EL RÍO DEL AHOGADO
En memoria de Paul Bardwell
En Guadalajara la mañana nace sucia: se hace una luz polvorienta en las esquinas de la habitación y cuando saco la cabeza, después de la ducha, veo un día gastado y sin lustro. Noches sin asfalto y días sin brillo, así es esta Guadalajara ajena donde he terminado por encontrar trabajo. En mi habitación chiquita, en mi apartamento que es toda mi vida, sólo hay una cama, una parrilla y un televisor con una señal tan manchada como las mañanas de Guadalajara. El sol está en el cielo y yo camino al trabajo en la Expo, como todas las mañanas, camino mis veintiuna cuadras, en las que enfrento el viento sucio que me arrojan los agringados fords y los pequeños volkswagen. Las banquetas están rotas, el pasto está reseco. En esta ciudad tan rica sólo florece a gusto el tequila y los autos, pero para que haya tequila se necesitan los campos de agave y si hay autos tiene que haber lujo, tiene que haber grandes casas, hijas bien educadas y teñidas, y ropa interior de seda y whisky con hielo, cosas que yo no he visto. Todas las mañanas camino hacia la Expo en contravía, esquivando la mugre de los autos, dejando atrás la pollería y la cantina, todas las mañanas son iguales excepto la mañana de este año viejo, la mañana del mensaje: Paul murió.
El barco olía a óxido y a pescado. Yo le pregunté al Charro, Oye, Charro ¿Por qué no seguimos hasta los Estados Unidos? Igual da, tanto tiempo aguantando hambre y esperando, pero el Charro me dijo que no, que las cosas no se hacen así, que el camino es otro y por tierra. Todos los caminos son por tierra, Charro, le dije asqueado, pero él me miró sin comprender y seguro que sin estar de acuerdo, y sí, tal vez tuviera razón, ¿porqué no? ¿quién dijo que todos los caminos son iguales? Así llegué a Guadalajara, por mar y por largos caminos de tierra, y así fue como conocí a Paul. Paul ya estaba flaco cuando lo conocí, pero no tanto como lo estuvo antes de morir, como dos semanas antes de morir, cuando lo vi en su hotelito del desierto. La Expo es una chingada pero está bien, tan bien como cualquier otro sitio que de para comer, me dijo el Paul. No te vas a amolar: le das una mordida a los polis y a los del sindicato y ya está, puedes trabajar: limpias, montas, desmontas y recoges basura de reciclaje. Tenía razón: nadie te ve, nadie te recuerda. La Expo es grande y artificial y pasajera. La Expo es un gran cubo lleno de nada que se ocupa y desocupa con munditos de mentiras. Lo único verdadero en la Expo, las únicas joyas son las hijas del platero. Que bonito es todo lo que ha hecho ese hombre: los dijes, los pendientes, las hijas: todo paz y mano tendida, como los árboles de la vida que hacen con esa filigrana que teje aves y hojas y figuritas minúsculas. Esas mujeres son lo mejor que he visto en la Expo y en toda esta ciudad, pero las he visto de lejos y rápidamente, no vaya a ser que la policía crea que estoy preparando un robo, no, eso de robar sólo lo pueden hacer los policías.
Uno se acostumbra al acoso de los vigilantes, uno se acostumbra a todo: al picante, a vivir dentro de una telenovela mexicana, a pasar hambre, a posponer los sueños, a dejar de esperar y seguir respirando, como si todavía esperara. Uno se acostumbra a dormir en un colchón lleno de turupes y a despertar viendo un cielorraso verde, manchado por mugre de orinal. Al menos es un colchón y un techo, se dice uno y es verdad. Como se quejan los gringos grasosos y sus gringuitas, como se quejan las turistas de sólo tener cuarenta días de vacaciones pagas, de tener trabajos que no disfrutan, como hablan de mierda los que creen que se merecen lo que tienen en este mundo. Esos sí que creen que hay caminos, pero no hay paso que no pise.
