La casa del cine

La casa del cine

Sobre este libro dijo el cineasta Felipe Aljure: “Creo que será la historia más sui géneris del cine ”, y es verdad que esta es una historia de nuestros cines, y que en los párrafos siguientes hay datos cinematográficos, hechos políticos y recuentos legislativos, pero también hay olores, atmósferas y personajes.

Una frase que repito con insistencia es que el cine puede cambiar el mundo: el cine cambia el pensamiento, y un pensamiento nuevo puede cambiar el mundo. Es una certeza. La escritura con imágenes en movimiento y los instrumentos estatales que la defienden pueden transformar la vida de personas y comunidades, esa es la idea que orienta estas crónicas.

La lista de colegas gracias a los que este libro es posible resulta demasiado larga para ponerla aquí. Todos saben quiénes son. Quiero aprovechar este pequeño espacio para mencionar a Luis Alberto Álvarez (1945-1996) y a Paul Bardwell (1955-2004), con quienes descubrí dos pasiones que le han dado forma a muchos años de mi vida: el cine y la gestión cultural. Gracias a ambos.

Introducción del libro “Cines que cambian el mundo I: Argentina y Colombia” (Ed. Cinema23. México, 2019).

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COLOMBIA:

LA CASA DEL CINE*

El sótano de la Casa del Cine estaba oscuro, y olía a polvo y a orines de gato. Caminábamos entre estanterías temblorosas, atiborradas con cajas de libros, latas de películas y grandes ceniceros blancos, cuando el Susy gritó:

– ¡Algo me agarró del codo!

– Debe ser el fantasma de los DiDomenico –le respondí, pero al Susy no le hizo gracia.

Dos familias son esenciales en las primeras décadas del cine colombiano: los DiDomenico y los Acevedo. Los DiDomenico, como muchos de los primeros empresarios y cineastas de Iberoamérica, fueron una familia de emigrantes italianos que se encontró con un negocio que no tenía competidores. Desde 1909, los DiDomenico fueron importadores, distribuidores y exhibidores, y produjeron los noticieros Sicla-Journal que pasaban al comienzo de las funciones. El Gran Salón Olympia, la sala que inauguraron en Bogotá en el año 1912, fue la más grande del país y una de las más grandes del continente. En 1915, Francesco DiDomenico realizó el primer largometraje colombiano: El drama del 15 de octubre.

La Casa del Cine queda en Bogotá, en la calle 35 No. 4-89. La mansión está construida con los mismos ladrillos de las casas Tudor que abundan en el barrio La Merced, pero tiene un estilo de mediados del siglo XX que es diferente al de las demás. En la década de los setentas, la casa No. 4-89 la compró el gobierno y la convirtió en la sede de Focine, la Compañía de Fomento Cinematográfico. Tras la liquidación de Focine esa mansión que ocupa una esquina frente al Parque Nacional, fue una bodega en la que se acumuló el polvo y las pulgas, donde se arrumaban muebles viejos y cajas con libros que Focine coeditó[1]. Por varios lustros, la casa fue un territorio donde los mausoleos de muebles cojos eran el imperio de gatos callejeros, y los libros se podrían en sus sarcófagos. Antes del nacimiento y del entierro de Focine, la Casa del Cine fue construida para un general que emplazó su residencia en una esquina estratégica: en un terreno elevado, con varias salidas, con vista al parque, al paso de los autos y a la calle peatonal. La casa se construyó con muchas habitaciones y recovecos, con un balcón que la rodeaba y que aunque en lugar de muro tiene barandas, recuerda el camino de ronda de las murallas. La mansión primero fue un laberinto fortificado y luego un camposanto en el que abandonaron al cine colombiano.

En el año 1978 los colombianos crearon la primera institución del gobierno central dedicada al fomento del cine. El Decreto 1244, fundó una sociedad entre entidades públicas para la ejecución de políticas cinematográficas, y para el recaudo de recursos destinados al cine: la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine), un órgano adscrito al Ministerio de Comunicaciones. Entre 1978 y 1992 Focine produjo 45 largometrajes de ficción, 84 mediometrajes[2] y 64 documentales. Focine entregó becas a cineastas, realizó talleres con maestros como José Luis Borau, Michael Ballhaus, Néstor Almendros, Barbet Schroeder y Jorge Goldenberg, entre otros, y publicó libros, y patrocinó festivales de cine. A comienzos de los años noventa Focine fue liquidada por el presidente César Gaviria en consonancia con la aplicación de políticas neoliberales en todo el continente, pero la tarea de acabar con Focine empezó con el incumplimiento de pagos por parte de los exhibidores, y con la extinción en 1991 del recaudo con destinación específica al cine colombiano conocido como el Sobreprecio. El final de Focine empezó con la rapiña de unos pocos cinematografistas voraces, con la desidia de los gobernantes y con la recurrente torpeza de gerentes incapaces (19 gerentes tuvo Focine en 14 años, y solo dos tenían experiencia o formación en temas cinematográficos: Isadora de Norden y María Emma Mejía). A Focine lo mató una gavilla de asesinos a la que se unió el narcotráfico en 1990.

Algunos cineastas como Víctor Gaviria, recuerdan con agradecimiento el trabajo de Focine: Gaviria habla especialmente bien de la gerencia de María Emma Mejía y de sus concursos de mediometrajes para televisión que le permitieron hacer dos cortos fundamentales en su filmografía y en la historia del cine nacional: Los músicos (1986) y Los habitantes de la noche (1984). Focine también financió la opera prima de Víctor Gaviria: Rodrigo D, No futuro (1990), el segundo largometraje colombiano que llegó al Festival Internacional de Cine de Cannes, filme que representa una estética que ha tenido otras brillantes películas en el continente: el realismo sucio.  La primera película colombiana que llegó al Festival de Cannes también fue una producción de Focine y es otra gran cinta: Cóndores no entierran todos los días (1984) de Francisco Norden.

Entre los aciertos de Focine estuvieron todas las películas producidas, todas: esas cintas a veces son muestras de talento, a veces son ejemplos del oportunismo o del desgreño, pero todas esas películas aportaron a la construcción de un cine nacional. También fueron grandes aciertos las becas y los talleres de formación, los concursos y los mediometrajes para televisión con los que Focine descubrió que un mismo lenguaje podía compartir pantallas y recursos. Entre los muchos errores de Focine estuvo el de ignorar la cadena de valor del cine (las etapas necesarias para que un filme exista, se exhiba y se preserve), y el convertirse en propietario de las películas que apoyaba.

