de Cepeda fueron evidentes desde su infancia y en el año del segundo matrimonio de su madre, en 1944, mientras cursaba el bachillerato, empezó a escribir una columna para el diario El Heraldo, un par de años después escribiría también para el periódico El Nacional.

En mayo de 1949 Álvaro Cepeda Samudio se marchó a los Estados Unidos, primero con una beca del departamento del Atlántico para aprender inglés, y en agosto viajó a Nueva York para estudiar periodismo y literatura en la Universidad de Columbia. Como estudiante, tanto en Colombia como en los EEUU, Cepeda fue un joven brillante que pasó poco tiempo en los salones. Seguramente es a esa inquietud a la que se refería Gabriel García Márquez con su frase “Álvaro Cepeda Samudio no ha permanecido quieto más de una hora en toda su vida”. Gabo y Cepeda iniciaron su relación en 1948, y junto a él y a Germán Vargas, José Félix Fuenmayor, Alejandro Obregón, Meira Delmar, Orlando Rivera, Julio Mario Santo Domingo y Miguel Camacho Carbonell, entre otros, formaron el Grupo de Barranquilla, un grupo de amigos que se reunía en el bar La Cueva y que incluía a pintores, poetas y periodistas, a lo que se suele llamar intelectuales, junto con el librero catalán Ramon Vinyes. Los diálogos de este grupo y los proyectos conjuntos alimentarían la obra de todos. En 1954 uno de esos proyectos comunes fue el cortometraje La langosta azul, un filme de ciencia ficción de estilo surrealista. La obra fílmica de Cepeda también incluye tres documentales realizados con Luis Ernesto Arocha: Carnaval de Barranquilla, Barranquilla y el Atlántico, y La Subienda (producidos a comienzos de 1972).

«La langosta azul» (1954), película realizada por el Grupo de Barranquilla con la dirección de Álvaro Cepeda Samudio.

La obra literaria de Álvaro Cepeda Samudio está formada por tres libros: Todos estábamos a la espera (cuentos, 1954), La casa grande (1962) y Los cuentos de Juana (1972), su labor periodística incluye una larga lista de columnas, crónicas y críticas cinematográficas para los periódicos El Nacional, El Heraldo, The Sporting News y El diario del Caribe. Además de periodista de estos medios y por unos meses director de El diario del Caribe, Cepeda fue publicista y relacionista público desde su empresa Martens Publicidad y en la Cervecería Águila, compañía del empresario Julio Mario Santodomingo. Por un tiempo Santodomingo también hizo parte del Grupo de Barranquilla, pero pronto siguió los pasos de su padre y demostró ser un talentoso hombre de negocios[1].

La enciclopedia virtual del Banco de la República presenta la siguiente frase del crítico Eduardo Pachón Padilla sobre el cuento de Cepeda Samudio Todos estábamos a la espera (1954):

«Posee recursos tomados de la imaginación, estilo pulcro, nítido y mesurado. Todos los asuntos son examinados por un único aspecto: el individuo sumergido en el vórtice de la multitud. En su afán renovador, Cepeda incorporó a la narrativa técnicas periodísticas norteamericanas.”

Claudine Bancelin en su libro Vivir sin fórmulas: la vida intensa de Álvaro Cepeda Samudio, afirma que Cepeda “Fue un escritor muy creativo, con voz propia, pero de escasa disciplina”, y añade unas líneas de una carta del autor a la agente literaria Carmen Balcells, según la cual él le habría hecho alguna promesa literaria que dejó sin cumplir. Estos datos parecen ir en contravía de la afirmación de Jacques Gilard y de otros que han dicho que los textos de Cepeda anticipan el boom, a lo que se suma el escaso volumen de su obra junto con el reducido impacto que su novela y sus cuentos tuvieron fuera de Colombia. La vida de Álvaro Cepeda Samudio sugiere que el camino que privilegió no fue el de escritor, y es evidente que sus trabajos no hacen parte del boom aunque escribió y publicó al lado de Gabriel García Márquez, y aunque la La casa grande comparte con Cien años de soledad los temas del incesto y de la masacre de las bananeras, y ambas novelas tienen una misma atmósfera y dos espacios comunes: el de la casa donde todo pasa y el del mundo caribeño.

A pesar de estos hechos, un análisis de los elementos que conforman La casa grande sí muestra diferencias con la literatura colombiana que la precedió y puntos es común con el fenómeno estético y de mercado que la sucedió. La literatura que precede y rodea a La casa grande es la de la novela de la violencia, y la literatura que la sucede y que arroja nuevas luces sobre la obra de Cepeda es la del boom latinoamericano.

