Paquita La del Barrio

Paquita La del Barrio

Carmina insiste en llevarme al rumbiadero de Paquita. Después de una semana repleta con las agotadoras negociaciones de una liquidación, yo le digo no. No, Carnation, no insistas, no seas intensa, que estoy hecha una piltrafa y creo que la contaminación del DF me hace daño: cada dos horas me tengo que quitar los lentes de contacto en el baño para lavarlos. Ya pensarán los mexicanos que soy una colombiana de colon feroz. Salimos del banco y en el auto, de camino al hotel, Carmina insiste en el tema y para convencerme me pone una canción de Paquita la del Barrio:

“Rata de dos patas

te estoy hablando a ti.

Porque un bicho rastrero,

aun siendo el más maldito,

comparado contigo

se queda muy chiquito…”

En un semáforo, Carmina me mira con suficiencia. ¿Qué dices?, pregunta. ¿Qué puedo decir? Maestra, filósofa, gurú, se merece doce Grammys y todos los MTV. ¿De dónde la sacaste, Carnation? Carmina me habla de la pasión de su sirvienta por la Paquita, y luego de su verdadera conversión al culto durante el concierto de la diva en Madrid, y de los aullidos de toda la Embajada de México. ¿Qué me iba a imaginar yo a la esposa del embajador gritando en el concierto? Semejante güera tan tiesa, que creció conmigo jugando a las escondidas en los jardines de las Lomas de Chapultepec.

En el hotel me quito el sastre, me doy una ducha rápida, dos manitas de maquillaje y me pongo unos bluyines. Carmina llega puntual con una camioneta y tres amigos. Del grupo hacen parte dos hombres, una pareja. Cuando me saludan con beso en la mejilla reconozco a Zorrilla, el vicepresidente de adquisiciones. No lo puedo creer, pero disimulo bien. En la camioneta lo miro de reojo: tan lindo él, con esas corbatas perfectas, con esa belleza tranquila y masculina, y esa seriedad suya en todas las reuniones. Quién lo hubiera imaginado, qué lástima.

Vamos por Reforma unas cuadras y de pronto volteamos y me pierdo. En la van, Carmina me presenta a una amiga del novio de Zorrilla: Un-Yu, una coreana que llegó de visita hace unos años y todavía no se ha decidido a regresar. Me encanta esta ciudad, me dice, me apasiona la comida y la vitalidad de la gente, voy al santuario de la Virgen de Guadalupe cada que puedo y hasta llevo su imagen al cuello. Se abre la blusa y me muestra una estampa de la Virgen que cuelga entre sus pechos, una mona colorida y cubierta de acrílico, un accesorio bomba. Un-Yu sonríe sin cerrar la blusa y me mira los labios. Mmm, qué vaina… Al rato me paso de silla y pregunto bajito: Carnation ¿y esta china qué pitos toca? Nada, ninguno, creo que nunca ha tocado un pito, pero no te me cortes, Patricia, que la Un-Yu ladra pero no muerde… O a lo menos no te muerde sin permiso. La camioneta sigue su rumbo por calles cada vez más estrechas, empiezan a abundar las ventas callejeras de tacos y tortas, y la gente que se baja de las aceras y se atraviesa sin temor a los carros. El conductor tiene que reducir mucho la velocidad y es como estar de safari: rodeada por caras aztecas, camisetas mojadas y olor a chicharrón. Unas cuadras después de la estación de Guerrero, nos detenemos en una calle totalmente guardada por autos estacionados. Menos mal que vinimos con chofer, dice Zorrilla. Su niño asiente y me pasan unos chicles. Hemos llegado.

El niño de Zorrilla es lindo, lindo de verdad, con unos ojos grandes de pestañas aún más largas que las mías. Nada más bajarnos me agarra del brazo. No te asustes que nosotros te cuidamos, me dice. Uau, Uau. Me enamoré, pienso, me enamoré de golpe y esta vez de verdad. Tendría que ser un poco más adulto, como Zorrilla, digamos, y no ser gay, por supuesto, pero lo mío es amor verdadero.

