Un cuento de guerra

BAJO LA SOLEDAD

 

Él está muy al sur o yo estoy muy al norte. Es un Procyon lotor, un mapache, un pisote. En su jaula lo acompaña un mono capuchino, un Cebus apella. Pájaros que no reconozco llegan hasta el borde del angeo a robar la comida de los mamíferos. Podría decirse que la pareja es rica, en este pueblito donde nadie más lo es. El mapache pasa mucho tiempo en su casa del muñón de árbol. Al mediodía hay suficiente luz como para que yo pueda ver el interior de la falsa madriguera. El mapache se espulga sin fin los genitales, una vez, otra vez, y otra y otra. Tal vez busca un parásito escurridizo, o tal vez imagina un parásito y se acaricia el día entero para mitigar la pena. Bajo el arbolito mutilado hay frutas y una poceta de agua limpia. Otros dos del hotel, una pareja que trabaja con Médicos sin fronteras, pasa a mi lado y se detiene a ver los animales. “Pobres cositas”, dice ella, una joven que habla con acento del norte, acento bretón. Su novio, seguro un parisino, le contesta: “Hay muchos en este país que están mucho peor”. Qué frase tan estúpida, me digo. No tienes que venir a un país en guerra para saber que hay muchos que están más jodidos que tú. La pareja de sanadores se abraza. Todavía no están casados. El mono capuchino los mira más impúdicamente que yo. Se deben sentir orgullosos de estar en medio de una guerra civil, remendando mestizos que en diez años no querrán recibir en sus consultorios de la Plaza Víctor Hugo. Yo, en cambio, no tengo ninguna culpa futura que expiar, y ya he olvidado las culpas del pasado. ¿Qué culpas? No sé, ya las he olvidado. No tengo un motivo decente para recorrer estos países ni creo que un puñado de adolescentes pueda cambiar la desgracia. Los médicos se van y de nuevo nos quedamos los tres en nuestro menage, con el mapache pajizo y el curioso mono. Que chico tan inquieto. Me gusta su cola prensil, sus deditos hábiles. El monito salta de un lado a otro y me mira. Me parece que tiene ojos tristes. Absurdo, claro. Diría, para ser fiel a la evidencia, que sus ojos son muy grandes y muy húmedos, que brillan pero que al mismo tiempo parecen deslucidos. No será por falta de vitaminas, este mono debe comer mejor que los pacientes de los franceses. Es un bicho explorador: recorre la jaula de arriba abajo, como buscando y sí, en realidad busca algo: cada vez que encuentra una ramita o una hoja que ha caído de los árboles que rodean la jaula, se la lleva a la boca y la chupa unos segundos, después la escupe. El mono no debe tener hambre, pero una vez que ha escupido el palito o la hoja babeada, el bicho reinicia la búsqueda. No es fácil encontrar palitos: no hay ramas sobre la jaula y el animal debe contar con el azar del viento, pero aún así el mono no deja de buscar. El mapache sigue en su hueco, mientras el capuchino busca y yo los observo. De pronto los animales se detienen, y yo miro al cielo. Se acerca un helicóptero artillado. El sonido es inconfundible: el aleteo pesado de una máquina de guerra. El pisote parpadea y regresa toqueteo, pero el capuchino mira las nubes y busca al pájaro mortal. Si pudiera ser cierto, diría que su mirada es trágica, más que asustada o curiosa. De lo que sí estoy seguro es que el animal reconoce el sonido y espera alguna consecuencia de su presencia. Contenemos el aliento. El hotel entero se detiene, pero nada pasa, afortunadamente la tormenta de las hélices es el único ruido que escuchamos. El sonido se aleja. El mono me mira. Yo vuelvo a respirar y veo alrededor. La gente empieza a caminar. Recojo varias ramas y hojas y las dejo entre los metales de la reja.

Julián David Correa

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