En su ensayo La casa grande en la construcción de la historia de Colombia, Miguel Zapata Ferreira recoge al crítico y colombianista Raymon Williams quien en su obra Novela y poder en Colombia 1844-1947 concluye que las oligarquías tradicionales, la iglesia católica y la crítica literaria que estaba ligada a ellas y al periódico El Tiempo legitimaron una literatura nacional y frenaron la divulgación de otra, en especial la de la novela de la violencia y cualquier obra que implicara una crítica social ajena a sus intereses. En palabras de Lucía Inés Mena citada por Zapata “La novela de la violencia refleja la situación sociopolítica de Colombia durante las décadas del cuarenta y cincuenta [pero esta definición debe extenderse] a aquellas novelas que, remontándose a épocas anteriores, buscan a través de la historia las raíces de la violencia” (191). Augusto Escobar Mesa en Literatura y violencia en la línea de fuego afirma que hay 70 novelas de la violencia en Colombia, y que una de sus características centrales es que privilegian lo testimonial sobre lo estético, una posición que ha sido necesaria para dejar registro de los hechos en los que la historia oficial y los medios masivos de comunicación no han querido indagar.

La masacre de las bananeras es la referencia histórica central de La casa grande, pero el conjunto de la novela presenta a un país autoritario y corrupto, con lo cual se convierte en un reflejo de las violencias nacionales y en un vehículo de crítica social, y sin embargo “En un ambiente altamente represivo esta obra encuentra una alternativa para su divulgación y para mediar en la crítica social” (Zapata 184). La casa grande se publica durante el Frente Nacional un “período acrítico de la discución libero-conservadora pero fuertemente represivo mediante la implantación del Estado de Sitio.” (Zapata 197). La novela critica la sociedad colombiana pero lo hace a través de relatos fragmentados, saltos en el tiempo, polifonías y significados que no son evidentes. Los recursos literarios a los que Álvaro Cepeda Samudio recurre en su novela son los del modernismo faulkneriano que le ofrece una manera indirecta de tratar los hechos.

Miguel Zapata Ferreira afirma que la dificultad técnica de La casa grande le permitió una cierta divulgación, y que esta novela posteriormente se benefició del interés que despertó Cien años de soledad y que llevó a críticos y académicos a poner la mirada sobre obras que la precedieron tanto en la literatura del Caribe colombiano (Reymond Williams: Álvaro Cepeda Samudio y la tradición de la novela costeña) como en la literatura de la violencia (Lucía Inés Mena: Bibliografía anotada sobre el ciclo de la violencia en la novela colombiana).

Fotograma de la película «Juana tenía el pelo de oro» (Pacho Bottía, 2007), filme basado en un cuento de Cepeda Samudio.

La primera edición de La casa grande se debe a la revista Mito, que publicó por completo este libro en 1962, obra de la cual en 1958 había impreso “Los soldados”, la primera parte la novela. En La casa grande algunos hechos asociados con la masacre de las bananeras se narran entrelazados con el destino de una familia incestuosa de padre autoritario, ambos asuntos se entrecruzan y se presentan en 10 capítulos con una veintena de voces y un par de documentos que se vinculan con los sucesos. Las partes en las que se divide la novela son: “Los soldados”, “La hermana”, “El padre”, “El pueblo”, “El decreto”, “Jueves”, “Viernes”, “Sábado”, “El hermano” y “Los hijos”.

Las de “Los soldados” (35-60) son sin duda las páginas más logradas de la novela, en ellas se alternan las descripciones de un viaje que presenta la atmósfera oscura de la novela, con los diálogos entre dos militares que mezclan las marcas de la pobreza con las dudas sobre su tarea y al mismo tiempo la indiferencia por esa misión. Estos soldados rasos, junto con otros doscientos, se desplazan hacia Ciénaga, primero marchando y luego en planchones que navegan por los esteros del río. ¿Su misión?:

“- Es una huelga.

– Claro: y por eso nos mandaron: para acabar con la huelga.

– Eso es lo que no me gusta. Nosotros no estamos para eso.

– ¿No estamos para qué?

– Para acabar con las huelgas.

– Nosotros estamos para todo…” (38)

La conversación de estos soldados presenta un país donde las armas de la milicia están al servicio de cualquier orden que le den sus oficiales, aunque a esas autoridades se las obezca sin respetar:

“- ¡Qué vaina! Que no tengo miedo, lo que pasa es que no me gusta eso de ir a acabar con una huelga. Quién sabe si los huelguistas son los que tienen razón.

– No tienen derecho.

– ¿Derecho a qué?

– ¿A la huelga?

– Tú qué sabes.

– El teniente dijo.

-El teniente no sabe nada.

-Eso sí es verdad.