El bar de Paquita parece una bodega desde afuera: muros altos y rectos, todo sin adornos, tres pisos que solo tienen unas ventanitas chiquitas y terminadas en punta, como una iglesia. La puerta es pequeña y sí, me siento un poco intimidada con los “bouncers” de cara indígena. Licenciado, saludan a Zorrilla en la puerta. Nos venden las boletas y entramos sin problema. El sitio se siente apretado, un primer piso para nada alto. Hay un tablado pequeño al frente y un muro lleno de imágenes al fondo. Del cielorraso cuelgan las estrellas más fantásticas que se pueda imaginar: piñatas de conos plateados, saturadas de lentejuelas y flequillos cimbreantes. Hay corazones en uno y otro muro y cuadros feos, de marcos gruesos, con pinturas que llevan calacas y camiones, y personajes con caras conocidas. Está fantástico este bar, le digo a mi niño. Y él me aclara: no es un bar, chulita, es una cantina, can-ti-na, cantina y teatro de variedades. Vas a ver. Mi niño me mata el ojo. Bueno, lindo sí es, pero un poco pedante, qué se le va a hacer, no hay hombre perfecto.

Bueno, claramente lo que no hay es hombres en este mundo.

Nos sentamos al fondo, justo frente al escenario. Bajo las luces hay una bandita de cuatro músicos y una mujer de pelo teñido que me recuerda a una cantante argentina. La flaca está llena de rollitos, claro, el ajustado vestido de noche no la favorece, pero el maquillaje y el peinado están de primera. ¿Hay alguien de Aguascalientes?, pregunta. ¡Yo!, grita alguno, y todos aplauden. ¿Hay algún conductor de camión?. Dos gordos empapados se levantan y agitan los brazos como si hubieran ganado una carrera. ¿Y hay alguien de Chiapas? ¿Alguien?. Silencio. Mi niño se pone de pie y grita, dejando un reguero de plumas: ¡Nosotros tenemos una colombiana! ¡Aquí hay una colombiana!. Qué charrera: me hacen parar, ahí mismo, en medio de la multitud sudorosa. Todos se dan vuelta y me miran con caritas mofletudas: ¡Bravo!, gritan, ¡bienvenida!. Me aplauden. Qué pena, me aplauden. La seudoargentina empieza a cantar. Justo a tiempo, me salvó la campana, canta una baladita de Valeria Lynch, tenía que ser. Los meseros se nos acercan. Altos, bonitos, parecen extranjeros. Todos llevan delantales marcados con los nombres de los grandes éxitos de Paquita: “Rata de dos patas”, “La verdad duele”, “Taco placero”. Pedimos cerveza, tequila y unas botanas.

La Un-Yu insiste en sentarse a mi lado. Como yo de esa pata no cojeo y soy una mujer del siglo veintiuno, acepto el reto. Con tal de que no se le ocurra darme con la lora romántica. Por las dudas, para aclarar las reglas, me paro. Pienso en entrar a los baños pero desisto cuando me encuentro una viejita que los cuida y vive en ellos y trata, con muy malos resultados, de mantenerlos limpios. Me voy hasta la pared del fondo a ver las fotos. Impresionante. Paquita con un par de presidentes y con cuanto actor de telenovelas ha existido. Es verdad que los ricos también lloran. Las carátulas de los “long play” de Paquita están muy bien, muy a tono, parecen hechos para música de carrilera paisa, música campesina y llorosa, con sus fotitos de paisajes y conciertos. Hay por lo menos una docena. Bueno, así que esta es la vida de los ricos y los famosos, pienso. ¿Tendrá Robbie Williams su cantinita en alguna parte del Hyde Park?