Las escaleras de entrada a la Casa del Cine llegan a una amplia y alta terraza que continúa en un jardín con vista al Parque Nacional y a la calle peatonal. La parte delantera del primer piso tiene un par de habitaciones que se convirtieron en oficinas, y un gran salón del que se hicieron otra oficina, la recepción y una sala de juntas. Junto a la sala de juntas, contra la pared que da a la calle peatonal, Focine construyó una salita de cine donde algún gerente ordenó la proyección del negativo de un filme de Luis Alfredo Sánchez, cinta que acababa de llegar de uno de los 38 laboratorios extranjeros donde se procesaban las películas colombianas, según contaba Albero Navarro.

Alberto Navarro (1945-2010) trabajó para Focine durante toda la existencia de esa organización, fue el único funcionario encargado del escritorio que el Ministerio de Comunicaciones destinó al cine colombiano tras la liquidación de Focine, y hasta su jubilación hizo parte de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura. Nadie ha trabajado por tanto tiempo en instituciones estatales de apoyo al cine colombiano como Alberto Navarro, quien estudió periodismo en los Estados Unidos y fue ante todo un amante del cine. Durante varios años, Navarro publicó crónicas culturales y crítica de cine para las revistas “Nueva Frontera” y “Guion, y coordinó los primeros seis números de la “Revista Cinemateca” en una época en que la critica buscaba que las pocas películas colombianas que se hacían tuvieran un lenguaje nacional. Cuando conocí a Alberto Navarro, tenía el aire malicioso de un tío perverso y sobre su pancita llevaba puestas una constante sonrisa y un bigote canoso. Con tantos años de burocracia y de discreción ante los poderosos, Alberto había afilado un cínico sentido del humor. El día que lo conocí en el segundo piso de la Casa del Cine, me preguntó:

– Y tú, ¿eres el hijo inútil de una familia noble, o te vienes a entrenar antes de ir a trabajar en algo importante?

Sobre Alberto Navarro escribió Pedro Adrián Zuluaga:

“Para quienes vivieron esos años hay una figura que resume a Focine: Alberto Navarro. ‘Focine son tres escritorios y un Navarro’, llegó a decir el cineasta Luis González. Con eso queda claro que era Navarro, que provenía de la crítica y del periodismo, quien daba la cara al sector cinematográfico, mientras gerentes más o menos brillantes o funcionarios menos constantes, cambiaban de oficio o de tema con el beneficio de ser rápidamente olvidados.”

Para resumir la labor de Focine como institución que financiaba el cine nacional, Alberto Navarro le dijo a Pedro Adrián Zuluaga en una entrevista para la Revista Kinetoscopio:

“Focine empezó a funcionar inicialmente como una entidad prestamista. De hecho los primeros créditos para producir largos los había dado la Corporación Financiera Popular, que administraba el Fondo creado por el sobreprecio. Focine tiene tres etapas claramente diferenciadas. La primera era la de créditos donde la entidad era únicamente prestamista. El Fondo era el que tenía dinero y Focine lo administraba. Quien tenía dinero era el Fondo y Focine se sostenía de un porcentaje que tomaba del Fondo por su administración, era más o menos el mismo funcionamiento que ahora tiene Proimágenes. Entonces primero era una entidad prestamista, después empezó a dar unos préstamos llamados Prestamos Especiales, donde la garantía era el negativo; después entró a producir directamente.” [3]

Los prestamos entregados por Focine a cineastas colombianos, en un país donde existían pocos cinematografistas profesionales, donde no había industria y no se había cultivado un público para el cine nacional, carecían de cualquier retorno posible. La lista de hechos que muestran cómo los artistas pasaron de ser deudos a deudores del cine nacional es larga, e incluye la entrega a Focine de los estudios Ivo Romani en Medellín como pago de una obligación, y la quiebra de Luis Ospina a consecuencia del préstamo que Focine le hizo para su largometraje Pura sangre (1982), entre muchos tristes ejemplos. Tras las moratorias de los cineastas, el camino que siguió Focine fue el de producir directamente las películas, una tarea de la que no sabía nada: las películas se hacían, pero luego y con pocas excepciones ni llegaban a festivales ni estaban acompañadas por una campaña de promoción que invitara al público a descubrirlas en las salas.

Con el final de Focine, la Casa del Cine se convirtió en una bodega del Ministerio de Comunicaciones y empezó a acumular activos en desuso. De 1992 a 1997, y con la excepción de la Cinemateca de Bogotá y del apoyo eventual de algún municipio o de alguna universidad pública, no hubo ningún respaldo del Estado colombiano a su cine, pero en agosto del año 1997 esa situación empezó a cambiar.

Los gobiernos de Colombia habían tenido muy pocos contactos con el cine de su país, el primero de los cuales se dio en 1918 cuando se gravó la entrada a las salas, un impuesto al que seguirían muchos más. Las primeras acciones para construir un cine colombiano provinieron de las familias DiDomenico y Acevedo, y tras ellas y junto con ellas, vinieron otros esfuerzos que fueron siempre privados. Tras la década de los años veinte en la que se hicieron largometrajes tan importantes como María (1922), Bajo el cielo antioqueño (1924) o Garras de oro (1928), el final del cine mudo demostró la fragilidad del cine nacional y la cinematografía colombiana se sumió en la tragedia del sonido por más de una década en la que no se realizó ningún largometraje.

La esperanza en un renacimiento del cine colombiano llegó con los años cuarentas y el segundo gobierno del presidente liberal Alfonso López Pumarejo, quien en 1942 sancionó la Ley 9ª, la primera ley de apoyo al cine colombiano, que establecía estímulos tributarios y arancelarios que nunca se implementaron. Esa poca esperanza, sin embargo, fue suficiente para que entre 1941 y 1945 cuatro compañías realizaran diez largometrajes, muchos de los cuales fueron cine musical, pero sin un público favorable al cine nacional, con artistas y técnicos de escasa formación y experiencia, y sin un verdadero interés del Estado, para los años cincuentas esas cuatro productoras habían quebrado.

En 1972, el gobierno conservador del presidente Misael Pastrana Borrero creó el primer instrumento estatal de apoyo al cine colombiano: el “Sobreprecio”. El 6 de septiembre de 1972 la resolución 315 de la Superintendencia de Precios fijó un cobro adicional en cada boleta de cine, para recaudar recursos que a través de los exhibidores pasaran a los realizadores de cortometrajes y largos colombianos. En los años setentas la entrada a cine en Colombia tenía fama de ser la más barata del continente, y con ese costo adicional, con ese “sobreprecio” (de ahí el nombre de la medida), se buscaba incentivar la creación de empresas que hicieran cortometrajes para proyectar en salas comerciales antes de la función principal, y que tras su séptima venta de cortos a los exhibidores empezaran a hacer largometrajes.