-Él repite lo que dice el comandante.” (39)

Los soldados obedecen, aunque dudan que sus superiores sepan o entiendan qué está pasando, y aunque saben que esos mismos superiores les roban, y que con esos robos quienes los comandan los hacen seguir padeciendo la misma hambre que los atormentó en su infancia:

“-Aquí no hay suficiente comida porque los sargentos se roban la plata. En mi casa era porque no había plata.

– Se roban la plata y la comida: yo he comprado comida al proveedor y dice que la mujer del sargento tiene una tienda para vender lo que saca del almacén.

(…)

– Bueno, todos roban. Pero el sargento es el peor porque nos roba a nosotros: se roba la plata de la comida de nosotros y nos hace pasar hambre. Si el comandante roba, le robará al gobierno y eso no importa.

– Importa más porque le roba a la patria.

– La patria no es el gobierno: la patria es la bandera. Robar al gobierno no es robar, eso lo sabe cualquiera…” (47-48)

Cuando los soldados llegan al pueblo se estacionan en un sucio cuartel y esa noche uno de ellos se escapa para buscar sexo entre las prostitutas, pero lo encuentra en la casa grande entre las piernas de la hija menor del padre quien se entrega sin placer ni resistencia. Este primer capítulo es suficiente para que Álvaro Cepeda Samudio pinte a un país y a unas fuerzas armadas sometidas a ordenes que no comprenden ni comparten, en donde la corrupción campea en todos los niveles y las únicas esperanzas posibles son las de encontrar sexo, las de comer un poco, dormir un poco y tratar de olvidar. Es un país donde no hay dignidad para nadie, y el final de este primer capítulo no puede ser más claro:

“- Estaban sentados sobre el techo del vagón. Yo me acerqué. Uno bajó los brazos. No sé si iba a saltar. Cuando alcé el fusil, el cañón casi le toca la barriga. No sé si iba a saltar pero lo vi bajar los brazos. Con el cañón casi tocándole la barriga disparé. Quedó colgando en el aire como una cometa. Enganchado en la punta de mi fusil. Se cayó de pronto. Oí el disparo. Se desenganchó de la punta del fusil y me cayó sobre la cara, sobre los hombros, sobre mis botas. Y entonces comenzó el olor. Olía a mierda. Y el olor me ha cubierto como una manta gruesa y pegajosa. He olido el cañón de mi fusil, he olido las mangas y el pecho de la camisa, me he olido los pantalones y las botas: y no es sangre: no estoy cubierto de sangre sino de mierda…” (59-60)

No hay dignidad en los asesinos de los huelguistas que terminan bañados en mierda. Tal vez tampoco hay dignidad en un país que permite que masacres como las de las bananeras sucedan, y que lo permite una y otra vez. Ese es el párrafo más crudo y a la vez el más poético de la primera parte de La casa grande, aunque también hay poesía en otras frases: “Todavía no eran la muerte: pero llevaban ya la muerte en la yema de los dedos” (57). La iconografía militar presenta un baño de sangre como una imagen honorable, pero aquí lo que hay es un baño de mierda, y un soldado bañado en la mierda del hombre que acaba de matar es una imagen extraña, difícil de olvidar. Refiriéndose a la poesía, Mariano Peyrou citó una frase de Lorenzo García Vega: “Cuando se toca fondo, aparece la forma”, y alrededor de esta y otras citas Peyrou construyó una idea: si el lenguaje es raro, o es raro el orden en que se plantea o lo que con ese lenguaje se muestra es porque para llegar al fondo de uno mismo o para nombrar lo innombrable se requiere la poesía[2]. En ese sentido esta novela de Álvaro Cepeda Samudio se aproxima a la poesía e intenta nombrar varios hechos innombrables.

“La hermana” (63-84), la segunda parte de La casa grande, presenta a un personaje central en la novela: es la hermana que tendrá los hijos de su padre, la hermana víctima de incesto, desflorada por un soldado que la viola en la noche, que desde ese segundo capítulo lleva la mejilla cruzada por la cicatriz que le dejó un latigazo con las correas de la espuela de su padre. Esta mujer que todo lo entiende y que aprende todo muy rápido se entrega al silencio. Ella es la voz que no se escucha, pero de la que otros hablan. Ella es la portadora de lo que no se puede nombrar.

“El Padre” (85-103) es el nombre de la tercera parte de la novela. El Padre es la encarnación del poder autocrático y es el eje alrededor del cual se mueven la mayoría de los engranajes de la novela: sus principales personajes, la mayoría de los diálogos y las pasiones más fuertes. Así lo describe el autor: “Es implacable pero no hay venganza ni amargura en él. Es naturalmente duro, como el guayacán” (87). En la tercera parte el Padre regresa al pueblo desde La Gabriela, su hacienda, precisamente porque le dijeron que no fuera al pueblo, que lo van a matar. Al llegar tiene sexo con una muchacha a quien, en palabras de ella, él ha comprado:

El Padre: ¿De quién eres?