Le doy la vuelta a la tortilla. Primero vienen los moles rojos y verdes, después los frijoles, las tiras de carne que saco del pincho y luego la cebolla, las cabecitas de cebolla asada y pastosa. Le doy la vuelta a la tortilla y le pego un mordisco. Buena, seca y picante, y fibrosa y salada. Todo combina. Le doy un mordisco a la tortilla y me lo paso con un tequila. Estoy de fiesta, claro. Otro día me hubiera tomado una horchata. Otro día ni siquiera hubiera parado en la pollería: me hubiera calentado una sopa de lentejas en la hornilla y la hubiera adobado con unos chiles en escabeche. Es raro como se acostumbra uno de rápido al picante, es loco eso de ser cada vez más voraz con una comida que unos meses antes lo ponía a uno a sudar y a echarse para atrás. Así será uno para todo, así de puta será el alma y la carne, que se va con el que gana, siempre, que malinches que son las ganas de seguir vivo. Pues sí, que estoy de fiesta, como todo este pinche país. Navidad y año nuevo. Jo, jo, jo, jo, dicen los anuncios de la tele, los Santa Claus que exhiben su panza y su nieve de goma. Nieve en este desierto, eso si que es charro, nieve. A mí me gustaban más los pesebres que hacíamos en mi país: salir a cortar una loza de pasto verde, fresco, con tierra y todo, y hacer luego el lago del espejo y las cataratas de celofán, la estrellita de aluminio, el Santo Niño, los pastores, las ovejas de plástico blanco. Eso si que era bonito, la novena que cantábamos acompañados con panderetas y cascabeles hechos con las tapas de las gaseosas. Buen tiempo ese, días de sol en el pueblito de mi mamá, ese era un sol limpio, que pasaba su cepillo dorado por las calles y las tejas, no como en Guadalajara, donde la luz nace podrida. No me acuerdo porqué dejé mi pueblo, pero hoy estoy de fiesta y no voy a aguarme el tequila con lagrimas y mariconadas, no me voy a quejar, que para adelante es que voy, que para allá iré en unos meses, cuando el tiempo lo permita.
Anoche empecé la fiesta, y me fui hasta el centro, hasta La Terraza. De los balcones de La Terraza se ven pasar distinto los autos: ellos son los chiquitos. La música nunca para en La Terraza, y las piernas gordas de las muchachas que entran y salen con un cliente, se pegan a las sillas de plástico, se desparraman sudorosas y hacen un ruidito húmedo cuando se levantan. Me gustan las tortillas pequeñas que venden en La Terraza y la gente que no te pregunta nada, que te ignora cuando te conoce y sabe que no tienes nada para robar. Anoche me tomé un tequila, también, y regresé a mi pieza de paredes verdes, y encontré el papelito bajo la puerta: Paul murió, decía. La última vez que vi al Paul ya el cuerpo le quedaba como un traje viejo y colgante: pellejos blancos entre los que brillaban dos ojos verdes, esmeraldas ardiendo en una carne que se podría. Qué olor terrible que había en la habitación, olía como el Río del Ahogado. Ya casi no podía hablar el Paul, apenas componía, muy lentamente y con esfuerzo pequeñas frases: un saludo de bienvenida, un Muéstrenle a mi cuate el uniforme de la Navy y la medalla… Que ya te vas, no, cabrón, ya te vas, espérate no más que yo te saco por el hueco… espérate no más que se me pase esta peste que me dio y que no me suelta, la condenada. El gringo se moría, pero no moría solo ni quería darse cuenta de nada. Ya vas a ver, chiquito… lo que son las luces de Las Vegas y las autopistas de Los Ángeles, ya verás. Ahí lo dejé. Yo me tuve que regresar a Guadalajara en el camión a seguir trabajando, a limpiar hasta tarde, a ver pasar conciertos y expositores, a ver a las mujeres de caucho que trabajan en los pabellones. Esta mañana, ahora que sé que Paul murió, las calles me parecen más sucias. El gringo se murió y no pudo cumplirme y yo me quedé aquí atrapado, esperando una señal que nunca llega, juntando unos centavos que al cambio no valen nada.
Se acaba el año y al olor del polvo se suma el de la pólvora. Qué bien que sabe el tequila: sabor de gusano molido, de tierra, de muertos muchos. Jo, jo, jo, jo, me saluda el Santa de plástico en esta noche pegajosa. En la tele de la pollería los gringuitos reciben la nieve y los milagros de Navidad, mientras yo pienso en los huesos de Paul, en buscar otro coyote, en beberme todo este tequila y en recibir el año nuevo nadando en los vómitos del año viejo.
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*Por: Julián David Correa. Publicado en su libro
«Veinte viajes» Ed. Sílaba. Medellín, 2019.
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ESTA GENIAL… Contiene aspectos atractivos a la lectura pero desagradables en la realidad.