En tres años, la producción de cortos pasó de 6 a 83. La medida, en principio útil y que logró la producción de cortometrajes que en algunos casos tenían relevancia estética e histórica, pronto se convirtió en otra manera de hacer dinero fácil: unos realizadores hacían cortos con retazos de filmes y descartes de cuñas comerciales, y algunos exhibidores encontraron que era más barato producir a través de testaferros que comprar cortos ya realizados. Esta situación que todo espectador tenía que sufrir, llevó a la creación de una Junta de Control de Calidad que para algunos fue solo una junta de censura, de manera que tanto la Junta como el Sobreprecio se ganaron una larga lista de críticas, entre las cuales la más importante es el descrédito que arrojaron sobre el cine nacional. Es verdad que gracias al Sobreprecio se realizaron más de 600 cortos de los cuales 439 son documentales, y es verdad que entre esos centenares de cortometrajes hay unos pocos trabajos interesantes e incluso importantes, y que todos esos filmes fueron útiles en la formación de técnicos y creadores, pero también lo es que tantos trabajos mediocres, insoportables, desenfocados e inaudibles, destruyeron el interés de los colombianos en su propia cinematografía, y que es gracias al Sobreprecio que para comienzos de los años ochentas los colombianos pensaban que el suyo era el peor cine del mundo.

El gobierno central de Colombia se inventó en los años cuarentas una ley que no se aplicó, y en los setentas creó el Sobreprecio y Focine. Los esfuerzos del Estado colombiano para apoyar a su cine no había sido afortunados, y los cineastas desconfiaban, pero a pesar de eso (o gracias a eso), a mediados de los años noventas un grupo de artistas y gestores culturales empezaron conversaciones con el gobierno del presidente Ernesto Samper. En su campaña a la presidencia por el Partido Liberal, Ernesto Samper prometió la creación de un Ministerio de Cultura que recogiera la labor de organizaciones que ya existían como Colcultura, y que emprendiera nuevas tareas como apoyar al cine. Entre el grupo de gente de la cultura que dialogó con el presidente Samper estaban Isadora de Norden, que dirigió Focine y luego Colcultura, Ramiro Osorio que también había dirigido Colcultura, y Miguel Durán, que había sido uno de los fundadores del Festival Internacional de Teatro al lado de Fanny Mickey. Junto con estos gestores estuvieron artistas y emprendedores de muy diferentes procedencias, como la actriz Adelaida Nieto y el cineasta Felipe Aljure, entre otros.

La Ley 397, Ley de Cultura, se aprobó en agosto de 1997. Desde sus consideraciones iniciales, su red de antecedentes y definiciones, esa ley creó por primera vez en el país un instrumento amplio para la preservación de los patrimonios culturales de la nación y para el desarrollo de las artes y las culturas. En su primera versión, esta norma también incluía un conjunto de artículos que por sí solos eran una ley de cine, pero en los debates del Senado, estos artículos desaparecieron. La Ley de Cultura creó el Ministerio de Cultura y a su interior 12 direcciones entre las que estaba la Dirección de Cinematografía que encabezó Felipe Aljure.

La estructura institucional que Aljure le dio a su Dirección estaba diseñada según la cadena de valor necesaria para la existencia del cine: un grupo de formación humana e infraestructura técnica, uno de convocatorias y producción, y uno de festivales, circulación y preservación. En un primer momento, las personas que entraron a trabajar a “Cinematografía”, como le decían al grupo, hicieron parte de un mismo embrión desde el cual se diseñaron todos los programas.

En diciembre de 1997, Felipe Aljure trabajaba en una oficina del segundo piso de la Casa del Cine, una habitación que tenía un baño púrpura tan grande como la misma oficina. La casa seguía siendo una bodega, y además de los gatos y las pulgas, a Aljure solo lo acompañaban los vigilantes que se turnaban para dejar pasar a todo tipo de visitantes: a Ramiro Osorio y Miguel Durán (a los que el presidente Samper nombró Ministro y Viceministro de Cultura), a Adelaida Nieto (Directora de Infancia y Juventud), a asesores en administración pública, a plomeros y albañiles, a muchos cineastas y cinéfilos ilusionados con un cine nacional y, como pasa en cualquier país, a una pequeña pero solida lista de buscavidas.

El primer día que entré en la Casa del Cine lo hice por invitación de Felipe Aljure, quien me había propuesto hacer parte del equipo de la Dirección de Cinematografía. Felipe Aljure es un hombre alto, que siempre ha tenido barba y pelo largo, y usa ropa relajada, apropiada para un rodaje o para un largo viaje por carretera. La primera vez que Aljure y yo conversamos lo hicimos por dos horas y sin parpadear. A Felipe Aljure le encanta hablar y lo hace como un chamán que es capaz de hilar el cosmos con el cine colombiano, y los movimientos sociales con las energías del espíritu. Aljure es un artista y un soñador, pero aunque no lo parezca también es un empresario: siempre tiene sus cuentas y sus metas claras.

Ese primer día encontré a Felipe Aljure en su oficina de baño púrpura, tras un escritorio oculto por cerros de documentos por firmar y hojas con cuadros de Excel unidas con cinta pegante. Aljure se despedía con amabilidad de un joven productor de cine, que tenía ojitos brillantes y más ambición que talento:

– Me acaba de preguntar qué tiene que hacer para ponerse al frente de la Dirección de Cinematografía –me contó Aljure un rato después.

En la primera charla que tuve con Felipe Aljure en la Casa del Cine, me presentó con detalle el presupuesto de la institución y mencionó nombres que luego convertiríamos en programas: el Grupo de Formación, la Convocatoria de estímulos a la producción e Imaginando Nuestra Imagen, entre otros. Era extraño estar en Bogotá escuchando al director de La gente de La Universal (1993), que había decidido poner en suspenso su carrera para que todos pudiéramos hacer cine en Colombia. Me sorprendía que Aljure me presentara con tanto detalle sus planes para el cine nacional:

– Felipe, no entiendo porqué me estás proponiendo trabajar contigo, deberías invitar a Sergio Cabrera o a Víctor Gaviria –le dije medio en serio, medio en broma.

– Ay hermanito, ya van diecisiete personas que me piden el trabajo que le estoy ofreciendo. No me devuelva el problema, yo estoy seguro que es usted.

Felipe Aljure tenía claro que la personalidad de un gestor cultural no es la misma que la de un artista que quiere usar al Estado para impulsar su propia obra, y que un gestor desde el Estado debe tener cabeza fría para lidiar con los engranajes de la burocracia. Aljure sabía que no solo es necesario el conocimiento del tema, sino que es imprescindible tener mucha generosidad para entender que también se hace una obra de arte cuando se impulsa la obra de otros artistas. Uno de los talentos de Felipe Ajure ha sido el de descubrir el talento ajeno y hacerlo florecer.

El primer equipo de la Dirección de Cinematografía fue un grupo variopinto: además de Alberto Navarro que tras su paso por Focine y el Ministerio de Comunicaciones terminó por jubilarse en la Casa del Cine en el año 2007, la mayoría del grupo se formó con personas que nunca habían pensado trabajar para una institución del Estado: un productor y dos creadores que hacían publicidad, una artista plástica, una directora de fotografía y un escritor que se había escapado de Colombia, entre otros.

Una de las personas del primer equipo de la Dirección de Cinematografía era Adriana Bernal, que había trabajado en Focine después de graduarse en Comunicación Social, y que tras esa experiencia se había ido a París a estudiar fotografía en la Femis. Cuando empezamos a construir el grupo de Cinematografía, Adriana vivía en Montreal donde trabajaba y tenía esposo y un hijo. Una mañana escuché la llamada que Aljure le hizo a Adriana desde su teléfono celular, Aljure quería convencerla de hacer parte del equipo. A mí, Felipe Aljure me había dicho cosas como: “¿Se va a devolver a Alemania a estudiar cine, en lugar de quedarse en Colombia trabajando en cine?”. Durante la conversación con Adriana escuché una frase en la que le decía:

– ¿La nieve le hundió el techo de la casa, hermanita? ¡No me diga, qué frío! Eso es el cosmos hablando a través del agua. Es tiempo de fluir y reencontrar la fuente.

A comienzos de 1998 Adriana Bernal vivía en Montreal, y al momento de la llamada de Felipe Aljure, Canadá estaba pasando por el peor invierno en 40 años. Montreal es una isla y habían tenido que cerrar los puentes de acceso, y el hielo se había acumulado en el techo de la casa de Adriana y había terminado por hundirlo. Entre la nieve y las palabras de Aljure, Adriana Bernal volvió a la Casa del Cine, y sobre ese regreso dijo:

– Mi despedida de Focine había sido accidentada: el secuestro de la gerente que fue lo peor, y una caída terrible que tuve por las escaleras que daban a la calle. ¡Casi me mato! Mi regreso a esa casa también se dio entre accidentes. Me decidí a volver por un tiempo, y me quedé en Colombia. Tras seis años regresé a la Casa del Cine pero llegué a un panorama muy diferente: pasé de ver el declive de Focine a la euforia de la Dirección de Cinematografía. Felipe estaba rodeado de gente joven que lo único que quería era luchar por un cine nacional, y que le metió todo el empeño para que ese proyecto saliera adelante, un proyecto del que me siento orgullosa.

Adriana Bernal contrató una bodega en Montreal, y yo puse mis cosas en un sótano de Maguncia, y como Adriana también pensé que me iría tras uno o dos años, pero ni Adriana ni yo regresamos a vivir a los países donde habíamos emigrado.

Adriana Bernal y Alberto Navarro eran los únicos del equipo de Cinematografía que  habían trabajado con Focine. Adriana estaba recién graduada de la universidad cuando trabajó en Focine durante dos años y medio en el Departamento de Producción. Los tiempos de Focine eran los tiempos de las muchas guerras colombianas: del exterminio sistemático de un partido de izquierda[4], de las guerrillas y los paramilitares, y de la guerra contra el narcotráfico. El cine colombiano que no ha dejado de reflejar esas historias, también fue protagonista de algunas:

– El suceso de las bobinas en Focine –me dijo Adriana-, es que llegaron a la oficina unas latas: era una película en positivo para proyectar, y tenía un título extraño que no era propiamente porno pero que no sonaba muy santo. La remisión decía que alguien las había enviado de Colombia a Italia, y que al no encontrar la dirección italiana, ni la del remitente en Colombia, y tratándose de cine las habían mandado a Focine que era la institución del Estado que se dedicaba a eso. Las latas estuvieron encima de nuestro archivador por dos semanas, y un día en que no teníamos tanto trabajo le dijimos al proyeccionista que pusiera la película. El hombre abrió las latas y encontró cocaína intercalada en la cinta. ¡Volaba cocaína por todos lados! Llamamos a la policía que se lo llevó todo y nos interrogó, y por varios meses siguió yendo a Focine para revisar y para hablar con nosotros, pero nunca encontraron nada más.

Esa no fue la única vez que el narcotráfico entró en la Casa del Cine: en 1990, Maruja Pachón, gerente de Focine y cuñada del asesinado candidato presidencial Luis Carlos Galán, fue secuestrada por Pablo Escobar.

Hacia el final de la historia de Focine, Maruja Pachón de Villamizar fue la última verdadera gerente que tuvo ese instrumento estatal. La señora Pachón que trató de salvar la institución, fue secuestrada el 7 de noviembre de 1990. Ese día, la gerente de Focine le ofreció a Adriana Bernal llevarla a su casa, pero salió sin ella porque la joven estaba ocupada. En el muro de piedra de la calle 83 con Avenida Circunvalar encontraron el auto: habían asesinado al conductor y se habían llevado a Maruja Pachón y a su cuñada y asistente, Beatriz Villamizar. 

 “Maruja pertenecía a una familia de intelectuales notables con varias generaciones de periodistas. Ella misma lo era, y varias veces premiada. Desde hacía dos meses era directora de Focine.”

Así la describió Gabriel García Márquez en su crónica “Noticia de un secuestro” (1996), y sobre la noche en que estas mujeres fueron secuestradas anotó:

“Dos hombres abrieron la puerta de Maruja y otros dos la de Beatriz. El quinto disparó a la cabeza del chofer a través de un cristal con un balazo que sonó apenas como un suspiro por el silenciador. Después abrió la puerta, lo sacó de un tirón, y le disparó en el suelo tres tiros más. Fue un destino cambiado: Ángel María Roa era chofer de Maruja desde hacía solo tres días, y estaba estrenando su nueva dignidad con el vestido oscuro, la camisa almidonada y la corbata negra de los choferes ministeriales. Su antecesor, retirado por voluntad propia la semana anterior, había sido el chofer titular de Focine durante diez años.”

En la historia de Colombia hay más realidad que magia, y sus calles están anegadas con la sangre de las casualties of war, la sangre de las miles de personas asesinadas por una bala perdida o por caminar frente al auto que explotó, o que fueron masacradas por algún vociferante que quería hacer un escarmiento colectivo. En las tierras y los ríos de Colombia se blanquean las osamentas de la gente que fue asesinada porque algún poderoso no pudo matar a su verdadero enemigo.

El esposo de Maruja Pachón de Villamizar declaró en una entrevista en Buenos Aires: “Cuando el narcotráfico no es violento, es peor: la sociedad empieza a contemporizar.”

Aunque el constante consumo de drogas prohibidas por parte de los ciudadanos de los Estados Unidos hizo del narcotráfico un negocio rentable, y desde el año 1971 la presidencia de Richard Nixon había iniciado una persecución contra la venta de esas drogas, la guerra contra el narcotráfico en Colombia empezó el 30 de abril de 1984, el día en que la gente de Pablo Escobar asesinó al Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla. Pablo Escobar en ese momento era el más poderoso traficante de cocaína del mundo y además era suplente en la Cámara de Representantes de Colombia. Escobar no solo buscó dinero y poder, sino que siempre deseó el reconocimiento social: primero el de las clases populares a través de los barrios que construyó y regaló (“Yo siempre le enseñé a mi hijo que la caridad lo perdona todo”, dijo alguna vez doña Hermilda, la mamá de Escobar[5]), y luego el reconocimiento de los políticos y de las familias poderosas de Colombia.

En los años ochentas Escobar fundó el movimiento político Civismo en Marcha que recibió el respaldo de algunos líderes del Partido Liberal, pero subir a las tarimas hizo visible al “Patrón”: en 1983 el propietario y director del periódico El Espectador, Guillermo Cano, escribió una memorable columna llamada “¿Dónde están que no los ven?…”, donde exponía con detalle el pasado y el perfil del suplente a la Cámara Pablo Escobar. En 1986 Cano fue asesinado por los sicarios de Escobar, y en 1989 una bomba reventó el periódico. De ladrón y contrabandista menor, Escobar pasó en menos de una década a convertirse en uno de los hombres más peligrosos del mundo.

Tras el asesinato de su Ministro de Justicia, el presidente conservador Belisario Betancur empezó a aplicar la Ley de Extradición firmada en el gobierno del liberal Julio Cesar Turbay, y luego promulgó el Estatuto Nacional de Estupefacientes (Ley 30 de 1986), instrumento con el que buscaba combatir la fabricación, el tráfico y el porte de drogas ilegales. La respuesta de Escobar, de Lehder, de los Ochoa y de otros narcos fueron más homicidios y crear un grupo de presión conocido como Los Extraditables (“Preferimos una tumba en Colombia que una cárcel en los Estados Unidos”, decían), grupo que fue responsable, entre otros crímenes, del secuestro de personas cercanas a los poderes de Colombia. Entre los secuestrados estuvo Maruja Pachón de Villamizar, periodista y cuñada de un político asesinado por Escobar el 18 de agosto de 1989: Luis Carlos Galán, candidato presidencial y cabeza del movimiento Nuevo Liberalismo del cual también hacía parte el Ministro de Justicia Rodrigo Lara y el presidente que sucedería a Betancur en la Casa de Nariño y en esa guerra: César Gaviria Trujillo.

Fue César Gaviria quien nombró a Maruja Pachón de Villamizar gerente de Focine.  Maruja Pachón caminaba duro y hablaba duro, su presencia siempre se sentía cuando iba por un corredor o cuando entraba a una reunión. En la época de Focine su pelo era ensortijado, y aunque siempre se vestía muy juiciosamente, jamás parecía prestarle mucha atención a la apariencia. Maruja Pachón vivía con su esposo Alberto Villamizar en un gran apartamento que habían decorado con objetos del sur de Asia, tras el paso de ambos por una embajada en el lejano Oriente.

El rumor sobre el final de Focine se escuchó por varios años, pero tras el nombramiento de Maruja Pachón al frente de la institución, la sensación fue de esperanza. Nadie se imaginaba que tras la tragedia que esa familia había vivido por el asesinato de Galán, le iban a dar a Maruja Pachón la oscura tarea de liquidar la única institución que apoyaba al cine colombiano. Las acciones de la nueva gerente fueron coherentes con esa esperanza: no echó a nadie y al contrario, sumó al equipo los talentos de personas a quienes apasionaba el desarrollo del cine, como Adriana Bernal. Esa esperanza duró sesenta días.

Tras el secuestro de Maruja Pachón, la gerencia de Focine quedó en manos de su Secretario General, un personaje turbio que tras unos meses de interinidad fue relevado por el nuevo gerente que sí llevaba el encargo de liquidar a Focine.

El final de Focine fue la consecuencia de muchos desaciertos: la aplicación de políticas neoliberales por el presidente César Gaviria y el vacío que creó el secuestro de Maruja Pachón fueron dos de ellos, pero ese final se había venido preparando con gerencias que eran cuotas de clientelismo político, por un gremio cinematográfico donde la falta de unión era la constante, y por un país de ciudadanos a quienes no les interesaba su propio cine. Sin nadie que defendiera a Focine, la historia de su final fue otra muerte anunciada.

– Cuando me fui de Focine para estudiar en la Femis en 1992, la institución no había cerrado totalmente pero casi. Yo no apagué la luz pero fui una de las últimas en salir –me dijo Adriana Bernal.

Crecer en Colombia es crecer en un lugar donde siempre está a punto de pasar algo horrendo, y lo más trágico de eso es que esa sensación de horror se lleva por toda la vida, y esa paranoia y desesperanza se arrastra a cualquier lugar donde se vaya, pero con la Ley de Cultura de 1997 quienes creíamos en el valor de la artes para cambiar el mundo tuvimos la sensación de que otro país era posible. Había razones para regresar a Colombia. Poco a poco, a comienzos del año 1998 se fue completando el primer equipo de la Dirección de Cinematografía que contaba con unas 20 personas y un único computador que compartíamos, y unas oficinas que para poder usar tuvimos que abrir nosotros mismos, y vaciar mueble por mueble, y de sus pisos arrancar los percudidos y pulguientos tapetes.

El más decidido protagonista de la violación de cerrojos y la arrancada de tapetes fue Enrique “El Susy” Arango. El Susy era un hombre rubio, delgado y enérgico, que había recorrido el Orinoco en bicicleta y que producía comerciales para televisión, un oficio en el que conoció a Felipe Aljure.  Susy era un paisa[6] recursivo que era amigo o primo de todo el mundo y que era capaz de armar una motocicleta con una navaja suiza, y que un año después sería el protagonista del rescate de una joven colega a quien perdimos en el terremoto de Armenia.

A finales de 1997 comenzó la toma de la Casa del Cine: sin esperar a que llegaran los obreros del Ministerio empezamos a expulsar la mugre, mientras trabajábamos en el diseño e implementación de los programas de la Dirección de Cinematografía. Al año siguiente varios programas estaban en funcionamiento y entre ellos los talleres Imaginando Nuestra Imagen, y la primera convocatoria pública del Ministerio de Cultura para financiar la creación de cine, el concurso “Buscamos creadores con más talento que plata”.

Dentro de los aportes al cine de la Ley 397 de 1997 estuvo el de crear un Fondo Mixto dedicado al cine colombiano. Los fondos mixtos de cultura son instituciones que canalizan recursos públicos y privados para el impulso al desarrollo de las culturas colombianas. La Ley de Cultura proponía la creación de un fondo dedicado exclusivamente al cine, que recibiera tanto los pasivos como los activos de Focine. Una de las primeras tareas del Director de Cinematografía fue la gestación de ese fondo, al que luego y hasta la aprobación de la Ley de Cine, el Ministerio de Cultura tendría que  financiar casi completamente. En febrero de 1998 ese fondo se había creado con el nombre de Proimágenes en Movimiento (hoy Proimágenes Colombia), y su dirección se encargó a Claudia Triana de Vargas, que había sido directora de la Cinemateca de Bogotá y una de las creadoras de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, el más importante archivo cinematográfico del país. 

En la Casa de Nariño, sede del poder ejecutivo de Colombia, se firmó el nombramiento de Claudia Triana y la creación de Proimágenes en medio de una fiesta con el protocolo propio de toda presidencia. Esa noche el equipo de la Dirección de Cinematografía estuvo presente, y esa gente variopinta y guerrera cambió los bluyines, los tenis y las botas, por trajes, faldas y corbatas.

La historia de las relaciones del Estado colombiano con su cine no había sido afortunada, y los cinematografistas desconfiaban de sus gobiernos, con un sentimiento generalizado, que no era solo el de los creadores del cine político y del cine marginal que hizo parte de los movimientos del Nuevo Cine Latinoamericano. Algunas personas del equipo de la Dirección de Cinematografía también tenían razones para desconfiar de la gestión pública, y por eso la transformaron: siete meses después de la creación del Ministerio de Cultura, el 15 de julio de 1998, se había inaugurado Proimágenes y había empezado la gestión de todos los programas, y se celebraba la fiesta de entrega de los primeros premios de las convocatorias de la Dirección de Cinematografía. Esa noche no cabía una persona más en la Casa del Cine y su jardín. Congo Films había prestado unos rompenubes y otras luces que hacían de la mansión un espectáculo cinematográfico en medio del tranquilo barrio La Merced. La alegría recorría las habitaciones, en olas de risas, gritos, voces y fotos. Todos estaban felices e ilusionados: los artistas y cinéfilos convertidos temporalmente en servidores públicos, los nuevos creadores y los cinematografistas que habían crecido empujando esperanzas cuesta arriba. Una importadora de licores donó 75 botellas de vodka que fueron desapareciendo a medida que se leían los nombres y se entregaban los cheques a los ganadores. La primera convocatoria de cine del Ministerio de Cultura de Colombia se llamó “Buscamos creadores con más talento que plata”, un nombre que reflejaba por igual la realidad del cine colombiano y el humor que Felipe Aljure había hecho público con su opera prima La gente de La Universal. La convocatoria se lanzó el 23 de febrero 1998 y tuvo 6 categorías: “Mirémonos desde aquí” (premios a proyectos de largometraje), “Chiquitos pero picosos” (premios a cortometrajes y a videos musicales), “De qué queremos hablar” (premios a proyectos realizados en regiones diferentes a Bogotá), “Removiendo cataratas del ojo social” (apoyo a largometrajes rodados pero no exhibidos) y “Literatura, primera parada entre la imaginación individual y colectiva” (guiones). Esta convocatoria respondía a las realidades del cine nacional y corregía algunas debilidades previas: los derechos de los proyectos ganadores quedaban en manos de los creadores y no del Ministerio, había premios especiales para el cine hecho fuera de la capital, y se estimulaban formatos de corta duración que podían estar destinados a diferentes pantallas.

La fiesta del 15 de julio empezó en la tarde y terminó un par de días después en varias ciudades del país. Como sucedía en la época de Focine, los estímulos económicos para la producción cinematográfica eran fundamentales en el apoyo al cine nacional. La consecución de fondos y su distribución a través de concursos públicos transparentes es una acción imprescindible para compensar los riesgos que asumen los productores e inversionistas, y la profunda asimetría que existe entre el cine colombiano y la industria de Hollywood, pero las convocatorias de producción no fueron la única labor de la Dirección de Cinematografía. Ese primer año, entre muchas otras actividades, se apoyaron encuentros como el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias y el de Bogotá, se inyectaron recursos a la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano y a la recién fundada Proimágenes, y se dio inicio a un programa de formación en diferentes departamentos del país: los talleres Imaginando nuestra imagen, los INI.

En el esfuerzo por crear una cinematografía propia y estable, los programas de formación son tan esenciales como el dinero para financiar nuevas películas. El principal obstáculo para el desarrollo del cine colombiano no estuvo en la ausencia de dinero sino en la ausencia de respaldo social y de un grupo grande y diverso de técnicos y artistas. La formación de públicos y de nuevos creadores con una metodología que impulsara el desarrollo de una base social para el cine nacional era esencial. La estructura de la Dirección de Cinematografía incluía un equipo dedicado a esa tarea: el Grupo de formación humana e infraestructura técnica, y sus programas insignia, que eran Imaginando nuestra imagen (INI: formación a nuevos realizadores) y el Cine en el cerebro social (CCS: formación de públicos).

Antes de agosto de 1998, desde la Dirección de Cinematografía, se habían gestionado proyectos de formación en 25 departamentos, gestiones que se concretaron en 28 programas localizados en 12 departamentos. Una de las características de los INI y los cortometrajes que se realizaron como parte del proceso fue la diversidad en todo sentido, incluso tres de esos programas se hicieron en territorios donde junto con el castellano se hablaban otros idiomas: el inglés creolés de las Antillas colombianas (el Archipiélago de San Andrés y Providencia), el huitoto del Amazonas (a través de La mirada del jaguar, un programa afín a INI), y el guambiano y el paez en cinco municipios del Cauca (con otro programa afín: Canal andariego). INI contribuyó a enriquecer la geografía virtual del país: en Colombia se hablan 70 idiomas y exceptuando unos pocos documentales, el cine nacional no los había presentado.

Los talleres INI eran un espacio de formación modular en el que cineastas de distintas especialidades enseñaban a un grupo de jóvenes los oficios del cine, al tiempo que los acompañaban en el desarrollo de dos cortometrajes. Las clases finales de cada INI eran los rodajes. El proceso, sin embargo, era más amplio que los talleres y rodajes, y empezaba desde el primer contacto con las instituciones regionales, poniendo toda su atención tanto en la relación con esas organizaciones como en la selección de las personas que enseñaban y aprendían en cada región.

Uno de los objetivos de los INI fue el crear redes interinstitucionales de apoyo a proyectos audiovisuales en todo el país, y por esa razón encontrar financiación local era esencial (en un monto siempre superior al 50%). La gestión de los INI buscaba que en cada territorio las instituciones se sintieran responsables de los jóvenes cuya formación estaban financiando, y que los maestros aprendieran a la par de los alumnos y que estos cineastas estuvieran tan apasionados por compartir, como los estudiantes por aprender.

Son las personas con sus ideas y su trabajo quienes cambian las sociedades, el dinero es poca cosa cuando no hay gente apasionada. 

En un país que libraba varias guerras internas al mismo tiempo, en donde las vías y los medios de comunicación reflejaban siglos de una lógica centralista, la gestión de cada INI fue una aventura, como el viaje de concertación a Mocoa, la capital del Putumayo. La reunión convocada por la gerente del Fondo Mixto de Cultura del Putumayo, y a la que llegaron un par de empresarios locales y gente de la alcaldía y la gobernación, se tuvo que realizar pasadas las 10 de la noche en la casa de la gerente. El Putumayo hace parte de la región amazónica, y el viaje para gestionar los recursos necesarios para ese INI duró apenas 24 horas, parte de las cuales se fueron en la carretera del aeropuerto entre Puerto Asís y la capital, una vía sin asfalto que a veces cerraban las guerrillas y a veces el ejército. Colombia es un país que no se ha acabado de construir. 

Aunque no todos los participantes de los talleres decidieran dedicarse a la creación audiovisual, el INI impulsó en esos territorios una nueva actitud frente a la expresión audiovisual: el cine en Colombia podía ser algo propio. Estos programas buscaban crear una base social de apoyo al cine nacional y contribuir al desarrollo de una posición activa de parte de los espectadores, una posición que podía manifestarse de diferentes maneras: a través de la creación, del ejercicio de la crítica, de un consumo más selectivo y de una apropiación del cine nacional.

Los talleres INI ofrecieron la oportunidad de una nueva vida a jóvenes brillantes. Un ejemplo es el de Jesús Reyes, de Cereté, municipio del departamento Córdoba, un territorio cuya economía está basada en el ganado y la agricultura y que entre muchas características ha tenido la de ser sede de grandes poderes paramilitares.

En el 2008 Jesús había llegado a Bogotá para estudiar actuación y trabajar en la televisión. Después de dos años de desilusiones en la capital más fría del país, Jesús regresó a su departamento. En Montería estaba por iniciarse el primer taller INI al que se sumó en un papel que combinaba el ser alumno con el de asesorar a los actores. Jesús Reyes acompañó los rodajes, y en el proceso conoció a Irina Henríquez que producía el taller, y a Andrés Porras, el maestro de montaje, de quienes se hizo amigo y los que propuso la realización de una idea que había venido madurando. Esa idea y esa amistad son la semilla de un cortometraje que evoca las violencias de Córdoba: Tierra escarlata.

La cara de Jesús Reyes está llena de lunares, su pelo es negro y sus ojos tienen grandes pestañas. Jesús habla con acento del Caribe interior, ese que todavía lleva los ecos del idioma de los zenúes:

Tierra escarlata nace de las historias que suceden en mi región –dijo en una entrevista-. Cuando regresé de Bogotá empecé a redescubrirme en mi departamento, y a preguntarme porqué pasaba lo que pasaba, y empecé a escribir la historia de un chico que busca a su hermano, y a través de esa búsqueda cuento las historias de lo que sucede en ese pueblo. Esa fue la idea inicial de todo”.

A Andrés Porras, montajista y coproductor de Tierra escarlata, se le había contratado en el INI de Montería, como maestro de montaje. Andrés es caleño y moreno como mucha gente del Valle del Cauca, un departamento que limita con el Océano Pacífico. Estudió en la Universidad del Valle, en la misma escuela de Comunicación Social donde se originaron grandes documentales de la cinematografía colombiana, la mayoría de ellos hechos para el espacio de televisión “Rostros y Rastros”. La experiencia de Andrés Porras como montajista es larga e incluye tanto la televisión como el cine (con el largometraje Todos tus muertos de Carlos Moreno, entre muchos otros).

Sobre los talleres Imaginado Nuestra Imagen dijo Andrés Porras:

– Ese taller le cambió la vida a muchos, no sólo a Jesús. En los santanderes el INI le cambió la vida a Iván Gaona, por ejemplo, que después de eso estudió cine y creó la productora La Banda del Carro Rojo.

– Sí, Iván Gaona estrenó hace poco su primer largometraje de ficción, la película Paciente.

– Con el proyecto de Paciente Iván ganó en el 2014 un estímulo del FDC[7]. Fue en el año 2010 cuando hicimos el primer INI de Montería, y a partir de esa experiencia la gente de allá creó Cine Sinú, una muestra de cine colombiano que todavía se sigue realizando, y luego, en el 2016 fundaron La Casa Cinema en un sitio grande donde hicieron una sala de cine con un restaurante.

– ¿Y a ti, que fuiste maestro qué te dejó el INI? –le pregunté a Andrés.

– Todos los que pasamos por los diferentes INI de Colombia comprendimos que sí se puede, que el centralismo y la descentralización son cosas mentales, no un asunto de tierras. En Montería, como en otras ciudades, nos dimos cuenta que los chicos no mandaban nunca sus proyectos a los concursos porque sentían que a ellos no los conocía nadie, y que esos premios siempre se los ganaban los mismos… y algo de razón tenían, pero su problema estaba sobretodo en que no sabían estructurar proyectos y en que sentían que nadie los iba a tomar en cuenta.

El INI en Córdoba fue el comienzo de un proceso que en el 2011 llevó a que Irina y Andrés prepararan con Jesús y otros aprendices el proyecto del cortometraje Tierra escarlata, que presentaron a las convocatorias del FDC (Fondo para el Desarrollo Cinematográfico). El proyecto fue seleccionado, la película se realizó en el 2012 y se estrenó en el 2013.

Sobre el premio y la situación en que vivían los participantes de ese INI cordobés, dijo Andrés Porras:

– A los jurados del FDC les encantó que el cortometraje fuera una historia de ‘post violencia’, una película que reflejara la realidad tras los acuerdos de desmovilización con los paramilitares. El corto muestra lo que de la gente ha vivido y se pensó como parte de una trilogía. El INI es un punto de quiebre en la historia de Córdoba porque antes de ese taller había miedo de contar las historias del paramilitarismo. El segundo corto de la trilogía, Genaro, está basado en una crónica sobre paramilitares escrita por Gina Morellos, una crónica que se llama “El repartidor de muertos”. El corto Genaro lo mostramos con Cine Sinú en la plaza central en un evento que se inauguró con palabras del Alcalde. Junto con los discursos y la proyección tuvimos un ‘performance’ contra la violencia y mientras el ‘performance’ se presentaba,  Irina me decía que todo eso hace años hubiera sido impensable, que los actores y la gente de la película habrían acabado con amenazas de muerte. A partir del INI y de Tierra escarlata se han hecho bastantes videos aficionados y algunas obras profesionales, y muchos de esos trabajos tratan sobre la violencia paramilitar.