La muchacha: De usted, usted me compró” (90)

Es una mujer muy joven que lo desnuda sin afán ni pasión apenas llega y con quien tiene sexo frecuentemente en una habitación blanca que parece estar destinada solamente para ese propósito. La joven podría ser una de las hijas del Padre pero por el diálogo es más probable que sea la hija de una de las mujeres que trabajan en la casa grande. Aún hoy, en 2021, en el campo colombiano hay hombres poderosos que compran a niñas y a adolescentes para que trabajen en alguna de sus propiedades y sean sus esclavas sexuales.

 “El Padre” es un ejemplo de la polifonía que caracteriza la obra: esta tercera parte tiene once secciones, la primera de las cuales no está numerada y es un diálogo entre ese hombre y la muchacha. La sección 1 y 2 son dos diálogos entre cuatro diferentes personas que comentan que el Padre ha regresado y que van a tener que matarlo, en ambos diálogos se ve el miedo al Padre y a sus escoltas de La Gabriela, o a los soldados que podrían estar esperando para cuidarlo, pero el hecho es que nadie lo protege y la gente del pueblo escoge como armas unos cavadores. La tercera parte es una conversación entre dos mujeres:

“- Él no es malo: es el dueño, el dueño de todo y puede tener todo lo que quiera.

– A usted no la pudo tener.

– ¿Eso dicen?

– Sí, dicen que a usted siempre la ha respetado.

– A mí no me quiso tener.” (96)

Portada de la edición de El Áncora Editores, 2012.

La cuarta sección es otra vez el diálogo de dos hombres del pueblo que se sienten obligados a matar al Padre dado que a pesar de las advertencias ha venido al pueblo: “Vino a obligarnos. Siempre nos ha obligado a todo: ahora viene a obligarnos a que lo matemos. Viene a provocar el miedo.” (96). La quinta parte es el diálogo entre dos adolescentes que quieren ver al espléndido caballo del Padre, el que seguro saldrá corriendo cuando lo maten. Las secciones 7, 8 y 9 son la continuación de los diálogos de la primera y segunda parte, en las que queda claro que a pesar de sus dudas van a matar al Padre y que la causa definitiva del homicidio es que él es uno de los que incitó la matanza. La décima parte es la descripción del asesinato del Padre con las herramientas de labranza. La muchacha escucha el homicidio y el “relincho furioso y el galope despavorido del caballo atravesando el pueblo como una herida ancha e inacabable.” (103)

“El pueblo”, la cuarta parte, son apenas un par de páginas que de manera directa describen el caserío donde será (¿o donde fue?) la matanza: “El pueblo es ancho, escueto y caluroso” (107), dice la primera oración del capítulo. También esta parte es escueta. Las primeras casas, que comienzan al lado de los rieles son las de las mujeres que se prostituyen y que solo permanecen un tiempo en ellas antes de seguir hacia otro pueblo, luego están La Estación en la que se carga el banano y las sencillas casas de los jornaleros. Hacia el centro del pueblo está la iglesia y alrededor de la iglesia viven los dueños de las fincas, tres familias que “han casado a sus hijos, y a los hijos de sus hijos entre sí.” (108). Las casonas grandes tienen gruesas paredes de mampostería, y las casas de los trabajadores y las de las prostitutas tienen techos de zinc, pero a todo el pueblo por igual lo cubre y lo destruye lentamente el salitre. “El pueblo termina frente al mar: un mar desapacible y sucio que no mira nadie. Sin embargo, el pueblo termina frente al mar.” (109)

“El decreto” (113-114), la quinta parte de la novela, es un documento por el cual se ordena la persecución a los reclamantes que participaban de la huelga de las bananeras. No puede decirse si el texto es apócrifo, aunque sigue las reglas de un instrumento legal, pero su sentido dentro de la novela es claro: justifica la matanza (“Los hombres de la fuerza pública quedan facultados para castigar por las armas”) y muestra lo fácil que alguien con poder cambia la realidad por la vía del lenguaje. El decreto “declara cuadrilla de malhechores a los revoltosos de la Zona Bananera” y en sus consideraciones afirma, a manera de justificación, que este grupo ha saqueado, incendiado, asesinado y que han atacado a mano armada a ciudadanos pacíficos, todo ello “muy conforme con las doctrinas comunistas y anarquistas”. El texto de “El decreto” evoca por igual el lenguaje burocrático y el de la lucha anticomunista que nació en los Estados Unidos de América, que se usaba en todo el continente y que estuvo presente en justificaciones como la de la invasión de los EEUU a Guatemala en junio de 1954.