Cuando vuelvo a la mesa ya han llegado las botanas y las botellas. Botanas, qué ternura de nombre para semejante monstruosidad. En México nada es pequeño: lo que sirven para pasar los tragos es una comida completa, con salsas de colores y fríjoles, y trocitos de carne… En fin, que aquí solo se emborracha el que quiere. Apenas me siento a la mesa, la china me dice que me dé vuelta y flash, flash, me cogen los fotógrafos. ¡Yo también soy famosa, Carnation! Ella me grita que sí, que seguro, desde el otro lado de la mesa. Los fotógrafos nos hacen posar en grupo, en parejas, individualmente. Toda una sesión. Cuando los fotógrafos se van, y yo aún no he probado mi Herradura reposado, llegan los vendedores de discos: la colección completa de Paquita, con “bonus track” y todo, con ñapa de postalitas y portavasos. Yo le echo mano a mis cidís, uno regalado por la coreana, quien al entregármelo me agarra el brazo y me dice que yo debo ser una mujer muy afortunada en el amor. Síiii, claro, seguro, le respondo. ¿Qué mujer es afortunada en el amor? Los hombres son como los teléfonos públicos de Bogotá: los que no están dañados, están ocupados. Menos mal que los tiempos cambian y ya tenemos montones de celulares, y la mayoría vibran. La coreana se empieza a reír. A mí hasta me da un poco de pena lo que terminé por decir, pero la coreana se ríe fuerte, con toda su boca abierta. Qué sorpresa, la primera oriental que conozco que no es ni silenciosa, ni pudorosa. Escandalosa es lo que es, pero bueno, nos divertimos y en todo caso no es hija mía. Yo tengo ese problema resuelto, me dice, desde niña tengo claro que a mí lo que me gusta son las mujeres. Tienes suerte, Un-Yu. Pero ella me replica: No, no creas que es tan fácil, todo es siempre complicado cuando amas: unas mujeres te quieren pero se asustan, otras te aman solo como amigas, otras te buscan para casarse contigo y tú sin terminar ni la prepa, ni nada. También es difícil encontrar a alguien. ¿Es igual que con los hombres?, le pregunto. Sí, más o menos, distinto pero igual. Las mujeres son menos putas, en todo caso. Debe ser cierto, pienso. ¿Verdad que ustedes los hombres son todos unos putos que no se dejan de chingar ni a su madre?, le grita Un-Yu a mi niño mexicano. ¡Pero claro, mi “clever yellow friend”! ¿O qué te crees? El Winnie Pooh es para usarlo y no para dejarlo guardado entre los pantalones. La sacó del estadio, me digo. Miro alrededor: nadie se dio cuenta, la gente de las otras mesas no nos para bolas. Claro, con la bulla de la llorosa Valeria y sus cuatro merenderos, no hay manera de escuchar nada.

Cuando la cantante termina de actuar, todos aplaudimos con ganas. La mujer, ahora sudorosa, nos mira. ¡Señoras y señores, dice, me han informado que aquí tenemos, esta misma noche, a una pareja muy especial: sus amigos y sus hijos me han dicho que esta pareja celebra hoy los cincuenta años de matrimonio!. Esta vez, el público casi revienta la cantina a punta de aplausos, y con razón. Yo me levanto porque quiero ver a la parejita, pero me detengo en la mirada aguada de Carmina que me busca. Qué cosa con la Carnation, es que ella no aprende y después se queja. Cuando me vuelvo a fijar, la pareja ha terminado el largo proceso de ponerse en pie. Él es gordo, gordo de verdad. Para sentarse debe usar unas dos sillas como la que yo uso. Lleva el pelo y el bigotito cortados a lo Vicente Fernández, y cada pelusa está tan renegrida que seguro está todo teñido. El hombre no deja de sudar. La mujer también es un globo, un globo arrugado y ondulante, que lleva un vestidito oscuro y un collar grande, como de jade y oro. Regalo de aniversario, seguro. Qué viejos son, parecen tener cien años, imposibilitados ya para respirar y hablar y bailar… y sin embargo bailan, bailan bien abrazaditos. Es impresionante. “Te amaré toda la vida…” dice la canción, un bolero que también bailaban mis papás cuando eran novios, cuando creían que esas palabras eran ciertas. Miro a Carmina y claro, la intensa está llorando como una Magdalena, y además sonándose con las servilletas. Es el chile, dice, por decir, porque nadie le cree y yo la verdad, queriéndola y todo, no puedo dejar de sentir un oso horrible, peludo y voraz. Si son males buscados, para qué se queja ahora, la pobrecita. Claro, le hicieron conejo y ella cayó como un “baby”. Ay, mi Carnation, qué pena nos haces pasar y qué triste que te hubieras dejado engañar. Bueno, y me perdí los gorditos, qué pesar. La canción se acaba y la pareja, con más asistentes que pulso, logra sentarse de nuevo. Despedimos a la falsa Valeria con un fuerte aplauso, sí señor.

Los músicos se toman su descansito y en la pausa entran los fotógrafos con todo el material impreso. Me veo horrible: más flaca que nunca y con la cara brillante. La luz no me favorece para nada, si no fuera por mi sonrisa nueva y porque los otros se ven peor que yo, no les hubiera permitido comprar ni una polaroid.