La trilogía de cortometrajes dirigida por Jesús Reyes se llamará Tierra escarlata, tres secuencias del dolor. Los tres cortos juntos suman unos 54 minutos, una hora en televisión, y Julio, Andrés e Irina ya están haciendo contactos para ventas internacionales, aunque el tercer corto está en postproducción. Tierra escarlata, tres secuencias del dolor será la suma de los tres cortometrajes, y será una suerte de ‘flash back´ sobre los paramilitares en Córdoba: el filme empieza con Tierra escarlata y el post conflicto, continúa con Genaro y lo peor de esa guerra, y concluye con Elena, una historia del momento en que los paramilitares aparecen y empiezan a expulsar de Córdoba, en medio de combates y masacres a civiles, a los guerrilleros de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Y aunque suena paradójico, este último cortometraje es una historia sobre el perdón.

En febrero del 2013, Tierra escarlata, una película de imágenes rojizas que había nacido en medio del calor y los caminos polvorientos del departamento de Córdoba, se estrenó en el festival de cortometrajes de Clermont-Ferrand en Francia. En el escenario, presentando su película después del anuncio de un francés amable que pronunciaba de forma incomprensible el nombre y apellido de Jesús Reyes, estuvo ese estudiante de INI, que regresó a su terruño para encontrarse con el cine y con una nueva vida.

En el sótano de la Casa del Cine a comienzos del año 1998, y en medio de un exorcismo de polvo y tapetes sucios, Susy se dio vuelta y me miró para gruñirme por el chiste sobre el fantasma de los DiDomenico:

– ¡Eso no es gracioso!

– Pero es verdad –le respondí, y señalé los retablos con afiches de cine nacional orinados por los gatos, y las cajas de libros, y las latas de películas que de tanto bulto y tanto polvo apenas si nos dejaban mover o respirar.

A finales de 1997 empezó un nuevo tiempo para la Casa del Cine y para el cine colombiano. Con la fundación de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura se inició un proceso de estructuración institucional que transformó la escritura con imágenes en movimiento: se crea Proimágenes, institución hermana de Cinematografía, y entre ambas y con la participación del sector cinematográfico se logra la aprobación de la Ley 814 del 2003, la Ley de Cine con su FDC (el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, un recurso parafiscal alimentado con aportes del sector). Dentro de Proimágenes se crea la Comisión Fílmica de Colombia, cuya labor se impulsa con la Ley 1556 de 2012 (“Por la cual se fomenta el territorio nacional como escenario para el rodaje de obras cinematográficas”). Un país que había perdido de vista su propio cine, a partir de 1997 inicia un camino que lleva a la construcción de una constelación de instituciones públicas, privadas y gremiales de apoyo a la escritura con imágenes en movimiento, una constelación que comenzó en la Casa del Cine.

En Colombia, por muchos años los fantasmas y las pesadillas acompañaron a la gente que dedicó su vida a las imágenes en movimiento, pero con la Ley de Cultura los nuevos habitantes de la Casa del Cine llegaron para espantar pulgas y espectros, y lo que había sido un depósito de ilusiones rotas se convirtió en el lugar desde donde todo el país recuperó la esperanza de expresarse audiovisualmente. La gente de la Dirección de Cinematografía y luego la gente de Proimágenes llegaron a la Casa del Cine para sumar su labor al trabajo de las personas que en toda Colombia y a lo largo de mucho tiempo, lucharon por una cinematografía propia y estable, por una escritura con imágenes en movimiento que existiera en diferentes pantallas, y que pudiera completar la geografía virtual de un país diverso que sigue en construcción.

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* Por Julián David Correa.

Publicado en CINES QUE CAMBIAN EL MUNDO I:  ARGENTINA Y COLOMBIA. Ed. Cinema23. México D.F. 2019.

Este libro completo, en español y portugués, se puede leer en la página www.cinema23.com

IMÁGENES:

(1) Cartilla de «Buscamos creadores con más talento que plata», la primera convocatoria de estímulos a la producción cinematográfica que realizó en Ministerio de Cultura de Colombia en 1998.

(2) Carátula de «Cines que cambian el mundo I: Argentina y Colombia». Ed. Cinema23, México D.F. 2019. Edición bilingüe en Español y Portugués.

(3) Foto de Jhonatan Rojas en https://mediosimpacta.wixsite.com/impacta-mediodigital

(4) Algunas personas del primer equipo de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: María Teresa Cortez, Felipe Aljure, Rosita Wolf, Mónica Baquero, Enrique “El Susy” Arango, María Luisa Truijillo, s.d., Adriana Bernal, s.d., Jorge Parra, Andrés Sicard, Marina Arango y Sasha Quintero. Foto: Archivo de Marina Arango.

(5) Gabriel García Márquez y Adriana Bernal en el Festival Internacional de Cartagena de Indias en 1991.

(6) Algunos cineastas premiados en la convocatoria de 2018, «Buscamos creadores con más talento que plata». De izquierda a derecha: Felipe Paz, Ricardo Coral-Dorado, Jorge Echeverry, s.d., el viceministro de Cultura Miguel Durán, Felipe Aljure, s.d. (sentada) Ciro Durán, s.d., Jairo Serna y s.d. Foto: Archivo Marina Arango.

(7) Afiche del cortometraje “Tierra escarlata” (Jesús Reyes, 2012)

(8) Julián David Correa y Felipe Aljure en 2018 durante la grabación de la serie documental «Tender puentes». Foto: Kadir Molano.


NOTAS DE PIE DE PÁGINA:

[1] Algunos números de los “Cuadernos de Cine Colombiano” de la primera época (1981 a 1987), y el coffee table bookColombia, The Set” (1987), entre otros títulos.

[2] Cortometrajes de 24 minutos destinados a la televisión.

[3] Pedro Adrián Zuluaga: “Un escritorio y tres navarros”, en Revista Kinetoscopio No. 78. Ed. Centro Colombo Americano de Medellín. Medellín, 2007.

[4] La Unión Patriótica. Según el Observatorio de Memoria y Conflicto en poco más de una década 3.612 militantes fueron asesinados de manera sistemática por fuerzas que no eran las de los narcotraficantes o los grupos guerrilleros.

[5] En el documental “Madre de espaldas con su hijo” (1994), dirigido por Ana Victoria Ochoa.

[6] Gentilicio coloquial de las personas nacidas en los departamentos de Antioquia y los que forman el Eje Cafetero.

[7] FDC: Fondo para el Desarrollo Cinematográfico creado por la Ley de Cine del 2013. Se trata de un fondo parafiscal alimentado por tributaciones del consumo y de otras transacciones asociadas al negocio cinematográfico. Estos recursos tienen por destinación exclusiva el desarrollo del cine nacional y sus desembolsos los ejecuta Proimágenes siguiendo las instrucciones del consejo nacional de cine (CNACC: Consejo Nacional de las Artes y la Cultura en Cinematografía), órgano que preside el Ministerio de Cultura.

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