El 27 de junio de 1954 las fuerzas de los Estados Unidos de América, siguiendo un plan diseñado por la CIA y apoyadas por los gobiernos de Cuba, Honduras, Nicaragua, Venezuela y República Dominicana invadieron Guatemala para remover de su cargo al presidente Jacobo Árbenz Guzmán, que no era ni comunista ni anarquista pero quien desarrollaba una agenda social que incluía una reforma agraria que amenazaba los intereses de la United Fruit Company: “la United Fruit Company, de Estados Unidos, era dueña de más del 50% de todos los terrenos cultivables, de los que tenía sembrados apenas el 3%”, según le dijo a BBC Mundo el historiador uruguayo Roberto García Ferreira en un reportaje. Esta invasión que es tema central de la novela Tiempos recios (2019) de Mario Vargas Llosa fue un laboratorio de experimentación para nuevas formas de intervención en el continente tanto para la CIA como para las demás fuerzas estadounidenses y, según le dijo el Nobel al periódico El País, contribuyó a la radicalización de Fidel Castro y de otros líderes de la región[4].


En los capítulos “Jueves” y “Viernes” (la sexta y séptima parte) aparecen algunos habitantes del pueblo: la prostituta, el niño con su helado, el dueño del bar. Unos párrafos presentan desde el punto de vista de estos personajes la llegada de los soldados. Esos son los días que preceden a la masacre. En el capítulo “Jueves” una conversación arroja dudas sobre los hechos que motivaron la huelga:

“- Ellos ya no cuentan; ahora tenemos que proteger al pueblo. Ellos dieron la plata porque querían acabar con los comisariatos: usted lo sabe perfectamente.

– Sí, pero no es cosa mía.

– Claro que es cosa nuestra. Nosotros metimos al pueblo en esto: a ellos solamente les interesa quitarse la competencia de los comisariatos de encima.

– De todas maneras el pueblo va a salir ganando algo.

– ¿Ganando qué: muertos?

– A mí me trajeron para organizar una huelga, no para proteger a nadie. Como se lo digo: aquí va a haber bala y yo me voy esta noche.” (122)

“Sábado”, el octavo capítulo, es un reporte militar del desarrollo de ese día que empieza con el anuncio a las 5:15 de “el asalto que intenta un grupo de bandoleros armados a la estación del ferrocarril” (137), y que continua con el toque de diana quince minutos después y con los honores a la bandera. El reporte concluye con:

“Entre las 9:30 y las 10:00 de la mañana de hoy, un grupo de bandoleros armados trató de asaltar el expendio de tiquetes de la estación del ferrocarril en la estación de Guayacamal. Las fuerzas militares se vieron en la imperiosa necesidad de hacer fuego contra los bandoleros. El número de muertos no ha sido determinado todavía. Los heridos, en calidad de prisioneros, han sido trasladados al hospital de la Compañía. En el personal militar no hay bajas que reportar.” (138)

“El hermano” (139-153), la novena y penúltima parte de la novela, relata la infancia de uno de los narradores y con ello los días de prosperidad de la casa grande, gracias a unos recuerdos que surgen por la muerte de la hermana. “Los hijos” (157-165), la décima y última parte, son las voces de la tercera generación, de los hijos que la hermana tuvo con el Padre (con su padre), hijos que crecieron fuera de la casa grande y que solo por ese camino lograron librarse del destino de sangre y decadencia que tuvo la casa y el pueblo.

La casa grande presenta a la Colombia de esos años que no es tan diferente de la Colombia actual: un mundo feudal y autoritario donde son frecuentes la violencia, la obediencia ciega, la corrupción, la pobreza y el abuso sexual. De alguna manera se muestran situaciones que se repiten por todo el continente y que también suceden en otras regiones.

En la novela la masacre de las bananeras es el tema que une todos los capítulos, pero a veces parece que esa matanza es una excusa para que el autor pueda asesinar al padre y liberar a los personajes de la casa grande.

Escribió Beatriz Sarlo para su conferencia Literatura e historia:

“La literatura no puede ser leída haciendo abstracción del régimen estético, y esto quiere decir que el historiador no debe leerla solo como depósito de contenidos e informaciones. Estas pueden ser tanto o más valiosas si se las busca en el cruce entre estrategias textuales, funcionamiento institucional (relación con el público, con los intelectuales, con la esfera pública, con la política), y soluciones estéticas. No es para nada indiferente al historiador el régimen de los textos literarios en los que busca reconstruir el tono de un período. Estos hablan no solo desde sus contenidos y es posible que hablen más locuazmente incluso a partir de sus elecciones específicamente literarias.” (6)