De una mesa en la que solo hay hombres se empiezan a escuchar aclamaciones: llaman a Paquita. ¡Paca! ¡Paquita! “We love you!”, gritan. Y yo estoy de acuerdo, ya me estoy hartando de esta mamadera de gallo, ya es hora de ver a la estrella. Zorrilla y su niño se levantan y me acerco a Carmina, que está hipando, con el maquillaje un poco corrido, solo un poco, a pesar de que lo ha remojado con las lágrimas y restregado con las servilletas. Debe ser una marca muy buena, después le preguntaré. Carnation, Carnation, le digo sin abrazarla ni tocarla, pero con todo el cariño que le tengo. ¿Para qué vas a seguir llorando por ese ente? Esa no fue una relación, apenas una anécdota. Ya cambia el canal, que aquí la única que sale perdiendo eres tú. Es verdad, me responde, es cierto. ¿Tú crees que no lo sé? ¿Tú crees que lo hago a propósito? Es que no lo puedo evitar, qué chingada, no lo puedo evitar. Yo le di todo: mi amor, mi casa… ¿Él qué me dio? ¿Con qué me quedo yo? Me siento estafada. Carmina agarra otro manojo de servilletas y se vuelve a sonar. Qué dolor, pobre Carmina. Todo suena un poco ridículo, como de culebrón, pero es todo cierto. Hasta las telenovelas más lobas son superadas por la realidad, qué desgracia. A mí finalmente no me ha ido tan mal como a Carmina: un exnovio de adolescencia que no quiso volver conmigo es mi única tragedia. Ahora estoy sola, pero es mejor estar sola que mal acompañada. Yo no quisiera terminar como mi madre: divorciada y con una niña apenas saliendo de la cuna. En esta época los hombres no se comprometen, le digo a Carmina, como si siguiera pensando. Ahora les queda muy fácil escaparse, y nosotras se lo facilitamos, pero si lo permitimos es precisamente porque ahora somos más fuertes, porque ya no los necesitamos como las mamás y las abuelas creían necesitarlos. Son ellos los que salen perdiendo, por cobardes, por promiscuos, por tontos. Carmina me mira y deja de llorar. Me da la razón. Pero ¿dónde queda el amor, Patricia?. Y se responde: De pronto el amor nunca existió. De pronto nos lo inventamos las mujeres para no sentirnos putas cada vez que nos acostamos con un hombre, lo inventamos para podernos embarazar creyendo que nos van a cuidar toda la vida. Un-Yu, que nos ha estado escuchando, se acerca y besa a Carmina en la mejilla. La abraza. Le susurra algo al oído. Zorrilla y su niño se han ido a la mesa de los adoradores de la Paca. Se nota que se conocen desde hace tiempo. Se ríen y se abrazan. Qué fácil es la vida de los hombres, qué fácil.

Todos pensamos que los músicos estaban descansando, pero no, se habían ido del todo. Las luces bajan y entra un nuevo grupo, mucho más “kitsch”, si cabe, con un acordeón y chaquetas lila decoradas con canutillos rojizos. La luz se desvanece aún más y de pronto un reflector ilumina un rincón de la cantina. Por si alguna duda hubiera sobre lo que está a punto de suceder, la mesa de los chicos empieza a ulular: Paaca, Paaca, Paaca. Aparece la reina de la noche, una noche ella misma, con su vestido de terciopelo negro y su gordura, más gorda que todos los gordos del local. Unas pocas estrellas, canutillos también, brillan en su vestido. Paquita la del Barrio lleva el pelo muy corto, de hombre y mujer a la vez, y su cara es de piedra, como la de un encargado de cartera. Iluminada por el seguidor, la Paca camina solemne, hasta el escenario se inclina ante ella. Paquita se da vuelta, levanta lentamente el micrófono y canta. Un-Yu no deja de abrazar a Carmina, yo veo al guapo de Zorrilla y a su adonis adolescente y pienso: Es verdad, el amor nos lo inventamos. Al momento de pensarlo la pareja de oro, el gordo matrimonio, se levanta de nuevo y empieza a bailar: se miran a los ojos, dan pasitos chiquitos de bolerista y se abrazan, se abrazan con toda su carne de gordos sudados, y se besan, ahí mismo, bajo las estrellas de piñata y la llovizna de hiel con que nos baña la Paca.

.

Julián David Correa R.

Publicado en el libro “Veinte viajes”. Sílaba Editores, 2019.

.

Imágenes:

Paquita La del Barrio y carátulas de sus discos. Imágenes tomadas de Internet.

.

.

¡Comparta su viaje! ¡Comparta su lectura!

Espacio para sus opiniones

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *