PONENCIA SOBRE CINE Y LITERATURA*
Por:
Luis Alberto Álvarez
En el espinoso trayecto del cine colombiano se ha intentado con mucha frecuencia detectar claves, acuñar fórmulas, señalar responsabilidades. En esa larga historia, que tan pocas satisfacciones ha dado, se busca afanosamente un «quid», un problema básico al que puedan serie atribuidas las desgracias, el mismo problema que, una vez superado, sirva de llave para abrir el futuro y el éxito.
Una de las claves más socorridas de esta explotación es, sin duda, el guión. Con frecuencia se oye decir: el problema del cine colombiano es el guión, simplemente necesitamos buenos guionistas, la gran dificultad está en que nuestros escritores no dominan las técnicas del guión. Creo que FOCINE y la Unión Nacional de Escritores deben compartir este tipo de punto de vista, ya que hicieron un esfuerzo tan grande para realizar este encuentro. A lo mejor se prometen que, de lo que se diga aquí, puede salir una mejor calidad de guiones y, automáticamente, un mejor cine colombiano. De ahí también que, siguiendo el ejemplo de Hollywood en un determinado momento de su historia, piensen que mover a las grandes plumas del país a trabajar para la pantalla implique, de por sí, un cine de mejor nivel en todo sentido, no quiero hacer de aguafiestas si recuerdo que ni Faulkner, ni Scott Fitzgerald, ni Hemingway hicieron las mejores películas de Hollywood. Incluso, casi todas las que hicieron fueron, francamente, malas.
En realidad, no me parece ni útil ni razonable considerar el guión como una superentidad, más allá de su función verdadera dentro del proceso de realización de una película. El guión no es otra cosa que un boceto, una pre memoria, un instrumento de trabajo con un valor muy relativo en sí mismo y que se utiliza como un paso hacia la única obra que debe ser tenida en cuenta: la película concluido.
De ahí que siempre me hayan parecido absurdos esos premios de festivales «al mejor guión» o los concursos de guiones que terminan siendo fin en sí mismos y no son el estímulo eficaz a la realización de una película. El extraer el guión del proceso total de creación es una operación que equivale a la muy fatal de hacer una tajante división entre alma y cuerpo, es una desintegración insoportable de la dinámica de creación cinematográfica. Entiendo que cinematografías industrializadas como la norteamericana y, más aún, la producción en serie de las estaciones de televisión, tengan que diseñar camisas de fuerza, esquemas para atenerse y seguir forzosamente. Entiendo también que un realizador particular quiera valerse de esos esquemas para sus propios trabajos. Lo que considero completamente inoportuno es una estandarización, una normalización para ser impuesta y generalizada. El problema del cine colombiano no es el guión, ni es el presupuesto, ni es la dirección. El problema del cine colombiano es la creación de una infraestructura de producción, distribución y exhibición que le permita ser realizado y ser visto por el público. Crear y hacer eficaz esta infraestructura es la razón de ser de una entidad de fomento. La elección de los sistemas de producción y de procedimiento tienen que ser diferentes de acuerdo al talento, a la sensibilidad, al estilo personal de cada realizador y de su equipo de producción. Si la infraestructura existe y funciona habrá cine bueno, malo y regular y será más bueno mientras más libertad haya en la elección de temáticas y formas.
Porque lo que existe ahora no es un problema de guión. Lo que existe son unas películas que no están siendo realizadas por quienes las hacen sino por una serie de presiones, películas realizadas por la necesidad del millón dé espectadores, películas realizadas pensando en la clasificación de censura, películas dictadas por los deseos de los exhibidores, películas que nacen ya dentro de un naufragio y que, desde la concepción del primer plano, están luchando por nadar hasta la orilla.
No hablemos pues de guión sino de concepción total, de escritura cinematográfica que puede , o no, tener, una primera etapa como proyecto en un papel. Todo lo que digamos en este sentido es, tan aplicable a la parte escrita como a lo que se ve en la pantalla y es importante insistir en que muchos de los defectos básicos de nuestro cine parten de esa situación de naufragio, de la necesidad de buscar, a toda costa, tablas de salvación.
En este sentido, y sin ningún orden de prelación, podemos enumerar algunos de estos defectos básicos. El primero sería que el cine colombiano carece de una identidad visual, por lo menos de una que sea interesante y llamativa. Esto puede depender de esa división de alma y cuerpo que mencionábamos. El guión se escribe de manera verbal y conceptual y la puesta en imágenes es sólo la dotación de una armazón que no expresa nada por sí misma y que sirve sólo de apoyo a lo que se dice. Yendo más a fondo podríamos decir que Colombia carece de una tradición visual. Nuestras artes no han sido capaces de expresar adecuadamente sino nuestro exotismo, pero nunca lo cotidiano. De ahí que haya una búsqueda desesperada de imágenes turísticas, de lugares públicos reconocibles y una ausencia casi total de los ámbitos normales. Cuando estos ámbitos aparecen, los, directores se muestran particularmente ineptos para conferirles fuerza narrativa. Y no se diga que esto es problema de dirección y no de guionista porque, precisamente, un guión cinematográfico debe hacer ver, debe describir intensamente los espacios, el mundo de sus personajes. En el cine colombiano la imagen no aporta nada esencial a las historias, La indiferencia de la puesta en escena revela ya una indiferencia de concepción que es común al guión.
En el cine colombiano es igual que un personaje sea médico o sea arquitecto porque sus gestos, sus espacios no están caracterizados en una narración total. Siempre hay que esperar a la línea, al diálogo, para saber algo.
A este propósito, y como ejemplo extremo, se podría citar las soluciones de puesta en escena de una película como Padre por accidente, en la cual un ministro de Estado y un chofer de camión viven en ámbitos que: contradicen su situación real; el ministro en un apartamento minúsculo y el chofer en una casa espaciosa y hermosa, Y ello sucede porque ni ese ministro ni ese chofer son reales, porque no hay un extra-guión, un estudio a fondo de su condición de personajes, una sicologización de sus acciones sino que son marionetas, son el clisé de «el chofer», «el misterio», un clisé que en palabras es soportable pero que en imágenes se derrumba, por la fuerza realista que el medio lleva inexorablemente. El resultado de esta indiferencia visual es, obviamente, la sainetización, la inverosimilitud de personajes y situaciones.
La falta de tradición visual se encuentra muy unidad y agraviada con un exceso de tradición verbal. Esto se manifiesta más fuertemente en la tendencia, muy comprensible, a las adaptaciones literarias. Si no hay muchas imágenes de Colombia (las mejores están en la fotografía fija y casi ninguna en la pintura) sí hay una literatura que nos identifica ampliamente. El peligro del cine colombiano es narrar por intermedio de esa tradición verbal, descuidando seriamente la transposición a imágenes. Si nuestra literatura tuviera una tradición de realismo escueto, el problema sería más fácil de controlar; pero la literatura colombiana y más la contemporánea, es una celebración del lenguaje, un juego sonoro, el reino del adjetivo y de la metáfora. Como el cine es esencialmente substantivo se siente muy mal intentando plasmar concretamente imágenes literarias, realidad mediatizada por la lengua. Si a esto se añade que carecemos de una literatura popular de calidad, de contadores de historias que no aludan a si’ mismos y a su narración sino a lo que están contando, tenemos entonces que no existe una buena base para una colaboración entre nuestro cine y nuestra literatura.
Unido a todo esto está el estilo que, si no tuviera una tradición positiva tan diferente a la nuestra, podría llamarse «montaje de atracciones». A esto contribuyen varias cosas: la concepción de fórmula, el anecdotismo y la compulsión a lo público, a lo extraordinario. Las películas. colombianas se conciben, con frecuencia, como un show de atracciones, en el que, naturalmente, prima lo extraordinario y lo insólito sobre lo usual y cotidiano. La tendencia es acumular «sucesos sensacionales» «hechos diversos», historias fuera de lo común. Como este tipo de historias no surgen de un desarrollo sino que aparecen como lamparones y no existe la concentración ni la capacidad de asumir las fases menos llamativas de estos hechos, todo nuestro cine está plagado de momentos culminantes, extraordinarios y las situaciones más cercanas a la realidad sirven sólo de puente entre dos números grandes de espectáculo. De ahí que muchas de nuestras películas nazcan por fórmula por caldero de bruja, Los ingredientes llamativos se acumulan y después se mezclan sin ningún tipo de, estructura. Esos ingredientes son los que impelen la búsqueda del, millón de espectadores, la escena sexy, el rostro de moda, el descubrimiento del año, la persecución en montaje americano, la sorpresa cómica. Cada uno de estos ingredientes está engastado en una cadena de anécdotas que termina en uno o en otro punto, de acuerdo al presupuesto o a otros elementos independientes de una concepción y una cohesión interna. Y el otro elemento de “atracción», ya mencionado, es la caracterización pública. Es el síndrome de un cine en pañales que busca mostrar los sitios que la gente conozca y reconozca en busca de una cierta complicidad de parte del público, en busca de una confirmación, de un apoyo sicológico, de la necesidad de que el público afirme que éste sí es cine colombiano, De ahí esa morbosa manía de mostrar nuestros «sitios más hermosos y típicos», la turistización de nuestro cine. Como si cualquier rincón de Colombia, cualquier casa irreconocible, cualquier cafetín o cualquier oficina no fueran espacios relevantes, los lugares donde diariamente se realiza la vida de los colombianos y pensáramos que sólo mostrando los lugares canonizados, los anuarios de exhibición pública o las plazas públicas pudiéramos afirmar identidad. La afirmación, por ejemplo, de que Cartagena es una buen lugar para hacer cine y otros lugares no lo son, es típica de esta posición.
Una variante de la mediatización literaria que mencionábamos antes, es la mediatización cultural que el ojo del realizador o guionista llevan a cabo con la realidad a su alcance. Tan compulsivo como la necesidad de demostrar identidad colombiana con imágenes públicas y turísticas, con la necesidad de mostrar pueblo. Pero ese pueblo no consta de personajes reales sino de clisés Visuales y de palabra. Con ello caemos de nuevo en las tradiciones radiales y de sainete. En el cine colombiano rara vez hay un gamín, un borracho, un cura, una prostituta, Pero todos los días encontramos «el gamín», «el borracho», «el cura», «la prostituta». Dos o tres requisitos bastan para una definición, Una persona que hace cine aquí protestó una vez frente a un realizador extranjero, porque creía que éste había caracterizado muy mal a un borracho en su película. En opinión del colombiano era un error fatal no haberlo mostrado nunca ni con una botella en la mano, ni en un bar, ni tomándose unos tragos. El día en que los guionistas y realizadores colombianos aprendan a dejar el camino narrativo de los requisitos fáciles, el día en que sepan decir algo sobre alguien sin acudir a las frases de cajón visuales, habrá una madurez real, Pero esto no depende de técnicas sino de talento e imaginación. En mi opinión, creo que el libro de técnicas sugerirá que hay que hacer ver una botella y un cenicero lleno de colillas para indicar el paso del tiempo.
La creación de un contrapunto enriquecedor de imágenes y sonidos es una escuela que no es fácil de adquirir. Pero sólo su aprendizaje garantizará un cine colombiano legítimo, digno. El problema es que la ensalada de imágenes a la que el colombiano está sometido es inmensamente depresiva, Hace unos años el espectador normal veía actualmente una media muy alta de imágenes cinematográficas interesantes, hermosas y fuertes narrativamente. El nivel visual del cine de Hollywood en los años cuarenta y cincuenta era muy alto y en el país también se veía un buen número de películas de otras latitudes. El espectador de hoy ve un número infinitamente mayor de imágenes, pero esas imágenes son también, en su gran mayoría, infinitamente más insignificantes que las de antes. Esas imágenes se ven, ante todo, en una televisión comercial en la que lo visual, si acaso, se usa como complemento de la información aural. Si a esto se añade la creciente visión de grabaciones de video, en Colombia casi todas copias piratas, podemos decir que la educación visual de nuestro pueblo está en el grado más ínfimo que haya tenido jamás. Sí no hay una exigencia de calidad visual de parte del espectador es lógico que el realizador de cine o televisión no tendrá, casi nunca, necesidad de buscarla. Tal vez la excepción sea el realizador de cuñas, que se ve obligado a llamar la atención sobre un mensaje muy breve de la mejor manera posible. Pero el tipo de calidad visual de las cuñas no es el que educa mejor, porque es de agresión sicológica y manipulación y no de recepción consiente y libre. Entiéndase que no estoy hablando de crear unas imágenes «hermosas», de aprender a hacer estilos decorativos para realzar una historia. Se trata de aprender a narrar con las imágenes, de devolverles su función de lenguaje, de integradoras de todos los códigos que, de manera casi higroscópica, el cine es capaz de expresar. No se si sea importante que haya guionistas que sean distintos de los realizadores, no niego que haya talentos específicos en este campo distintos al talento de la realización. Lo que sí es importante es que se sepa distinguir claramente la concepción de una obra cinematográfica de la escritura de una pieza literaria. Lo que necesitamos es gente que elabore historias colombianas y que las elabore no como anécdota, no como diálogos, no como ingeniosos tejidos de fórmulas sino como concepciones cinematográficas integrales; gente que cree personajes con un desarrollo verosímil, que los sitúe en contextos reales y descritos con vivacidad, con conciencia espacial, con sentida relacional entre todos los elementos en juego; gente que sea capaz de extraer de la realidad momentos de pasión, entusiasmo, emoción y no, al contrario, que busquen los momentos salientes de esa realidad para, esterilizarlos en el celuloide.
Todo esto no es, tal vez, lo que pudiera llamarse un análisis de los problemas del guión en el cine colombiano. Son sólo las consideraciones de un espectador, porque un crítico no es otra cosa que un espectador con más intensidad; y ese espectador piensa que los problemas del cine colombiano no están, de ninguna manera, en una de sus etapas, sino en su concepción general. Sus problemas. están en sus condiciones de producción y, sobre todo, de distribución y exhibición que si fueran otras permitirían una concentración en lo esencial, un descubrimiento real de la imagen de Colombia y no solamente de su parodia.
*Publicado en la Revista Arcadia va al cine N°9 diciembre de 1984
Imágenes: (1) Rostro de Luis Alberto Álvarez en la portada de la Revista Kinetoscopio No. 37, (2) Fotograma de la película colombiana Padre por accidente (Manuel Busquets, 1982)
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