A pesar de sus muchas cualidades y de su importancia en la historia de la literatura colombiana, la sensación que deja La casa grande es la de una novela irregular: sus diez partes no ensamblan del todo, tal vez por una decisión estética de Cepeda o quizá por el brillante diletantismo que fue parte de su vida. Es un hecho que en La casa grande no se pueden buscar los detalles históricos de la masacre de las bananeras, que la novela es el relato fragmentado de una historia imposible: ¿cuántos muertos tuvo la masacre? Como consta en el libro del periodista del Financial Times Peter Chapman, no hay un único dato: ni en los periódicos, ni en los telegramas de la Embajada de los Estados Unidos, ni en otros registros históricos. Con La casa grande no es posible saber si la responsabilidad de la matanza estuvo únicamente en la United Fruit Company y el gobierno colombiano, o en la instrucción de algún terrateniente local, y tampoco se puede saber si las causas de la huelga estuvieron solo en las condiciones de los trabajadores o si sus protestas las desencadenó algún incitador, pero lo que la novela sí transmite es el clima de una región y la opresión de un sistema desigual, la estupidez y codicia de unas autoridades, y la concentración de poderes que pueden disponer hasta del cuerpo de las propias hijas.

Álvaro Cepeda Samudio y Tita de Cepeda en 1970. Foto: Patricia Cepeda en la edición de La casa grande de El Áncora Editores.

La casa grande no hace parte del boom latinoamericano, pero sí comparte sus fronteras, como podría decirse siguiendo a Octavio Paz en Literatura de fundación. El prefacio de la edición de 2012 de La casa grande es un texto que Gabriel García Márquez escribió en 1967 y que tituló “Un experimento arriesgado”:

La casa grande es una novela basada en un hecho histórico de la Costa Atlántica colombiana en 1928, que fue resuelto a bala por el ejército. Su autor, Álvaro Cepeda Samudio, que entonces no tenía más de cuatro años, vivía en un caserón de madera con seis ventanas y un balcón con tiestos de flores polvorientas frente a la estación del ferrocarril donde se consumó la masacre. Sin embargo, en este libro no hay un solo muerto, y el único soldado que recuerda haber ensartado a un hombre con una bayoneta en la oscuridad no tiene el uniforme empapado de sangre “sino de mierda”. Esta manera de escribir la historia, por arbitraria que pueda parecer a los historiadores, es una espléndida lección de transmutación poética. Sin escamotear la realidad ni mistificar la gravedad política y humana del drama social, Cepeda Samudio lo ha sometido a una especie de purificación alquímica y solamente nos ha entregado su esencia mítica, la que quedó para siempre más allá de la moral y la justicia y la memoria efímera de los hombres. Los diálogos magistrales, la riqueza viril y directa del lenguaje, la compasión legítima frente al destino de los personajes, la estructura fragmentada y un poco dispersa que tanto se parece a la de los recuerdos, todo en este libro es un ejemplo magnífico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa cantidad de basura retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia.” (15 y 16)

La admiración de Gabriel García Márquez por su amigo es evidente en esta nota y en cada mención que hace de Cepeda en varios textos, pero la sensación que deja la lectura de La casa grande es la de una novela que no acaba de cuajar. La polifonía, los cambios de tiempo sin transición, la atmósfera y la presencia violenta del padre recuerdan al Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo; los temas de la masacre de las bananeras, las relaciones incestuosas, la familia atrapada dentro de la casa y la ubicación en el Caribe, recuerdan los Cien años de soledad (1967) de Gabo, pero La casa grande es una obra muy diferente a las dos mencionadas. Los soldados es un comienzo impactante, en el que conmueve el servilismo, la ignorancia y las penalidades de los militares que están a punto de bañarse en la mierda de los huelguistas, pero en las siguientes partes los personajes carecen de la misma potencia, y esa falta incluye al Padre, quien salvo por el momento en que con las correas de su espuela rompe la cara de su hija, apenas posee una crueldad y una omnipotencia que habita en las palabras de los narradores.

Alonso Aristizábal también ha escrito de manera elogiosa sobre La casa grande. La literatura colombiana ante el conjuro (poesía y novela de la violencia en Colombia), es un ensayo de Alonso Aristizábal que hace parte del catálogo del MAMBO Arte y violencia en Colombia desde 1948. Al comienzo de este texto, Aristizábal retoma un juicio de Andrés Holguín y afirma que la poesía colombiana ha tenido como objetivo “la búsqueda formal del poema, y no tanto la visión de nuestra realidad” (185), y luego señala que con los narradores sucede lo contrario de lo que pasa con los poetas, los narradores “han tratado el tema de la violencia en forma recurrente, de tal modo que parecía no existir otra opción” (192). Sobre La casa grande, la entiende como una novela de prosa poética donde “su poesía es la de los hechos esenciales expresados con las palabras esenciales” (195), Aristizábal ve a La casa grande como un antecedente de Cien años de soledad y como una obra que “modernizó la novela en Colombia” (192). Para Aristizábal los aportes de La casa grande, de Cóndores no entierran todos los días (Gustavo Álvarez Gardeazábal, 1971),y el de otras novelas de los colombianos que abordaron las violencias nacionales[3] están en una reconfiguración de la realidad:

“De este modo la literatura forma parte de la subjetividad de la historia, de la memoria y los sueños que son otras manifestaciones de la realidad (…) Ello demuestra además, que la elaboración literaria enriquece el contexto y no lo cambia como pretendieron muchos. De otro lado se asume el libro como tal, no sólo dirigido a cambiar al mundo, sino como cultura y reflexión más allá de las circunstancias” (197)

No hay duda de que los artistas colombianos que han cubierto lienzos, paredes y papeles con sus representaciones de las violencias nacionales son muy importantes y que sus obras deben visitarse una y otra vez, no hay duda de que escoger por tema la masacre de las bananeras es necesario. Esta masacre sigue siendo, como muchos otros crímenes colombianos, una herida en la historia nacional. Sobre esa matanza escribió el periodista Peter Chapman:

Portada de libro «Bananas» de Peter Chapman.

“En la noche del 6 de diciembre, después de la misa dominical, los huelguistas se reunieron en la pequeña población de Ciénaga, acompañados de miembros de sus familias y otros seguidores, para manifestar en la plaza principal, localizada cerca de la estación del tren. Las tropas instalaron dos ametralladoras en los techos de las construcciones ubicadas en las esquinas de la plaza y, después de que un oficial advirtiera a la multitud que debía dispersarse y le diera cinco minutos para hacerlo, comenzaron a disparar. Un telegrama enviado a Kellogg [el Secretario de Estado de los Estados Unidos] por la embajada decía que los militares tenían órdenes de sus comandantes de no ahorrar municiones y habían matado cerca de cincuenta huelguistas. Más tarde ese mes, la embajada corrigió la cifra y habló de quinientos a seiscientos muertos. Sólo un soldado fue asesinado. Un despacho de la embajada dirigido a Kellogg a mediados de enero de 1929 reportaba que el número de huelguistas asesinados por el ejército colombiano excedía el millar. Este último conteo provenía de la United Fruit Company.” (104)

En su libro Bananas: De cómo la United Fruit Company moldeó el mundo, Chapman recoge la historia de una empresa que provocó constantes intervenciones de los Estados Unidos de América en los países centroamericanos y caribeños (también en Colombia, por supuesto), y presenta las evidencias de cómo los gobiernos de estos países se amoldaron a las demandas de la multinacional hasta el punto de poner los intereses de la misma por encima de la vida de sus ciudadanos. Ante estas realidades parece poco el poder de la literatura que apenas deja constancia de un hecho que no pudo detener y cuya interpretación histórica apenas rasguña. Sobre esa impotencia de las letras ante la sangre se recuerda a Leonidas Lamborghini o al dominicano Frank Báez. Dice Lamborghini en una entrevista con Sergio Raimondi: 

“Es terrible, el poder es terrible. Era lo que decía Malraux. Le preguntan: “¿Qué es el poder?”. Claro, una de las cabezas más lúcidas, o más representativas de occidente, ¿no? “El poder es estar decidido a eliminar al contrario”. Así te la puso. “¿Si no para qué lo quiere?”.”

No tiene sentido exigirle a una novela que cambie el destino de un país, como escribe Miguel Zapata Ferreira:

“Parece injusto hacer responder a un autor por la capacidad subversiva de su obra. Aún si una obra cualquiera fuera subversiva en su propósito, la capacidad de cambiar sociedades no reside en ella sino en algo extrínseco a ella, en la sociedad que la use de una manera determinada.” (197)

Es muy doloroso contemplar los crímenes de un país y sentir que la literatura no los puede cambiar. Es verdad que las presencias coloniales se marchan y que los cambios culturales quedan, pero en los balances trágicos de la historia parece poco el poder de la literatura, ya sea a través de una novela como La casa grande, o a través de cualquier otra obra. En su poemario Postales escribió Frank Báez:

“Alguien me dijo en un bar que escribiera

Un poema sobre el terremoto de Haití

¿Para qué? La historia lo ha probado:

La poesía no puede arrebatarle

bebés a la muerte.

Ni un hueso. Ni siquiera un zapato.”

¿La casa grande o las cinco páginas que Gabo le dedica a la masacre de las bananeras en Cien años de soledad cambiaron en algo la realidad asociada con ese hecho? Probablemente no. Ningún oficial ni ningún gobernante colombiano renunció por ese crimen, y no ha habido ninguna demanda contra la United Fruit Company o algún reclamo al gobierno de los Estados Unidos de América, y sin embargo sí queremos creer que hay poder en la literatura: es un hecho que la literatura puede dejar un registro que la historia de los vencedores y los medios de comunicación evaden, y es cierto que la literatura, como el cine, tiene el poder de cambiar el pensamiento y que un pensamiento nuevo puede cambiar el mundo.

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Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez en el aeropuerto de Barranquilla en 1971. Foto de Alonso Ojeda en en la edición de La casa grande de El Áncora Editores.

*Por:

JULIÁN DAVID CORREA

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BIBLIOGRAFÍA

– Báez, Frank. Postales. Medellín: Ed. Eafit, 2014. Impreso.

– Bancelin, Claudine. Vivir sin fórmulas: la vida intensa de Álvaro Cepeda Samudio. Bogotá: Ed. Planeta, 2012. Citada en la entrada dedicada a Álvaro Cepeda Samudio en Wikipedia.

– BBC Mundo: Golpe de Estado en Guatemala de 1954: cómo la CIA derrocó a mi padre, Jacobo Árbenz. En: https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-48686137

– Cepeda Samudio, Álvaro. La casa grande. Bogotá: El Áncora Editores, 2012. Impreso.

– Medina, Álvaro et al. Arte y violencia en Colombia desde 1948. Catálogo de la exposición. Bogotá: Museo de Arte Moderno de Bogotá, MAMBO, 1999. Impreso.

– García Márquez, Gabriel. Álvaro Cepeda Samudio. Bogotá: artículo en el periódico El Espectador, 1954. Citado en: https://centrogabo.org/gabo/contemos-gabo/alvaro-cepeda-samudio-en-10-pensamientos-de-gabriel-garcia-marquez

– Chapman, Peter. Bananas: De cómo la United Fruit Company moldeó el mundo. Bogotá: Ed. Taurus, 2010. Impreso.

– Aguilar, Andrea. Vargas Llosa: “Sin el golpe de la CIA en Guatemala, Fidel no se habría radicalizado”. En la sección de libros de El País: https://elpais.com/cultura/2019/10/08/actualidad/1570547331_899456.html

– Escobar Mesa, Augusto. “Literatura y violencia en la línea de fuego”, en: Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX: Diseminación, cambios, desplazamientos. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2000. Impreso.

– Pachón Padilla, Eduardo. Sobre el cuento «Todos estábamos a la espera» de Álvaro cepeda Samudio. Citado en: https://enciclopedia.banrepcultural.org/index.php/%C3%81lvaro_Cepeda_Samudio

– Paz, Octavio. “Literatura de fundación (1961)”. Fundación y Disidencia (Obras Completas). México: Fondo de Cultura, 1998. Impreso.

– Peyrou, Mariano. Tensión y sentido. Barcelona: Taurus, 2020. Impreso.

– Raimondi, Sergio. Leonidas Lamborghini, una entrevista. En:

– Sarlo, Beatriz. «Literatura e historia». Boletín de historia social europea 3 (1991): 25-36. Impreso digitalizado.

– Zapata Ferreira, Miguel. La casa grande en la construcción de la historia de Colombia. En Estudios de Literatura Colombiana No. 16, enero – junio de 2005. Ed. Universidad de Antioquia, Medellín. Digital.

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NOTAS DE PIE DE PÁGINA


[1] Julio Mario Santodomingo fue, hasta su muerte en Nueva York (en octubre de 2011), uno de los hombres más ricos de Colombia.

[2]  En la segunda página de la sección “0”: ¿Qué es la poesía?

[3]  También menciona a Eduardo Caballero Calderón, Arturo Alape y a Manuel Mejía Vallejo, entre otros.

[4] Fruta amarga. La CIA en Guatemala, de Stephen Schlesinger y Stephen Kinzer, es el título de una investigación dedicada a este tema y que, en palabras de Andrea Aguilar del diario El País: “desveló la truculenta historia y los vínculos de la agencia estadounidense con la poderosa United Fruit Company, implantada en Centroamérica.”

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IMÁGENES Y VIDEOS

(1) Lienzo de Antonio Roda (1921-2003) sobre el bar La Cueva y el Grupo de Barranquilla.

(2) Cortometraje «La langosta azul» (1954), película realizada por el Grupo de Barranquilla con la dirección de Álvaro Cepeda Samudio.

(3) Fotograma de la película «Juana tenía el pelo de oro» (Pacho Bottía, 2007), filme basado en un cuento de Cepeda Samudio.

(4) Portada de la edición de La casa grande de El Áncora Editores, 2012.

(5) Álvaro Cepeda Samudio y Tita de Cepeda en Barranquilla en 1970. Foto: Patricia Cepeda en la edición de La casa grande de El Áncora Editores.

(6) Portada de la primera edición del libro «Bananas» de Peter Chapman.

(7) Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez en el aeropuerto de Barranquilla en 1971. Foto de Alonso Ojeda en en la edición de La casa grande de El Áncora Editores.

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